No una ni dos, sino muchas veces, hemos escrito sobre la sonrisa de la Gioconda.
En nuestros apuntes decíamos en primer término que la ambigúedad se situaba exteriormente en la disensión entre dos rasgos del rostro: la mirada y la boca. Mona Lisa sonríe con los labios y está seria con los ojos. La insidiosa ambivalencia femenina puede haber surgido como expresión deliberada o, más seguramente, por causa de posar en diversas sesiones ante Leonardo. Esto, como preliminar superfluo; pues se trata de algo más importante. Como quiera que haya ocurrido —si es que nos asentamos en este supuesto intencional de la modelo—, Belleza y objeto bello (la mujer, en este caso) no son lo mismo. Un objeto bello puede poseerse; la Belleza, nunca. Es una expresión y, sobre todo, un conjunto de relaciones. Decir relación es decir «número». El desafío a «poseer» —por ejemplo— la «proporción áurea» no halla respuesta adecuada. La belleza solamente puede ser contemplada. Quien escuche a Mozart sentirá una trágica impotencia. Su música encanta y prohibe; atrae y expulsa; invita y aparta; nos deja a distancia. Su misterio no es el fruto de veladura alguna. Todo está presente y sensible, claro, luminoso y explícito. «Exterior, pero tan misteriosamente exterior» (E. A.).
El ser humano es el único, entre toda la escala de seres vivientes, que puede desdoblarse en sujeto y objeto, en actor y espectador. La «conciencia refleja» (término de Teilhard de Chardin) es esta objetivación de sí mismo. Al objetivarse, el hombre se sale de su unidad cerrada, de su primera persona. Se sabe y se trasciende. Libre de sí mismo, puede, si quiere, coincidir con su existencia dada, o disentir, a través de la ascesis o de la risa. ¡La risa! ¡Qué problema! Lo cómico reconoce el mismo núcleo que el filosofar y que el renunciar. Si su forma más evidente es la explosión de risa, es porque intervienen en este desdoblarse otros elementos (temporales, especialmente), que nos hacen entrar en un súbito espasmo, un estertor. ¡Por un instante, en un verdadero cortocircuito ontológico, tocamos las dos orillas: somos el que es y el que se mira ser! Y soy yo mismo el que dice. Hablo de mí como si fuera él. Me hago una autoconciencia: dos personas.
Adviértase y júzguese, si se desea, que la Gioconda, con su sonrisa, se burló. ¿De qué? Del objetivar de Leonardo. Puede que haya creído que pintar un retrato encierra una sutil manera de aprehender el rostro, la persona pintada. Y, no filosofando, sino por aquella connatural actitud de la mujer ante el hombre, haya intuido que la mujer, ella, no era aprehensible. Habría acertado, pero en el más profundo sentido. La belleza (aunque no el objeto bello) no es susceptible de apropiación.
Si acercamos a la Belleza el concepto de eros, recogemos otros hallazgos. Este comporta una apetencia compulsiva; el libre albedrío es atraído, con el imperio de los instintos, y se corre el riesgo de la esclavización erótica. Vitalmente, el eros no admire libertad. Es coercitivo. Renunciar o resistirse a esta ley de placer es una ascesis. Visto así, el enigma de la Gioconda ejemplifica la siguiente forma de ambivalencia: Como Belleza, está lejos; como mujer está cerca. Como Belleza, se hace amar. Como mujer, se hace querer. Como Belleza, sonríe. Como mujer, también sonríe. Pero no es una misma sonrisa. Son dos sonrisas que se enmascaran como una sola unidad, y por eso desconciertan al espectador, que no sabe cómo desdoblar esa pareja antinómica, a fin de ver claramente la disyunción y optar: o por la contemplación de la Belleza o por sucumbir en el arrebato erótico. El hacer de esta contradicción un rostro sereno y armónico, sin anular la ambigúedad, es obra del genio de Leonardo.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Sobre la Gioconda. Por Eduardo Anguita