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Eduardo Anguita, "Venus en el Pudridero"
Editorial del Pacífico, Santiago de Chile, 15 de diciembre de 1967.

Por Ignacio Valente
Publicado en El Mercurio, 24 de Diciembre de 1967


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Sorprenderá a muchos este inesperado retorno de un poeta que dio lo mejor de si hace cerca de veinte años (ese extraño y notable libro titulado con el nombre del autor "Anguita") y que no se había prodigado mucho en los últimos tiempos (en 1962 apareció un antiguo poema suyo, "El poliedro y el mar", con tirada insignificante) y que, a fin de cuentas, muchos consideraban ya recluido en el silencio. No lo estaba del todo el discípulo y amigo de Huidobro, promotor de vanguardias poéticas en la década del 40, que nos entrega hoy este poema comenzado en México el 36 y terminado en Santiago hace unos años. "Venus en el pudridero" (la caducidad del amor, la terrible fugacidad de lo bello y la eternidad de la belleza, la imposibilidad de poseerla y también de destruirla nos sitúa desde el comienzo en una esfera poética precisa:

¿Escucháis madurar los duraznos a la hora del estío,
a la venida del sol, mientras un príncipe danza
en vísperas de su coronación?
Yo pienso en el gusano.
¿Oís podrirse los duraznos en el granero,
al atardecer, mientras las fechas del reino
caen de los tronos
y el viento las amontona, las dispersa y olvida?
Yo pienso en el gusano.

Magnifica entrada, que introduce otros pasajes no menos hermosos, de alta potencia lírica,  alternados con algunos más discursivos, o narrativos, filosóficos, como corresponde a la estructura orquestal de un poema largo. Pero, si son muchos los registros que pulsa Anguita, todos ellos pertenecen a una esfera precisa de argumento y lenguaje, que viene dada por la nobleza platónica del tema, y por el consiguiente esfuerzo de ascensión de su lenguaje. Quiero decir que esta poesía, sin ser necesariamente retórica ni arcaizante, se presenta con aplomo memorable como lo que es: poesía sin estilo coloquial, sin Vietnam, sin LSD, sin Pentágono ni crónica contemporánea ni testimonio de época. ¿Por qué? Esta opción de la eternidad sobre el momento forma parte de la tensión interna del  poema, que termina así:

El sol, las cuatro veinte entre los túmulos.
Capiteles que un soplo desharía.
Palomas de verdad con marco oscuro.
¡Guarda esta gota de agua entre las aguas!

Escucha:
Hubo una vez, hace mucho tiempo, en este instante,
en este mismo instante
una mujer y un hombre
un amor,
un instante:

Lee:
Aquí yace un instante,
nada más que un instante,
nada más que un instante.

Aspérgenos, Espíritu!
¡Desperdicio, detente! ¡Detente, bello instante!

La eternidad licúa sus zafiros.
Color del vino, resplandece el mar.

A quien puede escribir así no se le va a pedir que dé testimonio coloquial del tiempo; a quien puede abordar líricamente los problemas centrales del Fedro platónico o de las Confesiones agustinianas, y hacerlo desde una experiencia actualísima y con el lenguaje poético contemporáneo, no vamos a pedirle un juicio de política internacional en 1967, ni un poco de periodismo lírico. Y menos aún cuando Eduardo Anguita ha vivido y expresado tan desgarradoramente el conflicto entre la realidad fluyente de la hora y el ansia de eternidad. "El sol, las cuatro veinte entre los túmulos". "La eternidad licúa sus zafiros". Hay versos, en esta obra, que quedarán más allá del contexto, forzosamente heterogéneo y desigual, de un poema largo.

Su experiencia de fondo en la eternidad de nuestros actos, "más existentes que sus autores"; la perpetuidad de la palabra tras la desaparición de la boca fugaz que la pronuncia; "esa fuerza desprendida del látigo, que sigue ondulando, cuando la mano que lo maneja ya está hecha polvo". Esta vivencia asume una tonalidad angustiosa en caso del amor, en la imposibilidad de poseer cabalmente e1 cuerpo amado, que el autor ejemplifica con la impotente multiplicidad de las figuras eróticas del Kama Sutra. Y la presencia recurrente del gusano habla de la fugacidad de los vasos portadores de la belleza, pero también de la invulnerable pervivencia de ésta más allá de su encarnación fugaz:

Amor, belleza, vida, la palabra,
nunca deshechos, nunca capturados.
Un mismo sol lamenta lo probable,
otro sol imagina lo pasado.
¡Muerte imposible, vida inalcanzable:
gusano y hombre fuimos engañados!

Los planteamientos de fondo de este poema nos recuerdan la filosofía griega —Heráclito y Platón— y la experiencia cristiana —Agustín y Jorge Manrique—, y también el desolado sentir del existencialismo contemporáneo; sus recursos de lenguaje nos evocan, si bien desde lejos, como a través de una asimilación insensible, fuentes diversas: Quevedo, Góngora; Rilke, Eluard; Eliot, Perse. Pero siempre de un modo velado y personal. Tampoco desdeña Anguita el uso moderado del collage; una sentencia de Séneca o un verso de Goethe o una frase bíblica nos esperan aquí y allá, mesuradamente, sin extremar la nota libresca.

El problema poético de esta obra ha sido el de encarnar una vivencia dramática, saturada de ideas filosóficas y formulaciones un tanto abstractas, en un lenguaje lírico realmente transfigurado, en imagen y verso. Este triunfo sólo se ha conseguido plenamente en algunos lugares del poema. En otros aflora inevitable el prosaísmo abstracto: "Si los pasados "hoy" son válidos, este "hoy" también lo será siempre. Si el nuestro vale, los demás son inexistentes." Y otras veces se da la transfiguración a medias, el simbolismo, o mejor, la alegoría: "Veo caer al pájaro fulminado por su canción: / corteza vana, luna transitoria,/  cáscara de su propia luz,/ envoltura que tú, gusano, puedes roer sin que yo te lo impida".

En este sentido el poema es claramente desigual. Pero, ¿no ocurren caídas semejantes en célebres poemas largos, como los Cuartetos de Eliot? ¿No es, incluso, el caso de algunas elegías de Rilke? Es inevitable que un poema extenso tenga intermedios casi de prosa, pasajes que en si mismos son demasiado explicativos, episodios donde se evidencia la arquitectura del montaje... En esas partes, pobres de intuición, sólo ha cabido extremar el oficio, barnizar con resplandores adjetivos la inevitable resistencia del material de relleno, arrancar un destello de sutileza a la narración, o de perfección formal al juego de los conceptos puros. Con todo, hay pasajes que se cuentan entre los mejores de la poesía chilena de los últimos años; y los que no están a esta altura, son el necesario acompañamiento que los primeros deben llevar en un poema de esta longitud y consistencia.

Me alegro de que un poeta como Eduardo Anguita se haya atrevido a una empresa como ésta. La Editorial del Pacífico comienza así su nueva colección de poesía con una obra altamente inusual dentro de lo que escriben hoy nuestros poetas. Extraño libro, "Venus en el Pudridero" representa un rescate de experiencias y formas que parecían perdidas en nuestro medio: el drama eterno de la persona y del amor personal, el sentido metafísico y religioso del tiempo y de la eternidad, la potencia imaginativa del lenguaje que hurga en estos abismos:

Niño, niño mío, nómbrame sin pestañear,
en un segundo,
las dinastías reinantes —siglos, siglos—,
los monarcas desgajados.
Abuelo, abuelo, nómbrame siglos sin pestañear, en un instante,
antes que el ruiseñor concluya la nota de su silbo.

Si este poema, más que abrir nuevos rumbos al lenguaje poético del porvenir, representa un punto de llegada y una consumación tardía —con un inevitable tributo al oficio académico—, lo hace con una calidad y fuerza que en vano buscaríamos, con una o dos discutibles excepciones, en la poesía que se ha publicado este año en el país.



 

 

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Eduardo Anguita, "Venus en el Pudridero"
Editorial del Pacífico, Santiago de Chile, 15 de diciembre de 1967.
Por Ignacio Valente
Publicado en El Mercurio, 24 de Diciembre de 1967