Con razón Federico de Onís ha llamado a Rubén Darío "restaurador" de la lengua castellana.[1] Porque aunque se empeñara el poeta español Pedro Salinas en limitar la esfera del Modernismo a América Hispana, nadie que haya leído la prosa estética de Platero y Yo o la prosa límpida de Gabriel Miró, dejará de advertir en la prosa del siglo XX, de ambos lados del Atlántico, la elegancia remozada por el Modernismo del viejo instrumento noble de nuestra lengua.
Profesor no falta por ahí que temerariamente no aleccione a sus inermes discípulos dictaminando que el Modernismo es un movimiento artístico circunscrito a una novedosidad del verso. Pero es evidente —y ocasión tendremos de demostrarlo más despacio— que la prosa, la primera en que Azul fijó la modernidad del español, especialmente en la rica producción ibero-americana del siglo XX es harto monumento a la impronta modernista sobre la prosa hispánica.
La crítica española, y en pos de ella la extranjera, "descubrió" la novela hispanoamericana en fecha reciente. Cuando en 1924 apareció La Vorágine del colombiano José Eustasio Rivera y luego en 1926 Don Segundo Sombra del argentino Ricardo Güiraldes y en 1929 Doña Bárbara del venezolano Rómulo Gallegos. Y todavía pesa en el medio común de los estudiosos de español el juicio que hace de esta ilustre trinidad artística, si no lo único, al menos lo primero digno de las letras universales en la novelística moderna de habla castellana.
Sin embargo, exactamente diez años antes de La Vorágine Pedro Prado, chileno, había elevado la novela fantástica a una de las cimas estilísticas de la lengua, con Alsino (1914) y exactamente once años antes de Don Segundo Sombra, otro chileno, Eduardo Barrios, con El niño que enloqueció de amor (1915) daba a la novela psicológica, en este primer buceo americano en el alma infantil, el toque maravilloso de la alta poesía. En 1919 Raza de bronce del boliviano Alcides Arguedas fundaba la moderna novela indigenista y la novela moderna mexicana alentaba ya en La mala yerba de Mariano Azuela desde 1909. La preciosidad de La Gloria de don Ramiro de Enrique Rodríguez Larreta, el más castizo de los argentinos, publicada en 1908, daría más tarde a Amado Alonso el mejor paradigma para distinguir la novela histórica modernista de la vieja novela histórica de los románticos y del retrato documental de los realistas.
Pero ni Arguedas ni Prado han sido traducidos. De Barrios sólo hay la traducción de El hermano asno al inglés y al francés. Y aunque Barrios sea el más conocido, especialmente por sus obras recientes, todavía no se le ha reconocido el lugar que le corresponde, no sólo en la literatura chilena o en la hispanoamericana, sino en las letras hispánicas y en la novelística moderna universal. En homenaje a sus fecundos setenta años, vayan estos apuntes de revalorización.
Eduardo Barrios Hudtwalcker nació en Valparaíso, Chile, el 25 de octubre de 1884. Ninguno de los grandes novelistas hispanoamericanos —casi todos obsesionados por un tema, como Alegría, Güiraldes y Gallegos— puede presentar 47 años de labor tan rica y variada como el escritor chileno. Fruto romántico de la guerra de Chile contra Perú y Bolivia (1879-83), fueron sus padres un oficial del ejército conquistador y una dama limeña de ascendencia germánica. El romanticismo de su origen se transforma en la obra de Barrios en el alma de su arte. Todo poeta es romántico. Y Barrios es poeta. La inadvertencia de este hecho y del decisivo vuelco del relato bajo el hálito modernista, llevó al novelista realista Manuel Gálvez a reprochar a Barrios, en el elogioso prólogo a Un perdido, como un defecto, "el estar escrito con cierta literatura" y el ser "el libro de Barrios quizá un poco más rico de lo conveniente en palabras y giros".[2]
Gálvez que concluye su prólogo con la afirmación: "Un perdido es, quizá, la mejor novela producida por un hispanoamericano", no reparó acaso no pudo adivinarlo, desde el marco naturalista de su propia obra, que una novela nueva, la postmodernista, había nacido más allá de los límites del positivismo experimental que plagaba la época.
El inteligente crítico Arturo Torres-Ríoseco afirmaba ya en 1943: "No estoy de acuerdo con Manuel Gálvez cuando asegura que Un perdido es un libro típicamente realista, 'lo cual quiere decir que las cosas ocupan en él más lugar que las almas'; porque en esta novela, como en todas las de Barrios, lo principal es el análisis de vidas, la creación de caracteres que, como papá Juan, mamá Gertrudis, Lucho y tantos otros, se incorporan al grupo vivo de gente conocida que ocupa nuestra atención"[3]
Torres-Ríoseco señala una característica de Barrios, en "todas sus obras": el análisis psicológico. Su otra característica es la visión superrealista de almas y cosas, en un estilo sobrio y poético a la vez. Raro milagro artístico que es propio de la novela "estética", nacida de la restauración modernista de nuestra lengua.
De todas las obras de Barrios[4] se destacan sus grandes novelas: El niño que enloqueció de amor, Un perdido, El hermano asno, Gran señor y rajadiablos y Los hombres del hombre. Con este pentateuco merece uno de los primeros lugares en la novelística de lengua española.
Cuando Barrios cumple cinco años, muere su padre; y su madre le lleva para ser educado a Lima. Diez años más tarde regresa a su patria y los abuelos paternos deciden que siga la carrera de su padre. El "cadete distinguido" de la Escuela Militar de Chile, no se amoldó al ambiente soldadesco y se retiró antes de llegar a oficial.
Los críticos han insistido en el carácter autobiográfico de las novelas de Barrios. Hasta el punto de llegar algunos a negar que la obra del novelista chileno contenga más psicología que la de un autoanálisis. Es claro que algunas experiencias del autor son trasladadas a sus personajes; pero no hay que olvidar que el primer laboratorio, acaso el único cierto, de observación psicológica de los otros sea el propio autoanálisis. En Un perdido dice el autor en sus Notas autobiográficas, "he pintado con sinceridad la vida de esa Escuela (la Academia Militar de Santiago a comienzos del siglo). No soy yo, por supuesto, ese Lucho Bernales. Algunos han dado en suponer que Un perdido es novela autobiográfica. Falso. Yo lo acepto como un elogio: tal creencia me dice que la ficción convence".[5]
Ni hay "realismo" en el sentido de la escuela de Balzac. Las experiencias amalgamadas, tamizadas a través del espíritu analítico del observador artista, se convierten en "cristales de psicología". La novela, toda la obra novelística de Barrios, es psicológica. Otra no en el sentido de la "novela psicológica" del realismo con sus métodos "científicos" y la clara precisión de un Juan Valera. Se trata de un psicologismo artístico, hecho de intuiciones geniales a veces, que convence en retratos reales o autorretratos vividos. Si, el autor lo ha vivido. Pero como vive un artista, en la fantasía creadora que se fabrica su propia realidad, a veces más real que la vulgar del ambiente, como Unamuno afirma del Quijote y de su propio Abel Sánchez.
El niño que enloqueció de amor sí que expresa una crisis sentimental de la niñez del autor, sensible y romántico. Pero si esa vivencia pudo dar el candoroso tono de sinceridad al diario de un niño herido, sólo el poeta pudo transformar un episodio infantil en un poema vibrante de emoción. El estilo cuidadosamente sencillo de Barrios permitió esa transparencia de un diario auténtico y balbuciente a la vez que ensayo de honda psicología, avanzada para la época. El niño tiene un puesto importante en la literatura hispanoamericana, más destacado que en la española. El tema del niño, el anhelo del hijo, estaba ya en María de Vivir y reaparece en plenitud de estudio psicológico, más tarde, en la mente del padre angustiado y celoso de su última novela magistral.
El tema del niño es recurrente en las letras chilenas. Gabriela Mistral lo ha fijado en el dolor de las madres y el yermo atormentado de las estériles. Marcela Paz, recientemente, ha dejado el alma del niño en un ingenuo diario, Papelucho. Benjamín Subercaseaux, en Daniel ha escrito el patético retrato del "niño de lluvia". Pero el iniciador del tema del niño en la alta literatura nuestra ha sido Barrios.
El anhelo del hijo, que ha dejado la poesía de Gabriela toda transida de dolor y de gracia tierna, condujo a Barrios a un primer matrimonio, del que tuvo dos hijos, pero que él considera "imprudente" y terminó en fracaso. Anulado aquél, contrajo nuevas nupcias y encontró en éstas felicidad y paz. Y tuvo a Gracia, la hija que ilustra la edición de Los hombres del hombre. Al Hermano asno, el mayor poema de su obra novelística, llevó el autor "las emociones de mi amor, del definitivo, de éste que hoy me da una felicidad que asusta, que me causa el espanto de la eternidad".[6]
Y el análisis del amor, en El niño, Un perdido, Tamarugal, Gran Señor y Los hombres del hombre, se enlaza en El hermano asno con el tema religioso, el tema de la salvación, de la santidad y de la eternidad.
Angel Dotor y Municio[7] ha dicho de esta novela de Barrios que es uno de los libros más profundos, trascendentes y bellos, como un poema en prosa. "Lo es —comenta Gabriela Mistral-[8] hasta dar olvido de la prosa misma. Está más que escrito, sentido en poesía y desde la raíz del alma".
La maestría psicológica de Barrios le permite dar la misma sensación de verdad al describir la Escuela Militar, o los burdeles de Iquique (Un perdido), que las fiestas de "santo" de la amada imposible en una casa de clase media (El niño), o en el fresco magnífico del campo chileno (Gran Señor), o en las minas de la Pampa nortina (Tamarugal) como en el jardín de un convento franciscano, en El hermano asno. El convento, uno de los pocos monumentos de la época colonial que quedan en Santiago de Chile, con el típico estilo barroco como atenuado de humildad austera, fue refugio de reposo y meditación tantas veces, junto a un erudito fraile, para el autor.
Se ha discutido mucho el desenlace de este poema de psicología trágica. Creo que, ante todo, ora se encuentre artísticamente adecuado o no, psicológicamente retorcido o simplemente fatal, hay que descartar la intención impía del autor, que críticos de la seriedad de Emilio Vaisse vieron en el libro al salir a la luz pública. No es tampoco ignorancia de la vida religiosa, la que está pintada con realismo poético que sólo admitiría parangón con I fioretti di San Francesco y con rara penetración de la personalidad, plástica y viva, de cada uno de los frailes y de la mística rutina del convento que ensordece tanto combate heroico. La figura del Prior, a la que se ha dado poca atención, en tintas moderadas dentro del cuadro, es una de las pinturas de caracteres, más perfectas de la novela psicológica. Ahora bien, en ese fresco vivo de vidas humildes, pero cada una con su drama individual, como en el Entierro del Conde de Orgaz, cada rostro es distinto bajo una comunidad de vestidos. Barrios, como El Greco, ha exagerado las figuras principales, las ha estirado, estilizado. No hasta deshumanizarlas, pero al menos hasta arrancarlas del plano de la lógica de la vida común y al marco de la mística o la ascética ortodoxa.
La composición de la novela es perfecta. ¿Qué fin dar a Fray Rufino? Fray Lázaro triunfa de la tentación en la borrosidad de la obediencia que humilla su intelectualidad compleja. Fray Rufino es el alma sin lastre intelectual y arrebatada simplemente —con simpleza absoluta— por la emoción. La emoción mística, el consejo demoniaco disfrazado del "Capuchino", la voz de su propia angustia desequilibrada, o la tentación de la carne, el pesado y rebelde Hermano Asno que pretende revestirse de luz. ¡Quién lo sabe!
El final es, evidentemente, chocante. No sólo para los sentimientos religiosos del lector y de los protagonistas, del propio Fray Rufino que pierde en el choque la vida. Sino chocante, digo, para el limpio estilo transparente de este maravilloso poema de amor sencillo. Y sin embargo, trazada la lógica del tentador, en la armónica composición del drama, ¿qué otro final queda sino ese suspenso grotesco y trágico, como un huracán blasfemo que espantan a todas las palomas del campanario? No digo como solución psicológica, sino como desenlace artístico. Y si se dice que el clímax no está ajustado a los manuales, porque el orgullo es mayor pecado que la sensualidad, no puede negarse que el autor refleja precisamente el sentir común del ambiente que retrata, en el que vulgarmente suele anteponerse en gravedad e importancia el VI precepto del Decálogo inclusive al Primero. La interpretación de El hermano asno daría para un entero tratado de psicología ascética. El autor no es realista ni pinta retratos; el autor no es moralista ni da recetas de mística; ni es teólogo ni ensayista. Es artista. Y con elementos celestiales y bestiales ha grabado hondamente un fuerte poema humano y eterno, en que sus emociones de amor iluminado y sus terrores religiosos ultraterrenos se conjugaron para dar a la novela el temblor de un poema y la sombría fatalidad de una tragedia clásica.
Con este libro conquista Barrios su fama. Es uno de los cuatro grandes de la novela hispanoamericana. Y a pesar de la mayor "importancia" de sus dos últimas obras, queda definitivamente El hermano asno como uno de los más hermosos poemas escritos en español y la más bella de las obras del autor. Alone, pseudónimo bien conocido del crítico chileno Hernán Díaz Arrieta, concluye: "Para hallar el equilibrio entre El niño y Un perdido, hay que llegar a El hermano asno, sin duda la producción más perfecta de su autor, acaso por ser la que mejor responde a su temperamento, mezcla de elementos místicos, vagamente religiosos, de sentimentalismo sensual, no en el aire, pero tampoco demasiado en la tierra, con un fondo de aventuras experimentadas y a veces extraordinarias".[8]
Porque Barrios, hacendado, bibliotecario y dos veces Ministro de Educación, en su juventud fue por pobreza aventurero: cadete militar, comerciante, expedicionario de las gomeras de la montaña del Perú; buscador de minas en Collahuasi; contador en las salitreras; vendedor de estufas en Buenos Aires y Montevideo; vendedor de maquinarias en Guayaquil; atleta de circo... "He caído, he levantado, he sufrido hambres, he gozado hartanzas. Y siempre, en medio de todo, me respeté..., porque soy un sentimental.[9] Barrios artista no se ha formado en imitación de maestros sino que se forjó en la vida, en el amor y el desamor, en la paz y el dolor. Sus libros no son autobiográficos, en el sentido corriente. Pero así como a Unamuno le duele su inmortalidad cuando mata a un protagonista, Barrios se psicoanaliza en cada uno de sus personajes.
La figura de Barrios como novelista y la comprensión de su obra son incompletas sin el estudio de sus dos últimas novelas: Gran señor y rajadiablos y Los hombres del hombre.
Mientras en El hermano asno o El niño que enloqueció de amor nos entrega una novela psicológica poemática, en Gran señor y rajadiablos encontramos un fresco psico-sociológico-histórico y en Los hombres del hombre, la clave de todos sus aciertos psicológicos en un ensayo de pura psicología individual artística. La novela campesina le da el cetro de la épica novelística chilena, por encima de los "criollistas" y su última novela ayuda a interpretar toda la técnica de su obra. Gran señor y rajadiablos es no sólo el maravilloso retrato de Valverde, el señor latifundista, con todos sus defectos y virtudes, a la manera de los grandes creadores. Sino que constituye la gran novela chilena y, según el poeta Carlos Préndez Saldías, "la mejor novela de América". El historiador de Chile, Francisco Antonio Encina la ha juzgado en su trascendencia sociológica: "El ímpetu creador que constituye el alma y la grandeza creadora de la Colonia y sus destellos sobre la República, se destacan en relieves tan poderosos que contribuirá eficazmente al entierro de la falsa y canija visión de nuestro pasado que informa la literatura histórica del siglo XIX".[10]
El reconstructor de la historia de Chile sintió, al leer Gran señor, el gozo que echa de menos un profesor chileno de literatura, en este país, cuando sus alumnos trabajan sobre los costumbristas o primeros realistas —peor los naturalistas rezagados— que han dado esa estampa canija y manca de nuestras realidades. El "huaso" objeto de caricatura y el "roto", aun bajo plumas distinguidas, como un monumento procaz de insulto a nuestro pueblo heroico y sufrido, inteligente y lleno de gracia, en la maravillosa mezcla de castellano-vasco-andaluz con la raíz épica del indio que derrotó a los mejores soldados del mundo.
Algún crítico coloca a Barrios junto a Güiraldes como novelistas "apatronados", que dan de la pampa y del campo chileno la visión del hacendado. Buena compañía. Güiraldes y Barrios son los dos más altos valores poéticos de la novela de nuestra raza. Pero si se juzga sus obras cumbres sin el mal gusto de una dialéctica socialista y se comprenden sus obras de arte como tales y no como novelas "de tesis", el reproche desaparece por sí solo. Además hay un verdadero realismo en la pintura simpática de la hermandad de patrones e inquilinos, como en el paternal afecto de Don Segundo por el gauchito vuelto a sus pagos. El huaso chileno, en la realidad, no sabe de lucha de clases y el novelista realmente observador ha de ignorarla. En el trato con los "patrones" alienta algo de esa familiaridad democrática de los criados del teatro de Juan Ruiz de Alarcón o de las novelas de Valle Inclán. El campesino chileno, como el castellano, no se siente clase inferior.
La figura de Valverde no tiene nada de esos "caracteres débiles" como es uso calificar a El Niño, a Lucho o a Fray Lázaro. "Sus temeridades aventureras como sus miedos católicos, sus ternuras humildes como sus cóleras lívidas, sus delicadezas paternales como el diabolismo de su vino, su distinción en sociedad como sus desentonos de huaso bizarro, todo lo suyo se acomodaba en conjunto de valores complementarios. Que así suele Dios amasar a un hombre con los barros del mundo. Un hombre de los creadores, de los que destrozan cosas para hacer cosas y van cometiendo pecados para algo engrandecer —hasta sin sospecharlo— y matando los días para tender el tiempo. Patrón, señor, en toda circunstancia... Duro y tierno, serio y tarambana, demócrata y feudal, rajadiablos —cual muchos le definían— pero gran señor. Eso fue don José Pedro Valverde, antes Pepito Valverde, alegremente, y mucho antes, durante su
infancia de sobrino criado por curas y canónigos, nada más que un niño rural a quien sus mayores dieron en llamar Caballo Pájaro. Luego, acaso personificó su época; pues las épocas no son sino la acción de sus hombres. Empresas, cosas y figuras sobreviven según la porción de alma que de los hombres van quedando en ellas".[11]
Y es tan cabal la porción de alma que Barrios ha puesto en su obra maestra, que medio siglo de la historia y de las costumbres, y esa médula eterna de la raza en que se mezclaron las fortalezas de los conquistadores con las vigorosas rebeldías del mapuche, han quedado vibrando para siempre en sus páginas monumentales.
Este monumento no es un fresco sino más bien un conjunto arquitectónico que, a la manera barroca que se quedó en América, animan las esculturas llenas de movimiento y vida. Esculturas talladas en la madera de nuestros bosques y en que no son los menos magistralmente pintados los personajes humildes, los huasos viejos o las delicadas sinuosidades tiernas de las almas femeninas e infantiles.
La Tierra misma es el gran protagonista de Rivera y Gallegos, de Güiraldes y Alegría. En Güiraldes emerge el hombre, pero como una ruda sombra pretérita sobre la Pampa. En cambio, la capacidad psicológica de Barrios, sobre la diversa circunstancia de la vida chilena, ha labrado la escultura de nuestro pueblo, descendientes de hidalgos o labradores, pueblo todos.
La técnica y el estilo de Barrios lo sitúan, con Güiraldes, a la cabeza de los novelistas de América. En Rodríguez Larreta, la América es un incidente. En Gallegos y Rivera la naturaleza se impone magníficamente y sella fatalmente los destinos humanos. La novela del hombre americano, como actor del drama, nació con Prado y Barrios y se consagró con su obra y la del maravilloso poeta de la Pampa.
Los hombres del hombre es la última novela de Barrios. Lo digo sin conocer los planes de trabajo del joven septuagenario activo y contemplativo. Lo digo porque la novela es final. Es la clave de las otras. Los críticos que aquilataron la obra de Barrios no tuvieron a mano las confesiones del propio autor sobre su técnica psicológica. El propio profesor De Onís, tan profundo conocedor de la literatura hispanoamericana, encantado con la poesía de las novelas de Barrios negaba que pudieran calificarse de psicológicas. Pero eso antes de conocer su obra final. Porque yo veo una unidad sustancial en toda la obra novelística de Eduardo Barrios. Es un meditador de almas. Comienza explorando el alma de un niño sobre la raíz de su ternura dolorida. Escribe sobre un recuerdo que a los 41 años punzaba todavía. Luego una obra más grande sigue los desalientos de un niño, que crece y llega a la madurez sin afirmarse y se pierde. Estudia, en otro laboratorio humano, la paz gris de un convento casi bucólico, las complejidades de las almas sencillas y la sencillez del intelectual aproblemado. En el campo chileno, en el que él mismo se ha convertido no en un patrón sino en compañero admirativo de la naturaleza y de las personas, analiza una multitud de seres humanos diferentes vivos, de personalidades bien definidas, a veces con un rasgo de sombra. Y final y triunfalmente, sin pedanterías pseudocientíficas tan en boga en los "psicologizantes" (acaso por eso Onís le niega el atributo) estudia los complejos múltiples y encontrados de un hombre corriente. Ese hombre "común" que no pudo retratar Papini. Y magistralmente, los complejos sutiles de la mujer.
Los hombres del hombre está escrito en forma de diálogo original. El diálogo de un hombre consigo mismo, o mejor, con los sigomismos que representan las inconscientes facetas de su espíritu. Atenazado por la sospecha de la ajena paternidad del hijo, se autoanaliza, analiza en el recuerdo al amigo que pudo ser traidor, analiza a la mujer a quien ama y de quien duda y aun espía las manos, los gestos, la tendencia lírica del niño, para reconocerse en él. Trata de dar un corte definido a la situación y sin salir de la duda cae en el desencanto y la soledad. Soledad sin remedio, paz sin esperanza, en la que sólo la ternura del hijo salva su porvenir paciente.
"Por primera vez la soledad me conturba ... Y siento el vacío en el corazón. Lo siento porque me falta Cabecita despeinada... Estoy desolado y quiero verlo... He resuelto ir. Cerrar en definitiva estas páginas que ya odio y partir allá. Pues, ¿qué haré el resto de mis años? Vivimos de nuestras emociones. Viviré yo de las mejores mías. Y él me las ofrecerá siempre... Lo decidí hoy, al atardecer. Pasó una carretela por el camino. Llevaba en la trasera ese hombre a su hijo pequeño. Iba él conduciendo en el pescante y el chico atrás tirando por un cáñamo una carretilla de juguete, que, a su vez, como la grande, rodaba sobre la calzada. Y padre y niño, sintiéndose
ambos igualmente conductores, tenían el mismo afán y la misma dignidad bajo el sol".
"Entonces oí la voz de Francisco (su Yo apaciguador). —Mira. ¿Ves bien ? Así vivimos, todos. Porque al cabo, las ilusiones de los hombres, diferirán para la mirada de los cielos?
"Bendito, Francisco. Si, a mí una sola ilusión puede sostenerme ya: mi Cabecita despeinada, suave y tibio refugio de mi ternura" .[12]
Esta es la página final de Barrios. El niño, alfa y omega. Página final aun cuando nos entregue nueva poesía. Porque su vida entera —reflejada sinceramente y a la vez artísticamente— en su obra tiene un hilo conductor. El hijo que tira de sus ensueños y le enciende la emoción de su atardecer.
En las Notas autobiográficas, que el autor tuvo la bondad de enviar al de este artículo, dice el maestro: "He definido el Arte así: Es una ficción que sirve para comunicar, no la verdad en sí misma, sino la emoción de la verdad. Y he dicho sobre mi ideal de estilo: Música y transparencia, porque con esto cumplido, las demás virtudes vienen solas" (Subrayo yo).
Así está definida su novelística. No es realismo: es ficción. Es un superrealista que no entrega el retrato, sino la emoción. Pero, como los modernistas y al revés de los románticos, en una perfección de estilo que es transparencia musical.
El paisaje interior y el exterior se hermanan a veces en un solo rasgo, una breve pincelada feliz. El lenguaje popular, sin coloretes criollistas, se dignifica al toque de la poesía, como en Güiraldes y en Prado. Están en El hermano asno y Gran señor algunas de las páginas más sencillamente líricas de nuestra prosa.
Junto a la copla campesina astuta y desconfiada:
Ayer se me perdió el lazo
en la casa 'e Ño Meneses.
Todos serán muy honraos,
pero el lazo no parece.
...,un aleteo de pincel difumina un paisaje: "Se pierde la cuenta gris de los días que clarean y anochecen así". O en este otro pasaje: "Un vientecillo se fue aproximando. Lo sintió José Pedro venir entre las plantas, pasar, huir. Dejó una lluvia de acacias en el suelo. Y no hubo más".
Y el arriesgado alarde de pintar a la heroína en su otoño: "Se había hecho un gran silencio en las casas. Al salir de la bodega solo, hacia el patio interior, divisó don José Pedro la dulce figura de su Marisabel, allá, viejecita y blanca entre dos granados frondosos y enrojecidos de fruto. No supo cómo le resurgió entonces en la mente aquella lejana infancia en que de las granadas labraba él coronitas para la Virgen María"...[13] Estas citas de Gran señor merecen ser coronadas con el estoico final de ese hombre tierno y fuerte como un huaso de carne y huesos... y entraña. 'En efecto, como entre cuatro y cinco de la tarde, ya oleado y sacramentado, fijó el caballero la vista en un haz de sol que metía su franja llena de corpúsculos encendidos por la ventana y pareció ausentarse del mundo. De pronto, sin embargo, sin cambiar de postura, habló: —"Antuco, si tú plantas otra viña, hijo, hazlo en El Fiel. Es tierra inmejorable para la uva. Sonó su voz como tantas veces había sonado cuando, ya en el estribo, dejaba órdenes el patrón para sus temporales ausencias..."[14] No he leído nunca una descripción más sobria y eficaz de la muerte de todo un hombre.
Permítaseme recordar, para terminar, esta acuarela franciscana: "No es del todo triste el Convento bajo la lluvia. Yo miro por mi ventana el patio enorme y los claustros sombríos. Una luz cenicienta lo suaviza todo; el verde frío de los arbustos, el tono de las pinturas y el oro envejecido de sus marcos. Aun el castaño de los sayales se vela suavemente de gris"... "El espacio tremolaba como el interior de una campana en reposo. Una campana inmensa, de azul y de noche".[15]
De la rica vendimia que legó a la prosa castellana la renovación modernista de Darío, la novelística de Eduardo Barrios representa en América una de las cosechas más doradas y varias.
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Notas
[1] "Sobre el concepto de modernismo", Federico de Onís, La Torre, Universidad de Puerto Rico, Año I, N° 2, abril-junio 1953, San Juan, Pág- 95 ss. [2] Prólogo, Manuel Gálvez. Un perdido, Eduardo Barrios, V edición, Nascimento, Santiago de Chile, 1946. [3] "Eduardo Barrios", Grandes Novelistas de la América Hispana, Arturo Torres-Ríoseco, University of California Press, Berkeley, 1943, vol. II, pág. 34. [4] Eduardo Barrios ha publicado: Del natural, Iquique, Chile, 1907 (Varios cuentos y una novela corta, Tirana Ley); Los mercaderes en el templo, Santiago, 1910 (Teatro); Por el decoro, Santiago, 1913 (Teatro): Lo que niega la vida, Santiago, 1914 (Teatro); Vivir, Santiago, 1914 (Teatro); El niño que enloqueció de amor, Santiago, 1915 (Novela); Un perdido, Santiago, 1917 (Novela); El hermano asno, Santiago, 1922 (Novela); Páginas de un pobre diablo, Santiago, 1923 (Cuentos); Y la vida sigue, prólogo de Gabriela Mistral (Cuentos y notas autobiográficas), Buenos Aires, 1925; Tamarugal, Santiago, 1944 (Relatos); Teatro escogido, Vivir, Lo que niega la vida, Por el decoro, Prólogo de Domingo Melfi, Santiago, 1947; Gran señor y rajadiablos, Santiago, 1948 (Novela); Los hombres del hombre, Santiago, 1940 (Novela); Cuatro cuentos, introducción y notas de S. Resnick, Harper, N. Y., 1951 (Selección). De El niño que enloqueció de amor se han hecho seis ediciones en Chile, una en California, con notas de Torres Ríoseco, otra en Barcelona y una en Argentina, de Losada, que incluye dos cuentos, Pobre feo y Papá y Mamá, en 1948. Heath and Co., en el n. 17 de su serie de clásicos españoles abreviados para uso escolar lo publicó en 1931-32. Un perdido, a los tres años de su aparición en Chile fue reeditado en Buenos Aires, con prólogo de Manuel Gálvez. Luego
se hizo una edición madrileña, de Espasa-Calpe en 1926 y la última de Nascimento, Chile, en 1946. El hermano asno tiene una segunda edición en Buenos Aires en 1923, en la Biblioteca de Novelistas Americanos y nuevas ediciones en 1926 en Chile y Argentina a la vez (Losada, Buenos Aires; Nascimento, Chile) y otra chilena en 1929. Hay una edición de Madrid, sin año. Y en Chile, Nascimento lleva seis ediciones y una Ercilla en 1937. Traducción al francés de Francis de Miomandre en el vol. XXII de la Revue de Literature Americaine, París. Gran señor y rajadiablos, después de años de silencio del autor, sólo interrumpido por el poco trascendente Tamarugal fue acogido con insólito éxito de librería, especialmente en Chile, con repetidas ediciones en un año. De su última novela sólo conozco la primera edición, Nascimento, 1950, Santiago de Chile. [5] Notas autobiográficas, contenidas en parte en Y la vida sigue, pero ampliadas por Barrios y enviadas personalmente al autor de este ensayo, 1953. [6]Ibid. [7]Mirador, las letras y el arte contemporáneo, Angel Dotor y Munido, Madrid, 1929. [8] Panorama de la literatura chilena durante el siglo XX, Alone, 1931. [9] E. BARRIOS, Notas autobiográficas, L. c. [10]Carta al autor, solapa de Gran señor y rajadiablos, Nascimento, Santiago, 1948. [11]Tolle, lege, prólogo del autor a Gran señor. pág. 10 [12]Los hombres del hombre, pág. 315. [13]Gran señor y rajadiablos, pág. 463. [14]Ibid., 493. [15]El hermano asno, passim.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La novelística de Eduardo Barrios.
Por Carlos D. Hamilton.
Publicado en Cuadernos Latinoamericanos, Año XV, N°1, enero-febrero de 1956