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Eduardo Anguita en sus 80 años

Por Marcelo Pellegrini
Publicado en INTI, Revista de literatura hispánica, N°43/44, 1996



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En este 1994, Nueva York fue testigo de la celebración de los ochenta años de Octavio Paz y Santiago de Chile de los ochenta años de Nicanor Parra. Dos conmemoraciones merecidas, sin duda, para dos nombres que, en vida, siguen configurando ángulos claves dentro de la modernidad poética hispanoamericana. Paz, en una conferencia de prensa, recorrió, con su lúcida palabra, los que, para él, son algunos de los momentos centrales de la poesía hecha en nuestro idioma: ciertas lecturas y ciertos libros; algunas amistades y algunos olvidos, todo ello transmutado, posteriormente, en reflexiones sobre capítulos importantes de nuestra modernidad política, en un gesto que revela, una vez más, que, en este poeta, el "balbuceo" y la meditación sobre la contingencia van estrechamente unidos. Parra, por su parte, nos habló a través de su "Discurso de la Alameda", en otro intento por ir en rescate de lo que Julio Ortega llamara "el habla empírica": regresar al habla y partir de ella.

Pero junto a estos dos coetáneos ilustres debemos mencionar a otro, ya muerto, aunque más vivo que nunca en su ardiente exilio, ese mismo que impidió que alguien, en alguna ceremonia pública, celebrara sus ochenta años. Me refiero al poeta chileno Eduardo Anguita. Nuestra mala memoria, nuestra pereza y nuestra incuria han conjurado en contra suya y nos han hecho merecedores del silencio culpable. Salvo algunas excepciones, ninguno de nosotros ha emprendido una lectura crítica de su obra.

Una de esas excepciones es la reedición de la Poesía entera de Anguita (Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1994) con un excelente prólogo de Pedro Lastra y un "Post Scriptum" de Cristián Warnken, escritos que intentan situar al poeta en distintos contextos claves: dentro de la poesía chilena el primero y dentro de la generación del 38 el segundo. La edición es una buena oportunidad para reencontrarnos (o sería mejor decir: encontrarnos, ya que aún lo desconocemos) con el poeta, mago y hechicero consciente de su oficio y de su ceremonia, cuyo centro o "atracción multiplicada", según las certeras palabras de Pedro Lastra, es el fuego ("El canto nace de cierta temperatura / Que asciende como la savia de los árboles"). Anguita va en demanda de una soledad (¿la soledad en la que murió?) que dialogue con una Presencia devoradora ("¿Sentís su quemazón viva como la piel de fuego que envuelve nuestra edad?"). El lo logró en ciertas páginas preñadas de adivinaciones ("Transparentes como las páginas de las profecías") y de misterios ("Mensajes antiguos que debemos leer muy lentamente; /Palabras, tal vez: no para ser pronunciadas,/ Sino palpadas con la tibieza del sol".) En Anguita, la pasión por el lenguaje es una meditada pasión por el mundo y sus "astros sedientos" cuando el poeta está "iluminado por el sosiego y el olvido".

A pesar de ser un creyente católico (pasión que dejó inscrita en mucha de su poesía), su mundo está poblado por una fascinación ante el vacío (el abismo) y la nada. Bien le vendrían, pues, estas palabras extraídas del libro de los "Números": "Caído, pero abiertos los ojos". Porque Anguita mantuvo siempre fidelidad a su visión y a sus ojos abiertos "como pulso de chispas". Hablaba con sus fantasmas, escribía, leía y deseaba "con el pulmón expuesto al sueño", al delirio y a la conversación con los muertos en un cementerio olvidado: "(...) ese jardín que sólo se visita / Cuando alguien viene a vivir de verdad". ¿No nos recuerda esta actitud a Blake, ese extraño "adorador de Cristo", marginado de todas las épocas?

Ciertas páginas de Anguita, como dice Lastra, están "agitadas" por un "aire de gravedad y misterio", en concordancia, como el mismo estudioso indica, con Fernando Pessoa, otro de los extraños habitantes de este siglo. A veces, esa agitación se transmuta en la lucha de los contrarios, lo que también sugiere la presencia invisible de Blake y, más ampliamente, del Romanticismo ("Es el vacío que quiere imitar al ser. Es la nada que fosforece y, hasta cierto / punto, ES"); ("Tengo miedo, oh Rostro, oh aguas vivas, llamas vivas"). En el centro de esa lucha algunos versos se convierten en danza sobre el abismo. Tenemos, así, un intento por describir la eternidad, lo que da como resultado tan sólo el fulgor de un instante. No se trata de un fracaso; Anguita sabía que eternidad e instante son, en el fondo, indescriptibles. Ante semejante empresa, ¿no cabe preguntamos, con Gaston Bachelard, si estamos en presencia de una "cólera cósmica", esa que exige más y más del hombre? Y si así fuera ¿no sería la confirmación de una severa crítica de la poesía y del mundo, de su vértigo y de su caída misma?

No sorprende la perturbadora actualidad de Anguita, aunque ella se manifieste por debajo de lo que hoy en día llaman poesía sin ser más que estrellato publicitario. Su vigencia pertenece al rango de las permanencias profundas: la tierra de elección de ciertos poetas que lo reconocen como lo que fue: un maestro. Ahora, desde el otro mundo, más alejado pero al mismo tiempo más cerca de nosotros, seguramente no le interesa un primer plano. Seguirá, como siempre, hilando su capullo. Preciosa lección de un poeta que, al morir, luego de arder sobre una estufa, tejió su muerte, como en un presagio, con lo que había alimentado a su obra: el sabor del fuego ("El hombre cuando quiere inventa sus azares" (...) "Tejedor ciego en el vacío más grande que su hilo").





 



 

 

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