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Eduardo Barrios y Juan Emar
Por Juan Pablo Yañez Barrios
Publicado en Artes y Letras de El Mercurio, 19 de Enero de 1997
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El 13 de septiembre de 1963 cayó jueves. Ese día, terminadas las clases en el Instituto Nacional, poco antes de las dos de la tarde, me entretuve conversando con algunos compañeros. Por eso volví tarde a casa de mi abuelo donde yo vivía, en “trole”, por Bilbao hasta la Plaza Pedro de Valdivia, que por entonces era una plaza entera y que hoy, en nombre de la vulgaridad y del mentado progreso, está violada, partida en dos. Frente a esa plaza, la de entonces, tenía su hogar Eduardo Barrios, en Francisco Bilbao 1966. Ese jueves mi madre salió a recibirme al patio. Se acercó a mí, los ojos llorosos, y me dijo: “Se murió el Tata”. Por la mañana, Eduardo Barrios, poco antes de cumplir sus 79 años de edad, había partido al “país del cual nadie regresa”, como el mismo una vez había hablado de la muerte.
Ahora sé que hasta entonces yo no había tomado conciencia de la posibilidad cierta de la muerte, así en general, como fenómeno objetivo. La noticia de mi madre me impactó no solamente porque él se había ido, sino también porque, por primera vez en mi mente, la muerte tomó un carácter real. Con rapidez recordé escenas de la vida en común. De chico me daba plata para comprar helados y -los domingos- para ir a la “matiné”; solía bromear y normalmente tenía tiempo para conversar. Era un abuelo afectuoso que vivía rodeado de nietos. Todos los domingos se celebraban los almuerzos familiares, con al menos 12 personas rodeando la inmensa mesa rectangular. El, que tenía algo de gran señor, ocupaba una de las cabeceras, mientras que en la otra cabían dos comensales, y hasta tres si eran niños. De los veranos, desde que yo tenía uso de razón, recordaba las vacaciones en San José de Maipo. Y recordaba su fumar sin pausas. Después de almuerzo se quedaba largo tiempo haciendo sobremesa, sólo con el infaltable cigarrillo en la mano. Entré a casa, fui hasta su escritorio y contemplé la cabeza en bronce de Eduardo Barrios, obra de Tótila Albert -escultura que hoy día, 33 años después, quizás dónde estará-, y entonces supe que comenzaba a conocer algo nuevo que, a pesar de las apariencias, pertenecía también a la vida: la muerte.
Eduardo Barrios ya lo había dicho: “Dejaré de fumar el día en que muera”. Aquel jueves, casi sin voz, le pidió a su mujer -a quien llamaba “gordita”- que le prendiera un cigarrillo. Su hija mayor estaba presente en el dormitorio cuando su esposa lo ayudó a encender el último cigarrillo. El no alcanzó a llevárselo por segunda vez a los labios. Se quedó quieto, el cigarrillo consumiéndose en una mano. Su esposa,-al notarlo, se lo retiró, y, diciendo a la hija que se trataba de una fatiga, fue a prepararle un guatero. Cuando se lo puso, diciendo que ya entraría en calor, la hija se dio cuenta de que su padre, casi con indiferencia, recién había muerto, y así lo anunció. Eduardo Barrios murió tranquilo, con los ojos cerrados, y encendió su último cigarrillo apenas minutos antes de expirar.
Escritores, cuñados, consuegros, vecinos
Eduardo Barrios, en segundas nupcias, se casó con Carmen Rivadeneira. la “gordita” que quiso ponerle un guatero para rescatarlo de la muerte. Sucedió que otro escritor, que firmaba como Juan Emar, también en segundas nupcias, se casó con Gabriela Rivadeneira, hermana de la anterior, de manera que ellos pasaron a ser concuñados. Aunque ya se conocían desde antes en los círculos literarios, los dos escritores estrecharon sus relaciones a partir de entonces. Cuando Juan Emar y Gabriela volvieron de París después de una larga estada, el primer tiempo alojaron en casa de Eduardo Barrios y la “gordita”, en General del Canto 181. Luego, los recién llegados comprarían casa en la misma calle, y pasarían a ser vecinos, Por ese entonces, Eduardo Barrios era colaborador directo del gobierno de Carlos Ibáñez, que le había expropiado el diario La Nación y había enviado al exilio a Eliodoro Yáñez, padre de Juan Emar. Estos aconteceres políticos, sin embargo, jamás se convirtieron en roces entre los concuñados.
A la muerte de la madre de Juan Emar, éste hereda parte del fundo Lo Herrera. Dado que el hacer negocios no se daba muy bien en la relación que Juan Emar mantenía con el mundo, recurre a Eduardo Barrios para que lo oriente en cuanto al mejor proceder con las tierras heredadas. Eduardo Barrios propone parcelar, vender y comprar un nuevo fundo. Juan Emar procede según las indicaciones de su amigo, y va aún más lejos: le propone que le administre sus tierras. Eduardo Barrios vivía por ese entonces de su actividad literaria y colaborando para “El Mercurio” y “Las Ultimas Noticias”, ya que hacía tiempo Carlos Ibáñez había sido apartado del poder. Acepta, pues, la propuesta de su concuñado. Se va a vivir a La Marquesa, la nueva propiedad de Juan Emar, en Leyda, entre Melipilla y San Antonio. Administra ese fundo y además atiende sus propias tierras en el Cajón del Maipo, el fundo Lagunillas. Fueron tiempos en que las relaciones de Eduardo Barrios y Juan Emar se estrecharon sensiblemente. Incluso, más tarde, el destino les da aún un nuevo vínculo: se convierten en consuegros cuando la hija mayor de Eduardo Barrios y el hijo mayor de Juan Emar contraen matrimonio. Pero este enlace se produce ya cuando mucha agua había corrido bajo el puente de la amistad entre los dos escritores, comprendiendo también aspectos literarios.
La opinión que Juan Emar tenía de la literatura de Eduardo Barrios nadie parece conocerla, pero sí sabemos lo que pensaba este último de la literatura del primero. Dado el hecho de que la crítica oficial de esos tiempos ignoró las publicaciones de Juan Emar, sobresalta el que Eduardo Barrios haya escrito al menos dos críticas sobre ellas (ver recuadro). En esas líneas, queda claramente establecida su posición lucida con respecto a los escritos de Juan Emar. Es alentador que un escritor realista que hace su obra en torno a lo anecdótico y lo externo se pronuncie tan favorablemente sobre una literatura hecha sobre lo experimental y lo interno. No cabe duda: Eduardo Barrios intuyó con claridad que los escritos de Juan Emar podían abrir una nueva puerta a la literatura universal, como deja entrever en las últimas líneas de su crítica a “Miltín”. Lejos de ocultarlo -como lo hicieron otros- o de intentar restarle importancia, se atrevió a destacarlo públicamente.
Muerte de uno, presentimiento de otro
El 13 de septiembre de 1963, en Viña del Mar, Juan Emar le escribió a su hija Carmen: “( ... ) Moroña:
¿Por qué le hablo en este tono? Moroña: Porque estoy algo enfermo. No es cosa grave ni nada parecido pero es algo sumamente molesto y que me obliga a hacer todo despacito, como si fuera un viejaño eterno. Tengo muy hinchada la parte del cuello debajo de la oreja derecha”.
Y termina diciendo:
“(...) mi cuello y mi hombro me piden que me meta a la cama. Estando en cama me siento mucho mejor. ¡Ya le escribiré largo, largo!”.
Mientras Juan Emar se metía a la cama, ignorando que esa hinchazón era un cáncer, Eduardo Barrios, en su cama, dejaba de existir, lo que Juan Emar también ignoraba. Pero dos días más tarde, le escribió a su amigo Lucho Vargas:
"(...) he estado y todavía estoy algo enfermo. ‘Algo’ es un modo de decir, tengo hinchado bajo el oído derecho y esto me ha producido un permanente dolor en el hombro y en el brazo derecho. Cualquier movimiento brusco me duele mucho.
"(...) Otra cosa que me ha afectado enormemente es la muerte de Eduardo Barrios. Puedes creerme que lo he llorado como un niño. ¡Se van y se van nuestros amigos! A Eduardo siempre lo quise mucho y hasta el último momento conservamos una muy buena amistad. El fue administrador de La Marquesa. Todo lo suyo es un recuerdo muy grato para mí. ¡Pobre Eduardo! Mejor sería decir: ‘¡Pobre yo’!
“No te alarmes por estos silencios míos. Es la edad y, creo, que nada más que la edad. Felizmente el clima aquí es espléndido: hay sol, mucho sol, la temperatura es ideal y se puede contemplar el mar dejando que en nuestra mente, ronden miles de cosas, hoy día no muy gratas”.
Ese mismo 15 de septiembre le escribió a su hermana Gabriela:
“ (...) Tengo un dolor bajo la oreja derecha que me toma el hombro y el brazo impidiéndome hacer cualquier movimiento brusco. Ahora sí, camino como un vejete y tardo diez veces más en recorrer cualquier distancia” (...) “...ha venido la muerte de Eduardo Barrios. Fue él un gran amigo mío y siempre mantuvimos una muy buena amistad. Tú recordarás que fue administrador de La Marquesa. Puedes creerme, mi querida Gabria, que lo he llorado como un niño. Estoy sentado en un banco cualquiera y, súbitamente, me encuentro con los ojos llenos de lágrimas. ¡Pobre Eduardo! Me habría gustado verlo, pero ... pero mi oído, mi hombro y mi brazo no me lo han permitido. Desde aquí le he enviado todo ¡todo! mi cariño y lo he acompañado hasta el cementerio. Te repito y siempre repetiré: ¡pobre Eduardo!
“Pero ahora quiero hacerle un pequeño paréntesis; es este: ¿por qué decir así y no decir ‘pobre yo’? El ha seguido su existir, de esto estoy completamente seguro, y somos nosotros los que cada vez vamos quedando más solos”.
Estas últimas líneas constituyen una de las pocas evidencias de que Juan Emar creía en un “más allá”. Un día después le escribe a su hija Clara:
(...) estoy hecho un harapo, tanto física como moralmente. Pero vamos por parte:
“Físicamente me ha salido una hinchazón debajo del oído derecho y se ha prolongado por el hombro y el brazo derechos. Cualquier, el más pequeño movimiento, me cuesta una enormidad hacerlo. Parezco un verdadero inválido.
“( ... ) Moralmente: La muerte del pobre Eduardo Barrios. Lo he sentido como no pueden ustedes imaginarse. Yo, siempre que iba a Santiago, pasaba a verlo y teníamos muy lindos momentos de charla. El, Edo (como le digo), me trae recuerdos de La Marquesa y de los tan grandes paseos a caballo que hacíamos juntos. En fin (...), espero que ustedes hayan llegado hasta su casa y hayan abrazado a la tía Gorda. Si tienen ocasión de hablar con ella una vez más, díganle que lo he llorado, y aún lloro, como un niño ante su recuerdo tan querido”.
A su hermana Flora le escribió el 18 de septiembre.
(...) la muerte de Eduardo Barrios me ha afectado mucho, profundamente. Pasadas estas fiestas tengo cita en el hospital de Viña y ahí se verá qué es lo que tengo. Ahora sólo deseo morir pronto, pero recuerdo una frase del padre de Lucho Vargas: “¡Es tan difícil morir .... !
(...) Sólo quiero descansar y... seguir mi viaje. ¡Es terrible pero es así! ¡Adiós, Flora! No olvides mi casilla: 212. Recibe un fuerte abrazo de tu hermano desamparado y triste que sólo desea irse, irse, irse. ¡Adiós!”
En estas últimas líneas encontramos la segunda evidencia de la fe de Juan Emar en la vida más allá de la muerte, cuando escribe. “Sólo quiero descansar y seguir mi viaje”.
Menos de 7 meses después, el 8 de abril de 1964, siguió su viaje. Una persona que estaba cerca del él lo oyó decir poco antes de partir: “Si ha de ser, que sea”. Pareciera que la despreocupada y hasta indiferente muerte de Eduardo Barrios fuera la chispa que enciende la resignación de Juan Emar ante el presentimiento de su propia muerte. No es en vano cuando en la vida se da una larga y leal amistad, que tal vez alcanza, vaya uno a saberlo, hasta más allá de la muerte.
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"Miltín"
Por Eduardo Barrios
Nos hallamos delante de un escritor nuevo. No confundamos con novel. Juan Emar tanto como su libro son nuevos de novedad. Fuera de lo clásico, de lo usual, de lo normal, hasta de lo equilibrado. El propio Juan Emar la dicho que "el arte existe como un medio más para que el hombre se realice, amplíe su campo de visión y comprensión, ajeno, totalmente ajeno, a sus pequeñas miserias cotidianas". Y esto nos da la llave para entrar en su cercado.
¿Puede el artista realizarse fuera de ese campo en que estamos habituados a comunicarnos? ¿Se experimentan sensaciones, se sueñan fantasías, se formulan juicios, se sienten vaguedades, agudezas y aún extravagancias significativas más allá de los limites tácitamente establecidos por los hombres para comunicarse cómodamente entre si? En otras palabras. ¿es posible "realizarse" en un plano extraordinario? Bastaría a cualquier hombre con imaginación recordar algunas de sus conversaciones, para convencerse de que no sólo existe allí una posibilidad, sino de que ya muchas veces la ha realizado. Conversaciones de apariencia estrafalaria y disparatada, pero llenas sin embargo de significación ¿quién no las ha tenido? En la infancia al menos, todos. En la edad adulta, los que han conservado el niño dentro de si, es decir, los artistas.
Pues bien, he aquí el arte de Juan Emar. "Miltín" no es más que una larga conversación de esa índole, pintoresca, graciosa, fantástica, a veces infantil, a veces caótica y trastornadora como un vértigo de la imaginación, pero tan densa de sugerencias, de juicio sutil, de mordacidad y de sensaciones ajenas a lo cotidiano, tan "realizadora" en los extramuros de lo convenido como normal. que nos revela un mundo artístico nuevo. Por momentos —y no puede suceder otra cosa— este arte nos parece deforme. Si no nos interesamos lo bastante por él, si no le damos la suma de paciencia que la comprensión de lo inusitado requiere, esa aparente deformidad nos causará el efecto de una cháchara de manicomio, en la que se oyen cosas divertidas, disparatadas y, sin embargo, sorprendentes a la razón a cada instante. Leyendo "Miltin" en tal estado de ánimo, nos exponemos a negarle calidad artística. Pero si le prestamos todo el esfuerzo analítico que exige lo nuevo, no tardamos en reconocer que allí lo deforme obedece a un sistema premeditado, a una voluntad de arte dirigida hacia una nueva forma de manifestarse, forma que se ha visto precisado a encontrar un hombre que ya había hallado también otro medio de realizarse. En todo caso, nos probará que estamos delante de un arte nuevo, arte indiscutible, el solo hecho de que, si bien nos atrevimos a decir de él que es deforme, no podríamos decir que es informe.
De este arte a manera de juego inocente, surgen desde luego dos virtudes que se constatan de "Miltin": una amenidad de humorismo intrigador y un como simbolismo casual. Nos reímos casi constantemente y, a cada rato, los personajes y sus actuaciones, aunque el autor no haya querido simbolizar nada con ellos, nosotros los aplicamos a la realidad observada. Ejemplo típico: la historia de los Perenquenques. Y perdóneseme que no haya tratado en pormenores el libro. Es corto el espacio y para pormenores está el libro mismo, con toda su amenidad, su multiplicidad, su libertad desconcertante, aún con su insolencia y sus desahogos procaces. No creo que el lector chileno haya leído, ni entre lo nacional ni entre lo extranjero, nada parecido.