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Eduardo Anguita | Autores |










ANGUITA

Guillermo Tejeda

Publicado en LA ÉPOCA, 16 de agosto de 1992

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Eduardo Anguita falleció el miércoles pasado. Había nacido en Linares en 1914. Trasladaba su figura sutil y pálida alternando silencios lúgubres y conversaciones de susurros con estentóreas carcajadas. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1988. Su vida tan silenciosa como fulgurante producía resplandores a los que muy pocos tuvieron acceso directo. El texto que entregamos procede de uno de esos escasos testigos.


Mi casa, el departamento de la calle Valentín Letelier en donde pasé la niñez, solía ser visitada a menudo por diferentes personajes que llegaban acompañando a mi padre. Eran de difícil clasificación. Siempre ocurrentes, conversadores, dispensadores de algún tipo de seducción. Bordeando la tertulia, la fiesta y la fabricación artística, estos talentos impredecibles podían permanecer para siempre en lo difuso o llegar a gozar de fama pública. Alguien decía que lo que tenían en común consistía en ser malos para los puñetes, buenos para dibujar y definitivamente precarios en su situación económica. Teófilo Cid, desarrapado y digno como un Duque, Tito Mundt con su vozarrón cordial, el Chico Molina (a quien Lafourcade logró transformar en personaje inolvidable), Braulio Arenas, con aspecto de fraile sin sotana, Santiago del Campo con su vena marcada en la frente, Carlos Sanhueza y la Lucía Vargas, magos de la fiesta hecha en torno a la nada misma. Pepe Edwards, doña Ana Fabres (llamada la Fabresa por su elegancia) y tantos otros.

De entre ellos, Anguita era un ser nocturno. Aparecía hacia las nueve o diez de la noche. Había estado quizás una hora en la agencia de publicidad de la Ana González y después de poblar su actividad laboral con un uso intensivo del teléfono iniciaba su ronda de la noche.

El poeta Anguita trasladaba su figura sutil y pálida alternando silencios lúgubres y conversaciones de susurros con estentóreas carcajadas. Pese a nuestro parentesco, el poeta siempre fue para nuestra familia simplemente Anguita. Y Anguita se llamó también su libro editado en 1951 y cuidadosamente diseñado por Mauricio Amster en edición numerada de doscientos ejemplares, bajo el sello de Ediciones David de Poesía. Ediciones que, a su vez, respondían al movimiento David de Poesía. Este movimiento había sido fundado por el propio Anguita y tenía, que se sepa, un solo miembro: él mismo.

Anguita tuvo amistad con Volodia Teitelboim —la vida los llevaría luego por caminos que no volvieron a tocarse— y juntos publicaron en 1935 la célebre Antología de la Poesía Chilena Nueva,(pdf) selección luminosa y adivinatoria construida ciertamente en torno a la figura de Huidobro.

Anguita fue más huidobriano que nerudiano. Respetaba la calidad poética de Neruda, pero no tenía en gran concepto su inteligencia. Y, probablemente, lo consideraba un rival para llegar a conseguir no el modesto Premio Nacional de Literatura, sino el Nobel.

Esa soberbia de Anguita, en parte real y en parte autoirónica, fue la soberbia de una generación amplia de la vida cultural chilena, de un modo de ser frugal que sabía hermanarse al latido de Hölderlin, de Eluard, de Haendel, de Bach o de quien cayera ante la mirada selectiva, sensible, de estos creadores nacidos en el último confín del mundo. Neruda, por su parte, ante el ánimo burlesco de Volodia y de Anguita les habría dicho una tarde, entre el discurrir de las botellas de vino:

—Anguita, no anguitées. Y tú Volodia, no teitelhuevées.

Frente al mar de Cartagena, Anguita conversaba con Huidobro. Friolento, se aplicaba en la tarea de encender la chimenea, gastando, según Huidobro, demasiados fósforos. La semana siguiente continuó la lírica conversación, pero esta vez Anguita, previsor, había traído sus propios fósforos, que fue encendiendo y lanzando displicentemente al fuego mientras se hablaba de creacionismo y surrealismo.

Anguita fue un poeta que concentró su genialidad en pocos años fecundos, publicando todas sus poesías entre 1951 y 1962. Siempre se consideró, al menos en el medio en el que me tocó pasar la infancia y la adolescencia, que Anguita estaba de alguna manera tocado por el dedo de Dios, que poseía, por así decirlo, línea directa con lo que está más allá de nuestra capacidad de decir.

Si cada uno de esos entrañables personajes aquí evocados tenía la capacidad de abrir una ventana personal para mirar lo que los demás de otro modo no hubieran llegado jamás a mirar, Anguita era el dueño de una ventana terrible.

Lo vi por última vez en la editorial Universitaria, hace unos tres años. Me regaló un ejemplar de su libro La belleza del pensar,(pdf) que recopila artículos que había publicado en la prensa. Están allí sus afinidades de siempre: Huidobro, Violeta Quevedo, el Chico Molina, Juan Emar, el dolor, Dios. Y la palabra morada del ser.


 


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Publicado en LA ÉPOCA, 16 de agosto de 1992