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Anguita. 100 años
Ismael Gavilán
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Habitando la región más transparente, la poesía de Eduardo Anguita destella en un cielo arrasado. Tal vez porque la promesa de su augurio –vaticinio ígneo de consumación y belleza- no es suya, ni personal, más bien patrimonio de esa banda salvaje que fue la Generación del 38 y que no se cumplió en la perentoria y para nosotros, trágica interpelación de lo histórico. Ante el fracaso del dictum rimbaudiano –cambiar la vida- queda al final, como testimonio, el poema: un puñado de palabras que fulguran como ascuas entre los devaneos de opacidad en que ha devenido en nosotros el lenguaje. Palabras en todo caso que retornan fantasmales con sus requerimientos y exigencias y que, como lectores, nos dejan anonadados e impávidos. Sí, porque la poesía de Anguita es difícil. Difícil al poner el dedo en la llaga con toda la prestancia de su habilidad conjetural: ese afán de hacer en el lenguaje y por el lenguaje un decir que tuviera la garantía metafísica necesaria para dar el salto hacia el vacío. Ese afán que en toda nuestra poesía, tal vez sólo Humberto Díaz Casanueva o Rosamel del Valle y probablemente aquel puñado de “oscuros” que murieron jóvenes –Jorge Cáceres, Gustavo Ossorio, Carlos de Rokha, Boris Calderón- lograron entrever y articular en la poderosa imaginería verbal que esa sensibilidad surrealista de los años 30 y 40, permitió inaugurar y que aún hoy no sabemos leer. Ese ha sido tal vez, el mayor y más irónico de los equívocos: la clausura clasificatoria que a todos ellos rotuló como hijos, hijastros, imitadores, epígonos o plagiarios de Huidobro, el Neruda residenciario, las vanguardias tales o cuales o deudores irresponsables de discursos teológicos, filosóficos o imaginarios de índole diversa. Después del vendaval parriano, siempre fue fácil –y cómodo para ciertas comisarías críticas- dejar todo al olvido.
¿Y Anguita? Lo suyo, al parecer, ha sido la utopía del lector futuro. Una utopía riesgosa que implica una radicalidad no tanto de ese mismo lector, sino de la manera en que esta poesía se plasma como desafío y no cede en su exigencia. Poeta para poetas se ha dicho. No lo creo, eso sólo es una solución acomodaticia. No, poemas más bien que ponen en tensión nuestros hábitos lectores y que apelan a una concentración imaginativa y conceptual como pocas en su delirio especulativo. Poeta más bien para lectores de inteligencia. Y eso sí que es dificultoso: no hay la búsqueda de la sensualidad eufónica, ni tampoco la ironía demoledora del cotidiano, tampoco la arenga en pos de una difusa esperanza de algo, menos la queja por el estado del mundo. ¿Entonces qué? Pues la necesidad de plantearse la pregunta si acaso todo aquello es consecuencia y no causa de nuestra actitud como seres mortales conscientes de su finitud. Eso es difícil, muy difícil. Y sobre todo si tratamos de pensarlo en una amalgama de imaginación y lenguaje que nos apela con un fraseo verbal de largo aliento –el versículo de Anguita es vertiginoso- que pide a su lector entrega total. Como la Religión. Como el Arte. Como la Poesía. Sí, así con mayúscula. No puede ser de otra manera. En Anguita sería impensable de otra forma. Una severidad aprendida en los rigores de Huidobro, pero también en la práctica de la poesía como ejercicio espiritual, donde el silencio no es el intersticio de una trama, sino la respiración de un aire remoto, anterior a toda racionalización de la índole que sea.
Con el correr de los años, en la poesía de Anguita, se me hace cada vez más evidente que aquel énfasis es comprendido, al final, como una asunción radical de la lingüisticidad inherente no sólo al acto poético, sino también a la reflexión que le acompaña. En otras palabras, una de las validaciones que esta poesía modula de sí misma es probable que pueda ser entendida como autorreflexión del lenguaje desde su articulación como creación. De ahí el ejercicio extremo y superior de un poema como Definición y pérdida de la persona, poema que sin temor a convertirse en un solipsismo autodisolvente, plantea la posibilidad de llevar a su conclusión lógica la tesis de crear un ente desde la particularidad del lenguaje, desembocando en la disolución del mismo al vislumbrar la imposibilidad de la acción, es decir, del despliegue en la temporalidad de sus componentes conceptuales. Aquel es un poema decidor, no sólo en el contexto de la poesía escrita por Anguita, sino en el contexto de entender o aceptar la posibilidad posthuidobriana de acceder a la creación como salida al impasse que implica la asunción de la poesía como proceso de transformación radical. Fracaso o victoria no estoy seguro de aseverar algo así. Sólo es verificable que desde la década de los 40 en adelante, la poesía de Anguita lleva a cabo una serie de ejercicios de alta concentración en torno a lo que podrían llamarse “los grandes temas”: el tiempo, el amor, la belleza, la caducidad, el misterio del trasmundo. Como han señalado los pocos lectores atentos de Anguita (Lastra, Ibáñez) el destino “confesional” de una poesía que cada vez se dirigió más y más hacia la constitución de poemas “católicos en su sentimiento primordial”, no deja al lector con la sensación de una autocomplacencia de seguridad resguardada en la confianza ante el lenguaje, sino como su última posibilidad de sentido. Tal vez en ese aspecto puedan ser interpretadas las opiniones que manifiesta José Miguel Ibáñez al considerar la poesía de Anguita como “un punto de llegada y una consumación tardía”, mas no tanto –agregaría yo- de un sistema poético vinculado a la vanguardia como síntoma epocal que ya no pertenece a nuestra contemporaneidad y que, por ende, es asimilable históricamente, sino más bien por lo que me atrevería a llamar como lúcida vigilancia de la expresividad en el límite de todo lenguaje. En aquel sentido, el poema Definición y pérdida de la persona constituiría un caso ejemplar de esta “vigilancia” al no temer su propia autodisolución, fijando con ello su propio “límite”.
Hoy, 14 de noviembre se cumplen cien años del nacimiento de Anguita: desde aquel acontecimiento hasta ahora ha pasado un tiempo que nos aleja de su mundo, de su época, un tiempo en que la esencia y el efecto de lo que consideramos como poesía se ha transformado de manera radical. En nuestra conciencia de lectores se cumple esa transformación y se hace patente la distancia. Así, es irremediable pensar que han desaparecido, tal vez para siempre, muchas cosas que por entonces encontraban eco en la voz de los poetas y que los poetas de hoy entreabren nuevos espacios de resonancia que amplían, modifican o subrayan cosas diferentes. ¿Qué aparece entonces como válido y en qué se establece la vigencia de lo que aún puede ser apreciado de semejante manera? Es evidente que cualquier celebración de centenario no significa necesariamente la validación inmediata e inmutable de un poeta y su obra en un canon eventual o su inclusión apresurada en una problemática idea de tradición. Una distancia así puede significar una lejanía máxima.
Por eso no se trata simplemente de una cuestión de supervivencia poética en cuanto conservación de saberes pasados que se remontan al pasado y se refieren sólo a él. Todo encuentro con la poesía de un autor tiene algo de misterio evanescente, una solicitud de intensidad, una problematización de nuestras costumbres imaginativas y de sensibles. Cada encuentro con los poemas que conforman la obra de un autor no nos remiten a ese mundo (su mundo) que, hoy, a nosotros como lectores, nos ha sido arrebatado. Es como si cada encuentro, cada lectura, significaran hallarse frente a un presente absoluto y total, como si cada poema fuera una manifestación de un instante original, auténtico y único. ¿Es eso lo que dura?, ¿eso es la obra?
A final, tal vez, cada uno de nosotros poseemos nuestra propia Anguitología hecha de fragmentos, versos, quizás poemas enteros. Es difícil decirlo. Pero sin duda, nadie que se haya acercado a las palabras invocadas por Anguita negará que la suya es una escritura al mismo tiempo apasionada y lúcida, intensa y problemática, imposible para cualquier lector desaprensivo y sin concesiones que la posibiliten en su eventual accesibilidad, al regodeo de ese “periodismo-académico” que articula conceptos aclaratorios de todo y para todo, tan amnésicamente a la moda.
Valgan para el poeta de Venus en el pudridero, como bien señala Pedro Lastra, las palabras que Pessoa dice en Orpheu y que me parecen emblemáticas:
Llamo insinceras a las cosas hechas para asombrar, y a las cosas, también -fíjese en esto, que es importante-, que no contienen una fundamental idea metafísica; esto es, por donde no pasa, aunque sea como un viento, una noción de la gravedad y del misterio de la vida.
Las mejores páginas poéticas de Eduardo Anguita siguen siendo agitadas por ese aire de gravedad y misterio.