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La ética de la carne en A contrapelo de Eugenia Brito

Por Cherie Zalaquett Aquea


 

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Al espacio urbano local, violentado por gigantescos monumentos mortuorios, como un  falo-mall  o un celular megalítico, Eugenia Brito contrapone la levedad de su códice  A contrapelo, para disputar conceptualmente desde la ética y la memoria colectiva, magistra vitae, la cartografía de la ciudad como sarcófago del cuerpo flagelado por la dominación.

La escritura poética de Brito traza una línea continua entre la fosa fúnebre y la cavidad vaginal como un solo umbral ambiguo, tanto del cuerpo que cobra forma para la vida como del que se deshace dispersando sus componentes astrales en un vi(r)aje de retorno al espacio infinito que les dio origen.

Cuerpos y partículas buscan desesperadamente su destino en la ciudad mausoleo instituida por el golpe que dislocó la historia de los “paraderos latinoamericanos”. Se trata, sin duda, de la  victoria crónica del fusil militar, que no hace sino reeditar a través de los siglos, el zarpazo de los Pizarro, de los Cortés, de los Aguirre, de los Portales y los Montt, para implantar su silabario donado a través de la masacre como lengua constante.

El murciélago de alas de plomo, la serpiente de acero, con su zumbido metálico, simbolizan la violencia institucional que sobrevuela en forma persistente la marcha de los pueblos condenados a la extinción que se levantan contra la desesperanza Esa caravana de cuerpos políticos desafía los menhires y los dólmenes de la metrópoli burguesa erguida como espacio de la muerte y  que, en la representación de Brito, es un habla-cicatriz que se remonta al grito gutural inscrito en la caverna prehistórica y aún más atrás, al no tiempo de la chora semiótica, anterior al signo y a la sintaxis,  que borbotea en la placenta.

En el texto de Brito, la piedra (o incluso la nervadura de una hoja) son la pizarra de la historia, el repositorio de fragmentos borrosos de hablas superpuestas que quedaron atrapadas en la ruptura violenta de su destino. Hablas que son la huella evanescente de cuerpos que tuvieron algún día el valor místico de la carne y que fueron degradados por el talismán del lucro.

En el culto a los muertos del antiguo Egipto,  la «carne» era valiosa, tenía sentido, por ello se la momificaba y perfumaba preparando su resurrección para toda la eternidad. Para Dussel, esta concepción constituye una fuente eticidad concreta. Determina la ética del cumplimiento de las necesidades para el  sustento de la vida humana: comer, beber, vestir, habitar, educarse, acceder a la cultura, a la recreación y al placer, constituyen la dignidad del sujeto ético corporal. También para la cosmovisión de los aztecas la tlacahuapahualiztli: «arte de criar y educar seres humanos», era una ética humanista.

Por ello, en las calles de humo de la ciudad sepulcral dibujada por Brito, en sus canaletas plagadas de residuos de cuerpos deshechos, en las partículas nauseabundas que experimentan su metamorfosis para volver al astro que la acuñó, aún allí anidan a contrapelo los ecos de las voces de las muchedumbres diezmadas por un modo de lenguaje que las excluyó para siempre. Brito las rescata como el cuerpo de un niño gigante dormido en los glaciares que espera ser revivido por el soplo familiar de sus vocales.



 

 

 

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La ética de la carne en "A contrapelo" de Eugenia Brito.
Por Cherie Zalaquett Aquea M