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Premio Nacional de Literatura 2008
BARQUERO, el desterrado
Por Ignacio Valente
Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 31 de Agosto de 2008
Miguel Arteche, Efraín Barquero, Enrique Lihn, Jorge Teillier y Armando Uribe (en orden alfabético) no constituyen generación en sentido propio, ni se parecen entre sí, pero son coetáneos, están aunados por un mismo clima literario, y sobre todo poseen una calidad superior. Sus primeros poemas fueron publicados en la década de 1950. Cronológica y formalmente ellos vienen después de Parra, Díaz Casanueva, Rojas, Anguita y Arenas, y antes de Hahn y Zurita. Arteche y Uribe han tenido su justísimo Premio Nacional, Lihn y Teillier murieron por desgracia sin él, y Barquero acaba de obtenerlo con derecho pleno.
Nacido en 1931, a lo largo de más de medio siglo la escritura de nuestro galardonado ha sido muy cambiante, así de estilo como de temática. Me atrevería a señalar en ella cinco etapas. La primera corresponde a sus poemas inaugurales, con su decir rotundo, combativo y recio, de fuerte connotación social: La piedra del pueblo (1954) y La compañera (1966). La segunda, tras una inmersión en la cultura inmemorial de la China, se abre a una dimensión más cósmica y casi metafísica: El viento de los reinos (1967) y Epifanías (1970). La tercera fase está ligada a la contingencia política y al trauma vivo de nuestro 11 de septiembre: El poema negro de Chile y Bandos marciales, ambos de 1974. La cuarta etapa brota del exilio y la soledad, por parte de un poeta sumamente arraigado a su propia tierra: Mujeres de oscuro y A deshora, ambos de 1992. La última, finalmente, intenta un retorno a los orígenes elementales del ser humano: La mesa de la tierra (1998) y El pan y el vino (2008).
Los poemas inaugurales
Los dos primeros libros de Barquero están marcados por la experiencia directa del trabajo y la pobreza, del conflicto social, de lo cotidiano inmediato. La piedra del pueblo habla un lenguaje indicativo, delimitado a las presencias y a los sentimientos directos: “Qué terriblemente hermosa es una madre del pueblo,/ crucificada y coronada por sus ávidas raíces”. Bajo su mundo subyace la lucha social, sin ser del todo un escrito de denuncia; es un mundo de fatigas proletarias, de calles sombrías, de bocas hambrientas, de combate popular: “La piedra es nuestra única arma/ con una mezcla de sangraza y de llanto./ La dulce piedra de las construcciones/ es nuestra única arma,/ pero también la iracunda, la implacable, la áspera,/ la piedra guerrera de las barricadas...”. El lenguaje, como se ve, es fuerte pero está aún poco elaborado en lo formal.
En La compañera, es la mujer quien ha suscitado una suerte de reconciliación con el mundo. “Como los árboles,/ teje ella misma sus vestidos,/ y se los pone con la naturalidad del azahar,/ como si los hiciera de su propia substancia,/ sin preguntarle a nadie, como la tierra,/ sin probárselos antes, como el sol,/ sin demorarse mucho, como el agua”. La lucha se convierte en ternura y armonía, y brota un contacto más vivo y positivo con la naturaleza profunda, a través de la compañera. La intención polémica se suaviza en ánimo de canto y celebración: “Canto a esta mujer que me acompaña,/ hija, hermana y madre ella misma,/ tierra de donde me alzo al sol primero/ y después dulzura que llena mis frutos”. Como se aprecia ya en este último verso, el problema es ahora una cierta obviedad del lenguaje sentimental, como ocurre a menudo en la poesía amatoria.
Enjambre (1959) y El pan del hombre (1960) se aproximan ya, aunque todavía en forma concreta, al trasfondo misterioso de la Vida, sentida como una energía total más grande y poderosa que la singularidad de cada ser viviente. Es el poder profundo de la especie: “Mi abuelo era el río que fecundaba esas tierras/ Lleno de innumerables manos y ojos y oídos/ Mi abuela era la rama curvada por los nacimientos/ Era el rostro de la casa sentado en la cocina”. Se aprecia aquí un giro hacia el fondo más secreto de la Vida, abordado con un lenguaje más hermético y afinado.
Pero es en El viento de los reinos y en Epifanías donde se consuma este giro, en una sintonía muy espontánea con las filosofías del Lejano Oriente, sobre todo de la China, donde Barquero maduró su sentimiento de una realidad inmanente al eterno devenir que presenta la superficie de la vida. Su verso libre anterior, un tanto desmañado, encuentra ahora una respiración interior que tiene su propio ritmo secreto. Nótese el aire nerudiano arcaico de estos versos que hablan de los antiguos príncipes: “Fueron sepultados con sus objetos/ fueron restituidos con pesados collares/ era tan grande el brillo de las frutas enterradas que los antiguos muertos/ lentamente descendidos/ bebieron con sus bocas, realzaron el oro”.
La idea metafísica de que lo más lejano es lo más próximo resume bien el contenido de esta experiencia. “Mientras más me alejo más voy siendo yo”. “El hombre es un instrumento que resuena a solas/ un pasajero cuyo carruaje prosigue sin él”. En forma paradójica, Barquero se ha acercado a poetas que en sus inicios le eran muy ajenos, como Humberto Díaz Casanueva. Pensemos en este faisán que no es en modo alguno su presencia inmediata, sino una figura mítica del tiempo primordial, un arquetipo, una esencia eterna en su devenir: “Con la tela inmensamente gris de los que duermen para siempre/ haces el agua, el fuego, la granada/ haces lo perdurable con suavidad divina/ el trueno nace cada vez sin despertarte/ nace y muere en los cielos increados/ arde en el polvo tu corazón escarlata”. Me parece que el punto más alto de nuestro poeta anda por estos lados.
Del destierro a los orígenes
La llegada del régimen militar viene a quebrar de manera bastante brusca la línea de esta evolución temática y formal. Como saliendo del sueño oriental, despierta el militante, pero lo hace de un modo tan traumático que para expresar su grito de dolor ya no le sirve su lenguaje precedente, el de las epifanías, ni tampoco puede retornar al de La piedra del pueblo con su tono directo, sino que su palabra vacila entre uno y otro, entre la cercanía y la lejanía, de nuevo sin mayor elaboración formal. La denuncia es demasiado simbólica para ser concreta, y viceversa: “Vertieron sangre de hombre y de corcel./ Vertieron sangre de muchacho en el mismo lavatorio/ donde su madre lo lavó cuando niño (...)/ Vertieron sangre de cordero y pastor,/ y comieron perros, bestias de cacería/ una lavaza amarga (...)/ Vertieron sangre de hermano contra hermano,/ a tientas, sin palpar el cuerpo, para no despertar./ Vertieron sangre espesa como el alquitrán,/ sangre que no dejaba huellas en las manos/ o que hacía retroceder como un tambor”. En este libro, me parece que la voluntad de expresión le queda siempre grande a la expresión misma, y que el sentimiento de indignación no encuentra su forma verbal apropiada.
Bandos militares es una parodia de aquéllos de septiembre del 73, y —que yo sepa— el único despunte de humor en la obra de Barquero. Así el Bando 31: “Cábenos el honor de haber entrado en la historia/ en el tiempo récord de algunas horas,/ ya que pensábamos batallar cinco días/ debido al gran arsenal existente en La Moneda,/ y a la resistencia que opuso el Presidente,/ vestido con casco y fusil automático,/ con lo que transgredió una vez más la Constitución”. Pero estas humoradas no pueden trascender el tono menor o de ocasión.
Las obras siguientes, Mujeres de oscuro y A deshora, se escriben desde el destierro, o en todo caso desde el extranjero, que es tanto como decir desde ninguna parte, cuando se trata de un poeta del arraigo terrestre, de las raíces, como lo es Barquero. Hay algo conmovedor, si bien no del todo por la fuerza verbal, en jirones biográficos del tipo de “Un desterronado” (y el neologismo es todo un acierto): “Un hombre es desterrado a perpetuidad/ y sale con un pedazo de su cuerpo/ a vivir a la otra orilla del mundo/ a donde sólo llega la voz de sus muertos./ Lo primero que hace es mirar esa tierra desconocida/ que se escurre entre sus dedos como el azogue/ y donde sus pasos mueren al andar”.
Los libros finales de Barquero, de La mesa de la tierra en adelante, intentan una recuperación de los orígenes, una nueva fundación poética de los elementos ancestrales de la vida. Ahora todo gira en torno al pan, a la piedra, al agua, a la tierra, a la mano, al cuchillo, al hombre y la mujer, al padre y al hijo, a la casa, a la mesa. Pero en el estilo hay algo repetitivo e indiferenciado: los poemas casi no se distinguen entre sí. De este último período yo rescataría más bien algunos fragmentos muy finos y ligeros que se encuentran en El viejo y el niño (1992), donde reinan la anécdota y el diálogo entre ambos personajes, que viven y hablan sin contexto humano, como si estuvieran solos en el mundo. De estos poemas en prosa elijo el final del XV, que se refiere a la casa donde viven: “Pero lo que más les gusta es pasar frente a ella como si fueran dos desconocidos./ —Nos está mirando, bajemos la vista —dicen ambos./ Y pasan de largo, pero el niño vuelve la cabeza muchas veces con temor de que desaparezca para siempre”.