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Sabato: en esos instantes

Esteban Ascencio

 

 

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En estos instantes...
Matilde se acerca.
Un dolor la lleva a refugiarse. Pero no es un dolor como
cualquier otro, este es un dolor elevado a una potencia desconocida,
diríase que este es un dolor más allá del dolor.
Sin importarle lo difusa y distante de la mirada de Ernesto,
la busca pensando en la tarde de ese invierno a la
orilla del río, cuando le pidió que mirara aquel remolino
parecido al vestido de la mujer que bailaba girando con los
brazos tendidos a los lados y la cabeza ligeramente inclinada
y perdida la mirada. Apenas mueve los pies, pero no
deja de sonreír a todo aquel que la mira.
Piensa en Dios. Y a Dios le pide que no los abandone,
ella lo lleva en el corazón. Dios —murmura— no nos desampares.
Señor, tú que estás en el canto de los pájaros
—dice—, aligera este sufrimiento.
Pero no es cierto, ella sabe que no es cierto, y nadie,
nadie en estos momentos lo sabe mejor que ella.
¿De dónde viene ese dolor? ¿Qué misterioso dolor es
el que le aqueja? ¿Por qué necesita mirarse en los ojos de Ernesto?
Y si es un presentimiento, un presentimiento
nada más, pero, ¿qué tipo de presentimiento es el que le
causa tanto dolor?
No lo comprende, es demasiado para ella. Y en este
momento lo es más que nunca, desconoce lo que le pasa.
Ahora la vista se le nubla, desea llorar pero no puede.
Y si Dios está en su corazón ¿por qué le duele tanto?
Pero eso no es todo, poco antes de llegar con ellos
tiene una visión y la gente la mira como agónica, pero Matilde
no deja de sonreírles, sonríe a pesar de haber visto a
la muerte. Allí estaba, era un campo oscuro donde lloraba
esa mujer —y aún no aceptándolo, sabía que esa mujer
era ella—. Sin embargo, eso no la inquieta tanto, quien
verdaderamente la inquietaba es el hombre con los brazos
abiertos caminando hacia la mujer, mas, la distancia
era imposible.
Sofocada llega antes de que el muchacho hable, pide
disculpas por interrumpirlos —pero no hace falta—, los
jóvenes entienden y se alejan. El muchacho, mientras se
despide, solicita a Ernesto que lo reciba en Santos Lugares.
Sabato lo mira amablemente y acepta.
Así sucedieron los hechos antes de que Matilde refugiada
en Ernesto, llorara, jamás había sentido tanta angustia
como esa noche. A Ernesto le dijo: —hace unos instantes
tuve un fuerte deseo de morir, creo que mi muerte
puede evitar otra—. De algún modo aquel dolor la mataba.
Salieron...
Y entre los árboles —en aparente calma— volvió a
ver a aquel hombre parado ante a un acantilado mirando
el agitado mar como si fuera la última vez. Matilde, por
instinto, se precipita hacia él..., pero no puede evitarlo…
Ernesto, que en ese momento la abraza, pregunta: —¿qué
sucede, Matilde?
—Qué extraño es todo esto —dice Matilde—. Qué terrible
es no saber lo que me pasa, ¿quién es esa persona?
¿Qué querrá decirme? ¿Qué significado tiene su presencia?
¿Y la música? ¿De dónde viene esa música? Dios mío,
ayúdame, dame fuerza. No me dejes caer en esta tentación.
Estoy vacía, casi sin vida, casi olvidada.
Por favor, Dios mío, aleja este pensamiento de mi
cabeza. Señor ¿qué es todo esto? ¿De dónde viene? ¿Y este
temor? ¿Y esta angustia? ¿Qué he hecho señor? ¿Cuál es
la causa? Si tan sólo supiera quién es esa persona. ¿Acaso
me estoy volviendo loca? Dios, ayúdame, ¿locura? ¿Cómo
es la locura? ¿Como un murmullo? ¿Como la música?
¿Cómo es la locura? Y esa música. Era Schumann, lo sé, el
triste Schumann, Dios, cuánto miedo, de dónde viene todo
este miedo. No es normal. Purifícame, Señor, dame fuerza,
te lo suplico, dame fuerza, Dios mío.

 

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Pero no fue sino hasta esa tarde en Buenos Aires...
Cuando Matilde le contó a Ernesto detalle a detalle
lo sufrido en Madrid: —creí que esa noche moriría —dijo
Matilde—, todo tan real y distante al mismo tiempo. El
viento, la música, los relámpagos. Jamás vi el rostro de ese
hombre. No pude verlo.
A veces pienso que me habita, la otra madrugada desperté
llorando. Las mismas imágenes, idénticos los sonidos,
los mismos seres. Nada cambia. Llevo días pensando
en eso. Soñando lo mismo. Esa noche en Madrid, ¿habrá
sido un presentimiento? No lo sé, pero sigo preguntándome
quién es ese hombre, qué desea. Estoy convencida
de que quiere decirme algo. Si no es así, ¿por qué se presentó
ante mí?
—No lo sé, Matilde. Pero, lo que has dicho me parece
una premonición, más cercana a la muerte que a la vida.
Recuerdas los versos de Vallejo, los que te leí hace tiempo,
aquellos que dicen:
Hay golpes en la vida tan fuertes,
golpes como del odio de Dios.
¿Los recuerdas?
—Sí, los recuerdo. Pero no estoy segura que sea una
premonición, y si lo es, mi deseo no es pensar la muerte.
No quiero pensarla. —Esto respondió Matilde, aunque
sentía lo contrario.
—Tampoco yo quise decir eso —comentó Ernesto—.
No quise decir que tus palabras tuvieran muerte. Lo que
dije fue que a mí me hicieron pensar en su cercanía. Y si
ese hombre te busca a ti, precisamente a ti, no creo que
desee hacerte daño, te busca para que le ayudes, quizá
para que le ayudes a no irse. Creo que así sucede con los
que se van, se van desconociendo su tiempo, y buscan
la manera de permanecer, de acercarse a alguien.
—Si fuera cierto lo que dices, Ernesto...
—A nadie le gusta la muerte, Matilde —la interrumpió
Sabato.
—Y si no nos gusta, ¿por qué la pensamos? —Preguntó
ella—, ¿por qué entonces la pensamos?
—Es involuntario, Matilde. Se piensa y nada más.
—Entonces, ¿crees que haya sido un aviso de la muerte?
—Quizá. Pero, el tuyo, además de sueño, fue una visión.
Viste cosas que no toda la gente ve. El sueño dibujó
un fragmento de la realidad y, aunque parezca absurdo
,los sueños son reales, son sentimientos profundos.
—Y si tuvieran razón, si la muerte está próxima. Nunca
antes había sentido tanto escalofrío como esa noche.
—No pienses mucho en eso, Matilde. Es cierto, los
sueños nos dan lecciones, terribles lecciones a veces.
Llovía cuando abandonaron el parque Lezama.
Llovía como hacía mucho tiempo no veían. Ninguno
de los dos en ese momento lo pensó. Cómo podían pensarlo,
a quién se le hubiera ocurrido...
Cuando Matilde dijo que tuvo necesidad de caminar,
no mencionó que el instinto materno la invadió, lo tenía
presente, y lo sabía, pero no lo comentó. Ese era el miedo
del que hablaba. Quería ahogarlo en ella, que no saliera de
ella. Porque si aquel presentimiento fuera la muerte, no
estaba dispuesta a dejar que se acercara. Esto lo había
pensado desde aquella noche en Madrid, pero en ningún
momento aceptó ese pensamiento. Ella haría cualquier
cosa para alejarla, sólo que la muerte no se evade. Además,
¿quién puede intervenir en el destino de un hombre
cuando las circunstancias se presentan de modo tal que
el hecho es absolutamente inevitable? Y sin embargo...,
¿quién determina que así sucedan las cosas, quién determina
el destino? ¿Quién?
Quizá por eso Matilde lo desconoció esa noche...

 

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Desde hace días sufre esos dolores.
Estoicamente camina como si no los padeciera.
Parece muerta mirando las manecillas del reloj.
Son los recuerdos —pienso—, los recuerdos viniéndosele
encima como una avalancha de felicidad, arremolinándose
en ella para que no deje de contar sus historias,
las historias donde es la protagonista, la heroína, la que
padece. Pero no siempre los recuerdos vienen como una
avalancha de felicidad. Uno se da cuenta al mirar las lágrimas
deslizarse sobre las mejillas, o a veces cuando en los
ojos se mira la quietud que provoca el espanto.
Una madrugada —hace poco—, fue la madrugada de
ese sábado, Matilde le preguntó a Ernesto: —¿por qué será
que cada noche siento más frío?— Él no supo responder,
la abrazó tierna y cariñosamente como si fuera una niña
indefensa, y luego le besó la frente y cubrió sus manos
con las suyas soplando entre ellas para que no se le enfriaran,
mientras pensaba: —¡cuánto más grande es la mujer
que el hombre!—. Poco después abandonó la recámara,
salió despacio para no despertarla, pero Matilde no dormía,
se había acostumbrado únicamente a cerrar los párpados
y a escucharlo. Le gustaba escucharlo, y aunque ya no tenía
sentido el tiempo para ella, se entusiasmaba oyéndolo
hablar del pasado, sobre todo cuando hablaba de los jóvenes
que fueron un día. Ella intentaba pensarlos, trataba
de saber qué había sido de ellos, de ellos, los protagonistas
de sus historias.
A veces creía que era el viento, únicamente el murmullo
del viento, entrando por la ventana, haciendo ecos, y
de esos ecos nacían los relatos. Entonces se quedaba casi
inmóvil, con apenas un ligero movimiento en los párpados,
no quería perder ningún detalle, no quería alejarse.
Siempre dijo que ella era una mujer hecha de viento.
Así imaginaba las historias, compuestas de los sonidos
del viento, aligerando la pesadumbre y la desdicha. Llevaba
meses quejándose, no se daba cuenta, como si los quejidos
no fueran suyos, como si no los escuchara. Todo lo
asociaba con el viento, así, lo que escuchaba no eran
precisamente quejidos, sino murmullos, y estiraba el cuello
para que el viento rozara sus mejillas.
En esos momentos aparecía ese pensamiento que le
hacía abrir los párpados como enormes ventanales por
donde se ve el universo, desconocido y centellante. Sus
ojos se iluminaban como los de la niña sorprendida mirando
las estrellas, y pidiéndole a Dios que no la dejara
sola. Y al escuchar esas vocecitas detrás del árbol, se veía
corriendo, y todo terminaba al cerrar los párpados. No se
sabía si dormía. A veces le escurrían lágrimas del rabillo
de los ojos, a veces Ernesto, mirándola y sin darse cuenta,
le pedía a Dios por ella. Le pedía tener fuerza para llevarse
las dolencias de su cuerpo.
Nunca sucedió así.
Una noche la escuchó balbucear y se preguntó: —¿dónde
ha quedado tu voz?— Mirándola desde el otro extremo
de la cama, la distancia le pareció insalvable, y le dolió
que no supiera que estaba allí, quería decirle, gritarle,
quería que lo escuchara: —Matildita, aquí estoy —pensaba—
he estado aquí toda la tarde y no pienso irme hasta
que no abras los ojos, y nos miremos como antes—. Pero
Matilde no los abrió, tampoco dijo nada, nada podía. Las
palabras estaban revueltas, amontonadas en su garganta,
como un hervidero de hormigas, como un remolino en el
fondo del río, así se le amontonaban las palabras. Como
el dolor que poco a poco mata, como el sufrimiento abultado
en el corazón que lo hincha sin que uno se dé cuenta.
Es el juego de Matilde.
Pero no es un juego cualquiera, ni siquiera ella sabe
que lo juega. Simplemente trata de recordar, de eso se trata
el juego, de recordar, y ella escuchó alguna vez decir
que cuando uno cierra los párpados, los recuerdos deseados
vuelven.

 

 * * *

Esteban Ascencio (Ciudad de México, diciembre de 1965). Estudió Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre sus libros se cuentan: Me lo dijo Elena Poniatowska  (1997), Memorias de un poeta. Diálogo con Gonzalo Rojas (2002), Poesía y tango. Encuentros con el poeta Horacio Salas (2003) y Los cántaros de la noche (2005). Actualmente dirige Laberinto Ediciones.

 

 

 

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