Puede ocurrir todo en un mismo día: una tarde de septiembre, un grupo de jóvenes llena una librería de Santiago para oír recitar a Elvira Hernández su mítico poemario La Bandera de Chile; un libro publicado hace más de 30 años pero escrito y contrabandeado en dictadura, una de esas obras excepcionales que abordaron el horror desde un lugar inesperado:
«Nadie ha dicho una palabra sobre la Bandera de Chile
en el porte en la tela
en todo su desierto cuadrilongo
no la han nombrado
La Bandera de Chile
ausente»
Lee Elvira Hernández y el público la escucha en un silencio cómplice, en esa librería de Santiago, una tarde de septiembre de 2022, poco antes de que llegue la noche.
Esa misma noche, sin ir más lejos, en su cuenta de Twitter, la diputada comunista Carmen Hertz —abogada pro Derechos Humanos y cuya pareja fue asesinada por la dictadura en el famoso caso de la «Caravana de la muerte»— contó que ese viernes, después de 49 años de ejecutada aquella masacre, donde murieron 26 prisioneros políticos, se dictó el fallo definitivo de la Corte Suprema, en el que se condenó en calidad de autores a dos militares a presidio perpetuo —los únicos sobrevivientes de la comitiva criminal, pues los otros murieron en impunidad—, y tuiteó finalmente: «Justicia tan tardía es casi denegación de justicia».
En septiembre de 2023 se van a cumplir 50 años desde el golpe cívico-militar que sufrió Chile, pero a ratos pareciera que ese medio siglo es sólo una cifra que no termina por contener —ni explicar— la realidad.
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La tentación de hacer una lista, en estos casos, es grande, pero lo mejor son los desvíos, aquellos caminos que quizá no llevan a ninguna parte pero se disfrutan más. Evitar, por sobre todas las cosas, esa idea absurda —que le encanta al periodismo cultural— de pensar cuál es la gran novela o la gran obra literaria de aquellos años, no, definitivamente avanzar por otro lugar, por ese pequeño camino que apareció en la ruta y aceptar, rápido, por ejemplo, que para pensar aquellos años es inevitable recurrir a la poesía, porque fue la poesía y las artes visuales las que pusieron el cuerpo, las que comprendieron más rápido que nadie los códigos de una época horrorosa, comandada por la censura y la mediocridad, los tonos grises, las palabras a medio camino, el balbuceo y los discursos marciales.
Lo que apareció, entonces, fue la imposibilidad de representar aquello que se estaba viviendo. La mímesis no era posible, no tenía sentido, es desde ese lugar que nace, por ejemplo, uno de los proyectos narrativos más radicales de la literatura chilena actual —y podríamos decir latinoamericana, también—: el de Diamela Eltit. De esa imposibilidad de representar viene pero también de la idea de convivir con un censor: «Se dice que al escribir imaginamos a un lector ideal, a alguien capaz de comprender a cabalidad lo que hacemos, pero entonces había que imaginar también a ese enemigo que pasaba las páginas buscando alusiones prohibidas con un criterio tal vez rutinario o sofisticado», anotaría Alejandro Zambra en una columna dedicada a Lumpérica, de Eltit, o más bien, a la relectura de la novela más emblemática de ella.
Es cierto que con los años, ya en los 90, iban a comenzar a publicarse una serie de novelas que abordarían la época de la dictadura (1973-1989) y cuyos acercamientos narrativos serían muy distintos a los de Eltit; basta pensar en algunas novelas de Roberto Bolaño o en el proyecto de Nona Fernández, quien ha trabajado detenidamente con la memoria, y qué decir de las crónicas de Lemebel y de ese proyecto inmenso que fue el de Germán Marín, a quien quizá podríamos dedicarle gran parte de este texto, pues fue un narrador descomunal que en varias de sus novelas hurgueteó como pocos en el origen, el desarrollo y las consecuencias de la dictadura. Pero quisiera detenerme, por un momento, en esos libros que surgieron en medio del espanto, en una serie de poemarios realmente únicos —extraordinarios, deslumbrantes— que fueron capaces de torcer el lenguaje y atravesar la realidad: ahí estaba el censor, esperándolos, y ahí estaban ellos, los poetas, para entregar un puñado de libros extrañísimos, que se saltaron la censura, y que les permitieron hablar —balbucear, murmurar y divagar— acerca de todas esas experiencias que los embargaban: las pérdidas, la derrota, la violencia, las torturas, y también la esperanza de que todo aquello acabara pronto: «Como en un sueño, cuando todo estaba perdido/ Zurita me dijo que iba a amainar/ porque en lo más profundo de la noche/ había visto una estrella…», se lee al comienzo de Anteparaíso (1982), de Raúl Zurita.
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Todo esto ocurre sólo en un par de años, a fines de los 70, inicios de los 80: Juan Luis Martínez publica La nueva novela, uno de los libros más raros de la poesía latinoamericana, un objeto en el que se encuentran algunos poemas escritos a la manera tradicional, pero en cuyas páginas en realidad se convocan una serie de expresiones que van desde preguntas filosóficas a problemas matemáticos y físicos, junto a recortes de enciclopedias y revistas, y una suma de textos en otros idiomas que homenajean por supuesto a Mallarmé y a los surrealistas, pero que no dejan de emplazar a su propio contexto, como ocurre en el apartado «Epígrafe para un libro condenado: la política”, en el que encontramos, por ejemplo, la carta que Ezra Pound le envió al censor del campo de detención de Pisa donde fue recluido después de la guerra, o el poema “La desaparición de una familia», que podría leerse como una historia de Lewis Carroll, aunque la realidad invita a otra lectura.
Dicen que mientras Martínez escribía La nueva novela, Raúl Zurita —con quien compartía casa por ese entonces a unos pocos kilómetros del mar— preparaba los poemas de Purgatorio, su libro debut, ese en el que exploraría una serie de formas y voces que marcarían su poesía. Lejos, en el exilio, Gonzalo Millán iba a publicar La ciudad, un poemario atravesado por el objetivismo, en el que lograría armar un retrato feroz de una ciudad bajo dictadura: «Amanece./ Se abre el poema./ Las aves abren las alas./ Las aves abren el pico./ Cantan lo gallos./ Se abren las flores./ Se abren los ojos./ Los oídos se abren./ La ciudad despierta./ La ciudad se levanta (…)./ La herida se abre».
El ritmo incesante y las imágenes que avanzan. Nicanor Parra toma la voz de un pastor en el desierto —en Sermones y prédicas del Cristo de Elqui— y dice unas cuantas verdades. La búsqueda de otras voces para hablar será una estrategia que también aparecerá en La Tirana de Diego Maquieira, quien luego irá más allá en Los Sea Harrier, un poemario en el que se cruzará la guerra con el pop y la ciencia ficción. En esa búsqueda de otros lenguajes, de otras voces, Aguas servidas de Carlos Cociña será fundamental, pues explorará en el lenguaje científico como una forma de decir lo que las palabras callan: «Soy el ojo que recorre, / el ojo de la voz que descubre cada objeto/ y en lo negro,/ y en lo blanco/ soy los matices que revientan cada instante», anota Cociña para luego decir: «Pues todo aquello que callamos, nos fue sucediendo a cada uno de nosotros, con exactitud pasmosa, y al mismo tiempo que víctimas, cómplices en el silencio que tratamos de ocultar». El que se aferrará a su memoria y escribirá sobre aquellos silencios pero sobre todo de la derrota como nadie es José Ángel Cuevas, y no se cansará de hacerlo en dictadura y tampoco en plena transición, cuando insista en trazar una y otra vez las imágenes sobre lo que botó la ola, sobre aquellos que nunca se pudieron recuperar del golpe: «Yo no he recorrido el mundo/como debería/ no he hecho nada por mi país./ Ni bosteado bajo la estatua de la Libertad./ No he sido libre de cumplir mis pequeños/ deseos subdesarrollados./ Lo que quise/ se me olvidó./ Una casa quizás./ Y alejado de todo estoy/ con mi familia, años y años/ parado en esta esquina/ esperando que suceda algo».
Sucedían cosas, pero muy pocas que devolvieran la esperanza. Al contrario, el ambiente se enrarecía y la poesía respondía: Elvira Hernández escribe sobre la aparición del cometa Halley en 1986 («No vi el Halley el primer día/ de su aparecida cuando vio la luz para nosotros/ (…) Dicen que era como una cabeza degollada apareciendo/ sin nunca querer desaparecer») mientras Enrique Lihn hace lo propio con la historia de un muchacho que dice ver a la virgen en los cielos de Villa Alemana —un pueblito a unos cuantos kilómetros de la costa, cerca de Valparaíso—, aunque todo es un montaje de la propia dictadura: «La realidad es el único libro que nos hace sufrir/ La realidad es la única película que nos quita el sueño/ Las apariciones de la Virgen serán irreales no así la aparición de los agentes/ de la realidad…». Esta misma historia, muchos años después, la convertirá en novela Álvaro Bisama en Ruido, un libro que ha sido inscrito en la denominada «literatura de los hijos», junto a novelas de Alejandra Costamagna (Había una vez un pájaro), Alejandro Zambra (Formas de volver a casa) y Nona Fernández (Fuenzalida, Space invaders), entre otros, y en los que se resalta la mirada de quienes fueron niños en dictadura, actores secundarios de una historia que les terminaría por cambiar la vida. Esos libros, publicados cuando sus autores se acercaban a los 40 años, fueron una nueva forma de indagar en esa historia reciente, llena de silencios y de vacíos. Por supuesto que de todas esas obras, muchas también surgieron desde el oportunismo de sumarse a una tendencia que tampoco duró mucho, la verdad, pero que sí aportó una mirada distinta de abordar una época que podía parece agotada a esa altura, luego de las novelas de Diamela Eltit y Germán Marín, las crónicas de Lemebel y esas dos novelas brillantes de Bolaño que son Estrella distante y Nocturno de Chile.
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Jacques Rancière escribió hace un tiempo: «Los libros que para nosotros son ejemplares fueron primero no-libros, relatos erráticos, monstruos sin columna vertebral».
Algo de eso hay en todos estos poemarios antes citados, y también en el proyecto narrativo de Germán Marín, quizá el intento más ambicioso por capturar ya no sólo una época sino casi un siglo de historia, la historia de Chile, como ocurre en su trilogía de casi 1500 páginas, Historia de una absolución familiar, un proyecto descomunal que aún, tengo la impresión, no hemos sido capaces de leer realmente. Fuera de Chile, de hecho, Marín sigue siendo un secreto demasiado bien guardado que ya es hora de hacerlo circular por todos los rincones. Escribió esta trilogía pero también otras novelas más breves y realmente impresionantes, como El palacio de la risa, en la que reconstruye la historia de Villa Grimaldi, uno de los campos de detención más feroces de la dictadura pero que él conoció mucho años antes, cuando era muy joven y el lugar era otro. En esa novela, de hecho, Marín escribe una de sus frases más famosas y que refleja a la perfección lo que fue su proyecto literario —que escribió intensamente en el exilio, en Barcelona, y que no dejó de trabajar en él hasta su muerte, en diciembre de 2019—: «Yo no venía del extranjero, sino del pasado, que al parecer nadie quería».
Hay en la obra de Marín el mismo ADN que se encuentra en esos poemarios extrañísimos pero deslumbrantes que se publicaron en dictadura y que siguen siendo un puñado de obras ejemplares e irrepetibles. Algo de ellas también hay en dos libros chilenos recientes que los lectores españoles pueden encontrar en sus librerías: Piñén (Las afueras) de Daniela Catrileo y Panaderos (Barbarie editora) de Nicolás Meneses. Dos libros que transcurren ya en la postdictadura pero que no dejan de reflejar, también, en su sintaxis y en sus formas cómo esa época horrorosa no ha terminado de interpelarnos, cómo sigue siendo una fisura que nos obliga a decir presente cuando queremos decir pasado.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Epígrafe para un libro condenado: la literatura chilena
Por Diego Zúñiga
Publicado en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, 1 DE NOVIEMBRE 2022