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Condena
o Salvación por la palabra
Por
Miguel Donoso Pareja
Luis Carlos
Mussó (1970), el "viejo" del grupo, Ángel Emilio
Hidalgo (1973), Ernesto Carrión (1977) y Fabián Darío
Mosquera (1983) son los autores de Porque nuestro es el exilo. En él
proponen dos temas básicos, uno de vigencia permanente-la palabra (el verbo)
como principio y fin de todo lo que existe al ser nombrado, su condenación
y salvación simultáneas-y otro- el exilio- resucitado por la voluntad
actual de un sector trasnochado de nuestra literatura que busca lo universal a
partir de la negación de lo local, como si Pedro Páramo,
hondamente mexicano, y el Ulises de Joyce, tan marcadamente irlandés, no
tuvieran una enorme e innegable proyección
universal. La emigración, además, es una vieja condición
latinoamericana, como lo subraya García Márquez en su prólogo
a ¡Exilio! (México, 1977), cuando dice: "Para muchos
latinoamericanos tal vez el exilio ya sea la patria. Sobrevivientes del genocidio,
la tortura o la cárcel, vagabundos en Paris o Nueva Cork, peones golondrinas,
militares políticos, becarios conspiradores, compañeros efímeros
que uno encuentra en Suecia o en México; obreros, escritores, estudiantes,
forman- formamos-una legión errante que se identifica por ciertos rostros
de desdicha o de furia fecunda…" Esto, que en 1977 tenía ya una larga
historia, es a estas alturas del partido más viejo que la sarna.
Los autores de este libro no se plantean el exilio así, en mi opinión,
sino como una manera de no estar del todo- usando palabras de Cortázar-
pero conservando las raíces, lo que es perfectamente válido.
El otro punto, el de la palabra como principio y fin de un universo que existe
al ser nombrado, ese mundo otro que es la escritura, la poesía en este
caso, es decir la creación, los autores coinciden esencialmente en la propuesta.
Así, la angustia de Mussó cuando inquiere "Para qué
la palabra, si sangra para que nazca el ángel en plena cabalgata. Para
qué la palabra, para qué", tiene su complemento, su respuesta
relativa, cincuenta páginas después, por boca (¿puño
y letra?) de Ángel Emilio Hidalgo, quién subraya: "El hombre
sabe que atraviesa / toldos de luz que inventa entre las sombras / por eso evita
que le invadan las palabras". Y agrega: "Comprendo que el verbo es uno
solo / y a él se adscriben las voces incesantes" Ernesto Carrión,
menos angélico, responde: "(…) dios existe; pero igual que un gran
artista de maravillosas dotes, nada tiene que ver él con su obra"
y "la poesía (…) HERMOSO MONSTRUO. Reflejo fiel del ser humano que
no construye ni destruye nada. Acaso tu, la más segura de las máscaras
que tuve, la más desvergonzada, no terminarás siendo otra cuando
alguien pase tus páginas sin entenderte./ Cuando alguien piense este canto,
para todos". Al final, el diluvio, "Y como un cráneo golpeando
la playa/ Golpea en mi rostro/ La palabra", según reconoce Fabián
Darío Mosquera.
Pero queda la poesía, su anhelo por un mundo
distinto, esa poesía que está aquí, en este libro. A
pesar de su coincidencia respecto a la palabra como materia creativa, su deleznable
y al mismo tiempo incólume vigencia, los textos de Mussó, Hidalgo,
Carrión y Mosquera son completamente diferentes, obedecen a una organización
discursiva específica en su individualidad.
Luis Carlos Mussó
muestra un discurso metafórico con predominio de lo paradigmático
-unidades yuxtapuestas, sin relaciones de causa y efecto-, lo que da como resultado
un gran espesor expresivo, una verticalidad, que se traduce con un carácter
no distributivo sino integrativo. Esto nos enfrenta a la necesidad de una lectura
inmersa en lo que Greimas llama disfraz de subjetividad, es decir, requiere de
un lector cómplice y subjetivo, creador al integrar el sentido global y
permanentemente cambiante del texto.
Por eso, el contacto con la escritura
de Mussó se vuelve un juego de intuiciones, un sentir, más que un
entender, una resonancia doble -la del poema y la de su lectura-, la posibilidad
de acceder a lo escriptible. Por ejemplo, si nos dice que "No es nada la
muerte" y que "la vida sin la música continúa siendo un
error" porque "la muerte no existe: obedece sobre todo a la música",
solo la complicidad creativa del lector, la cantidad de lexias- unidades de lectura
- que éste maneje, irá provocando los sentidos permanentemente cambiantes
del texto (según cada lector). En mi lectura la muerte existe mientras
existe la palabra y como donde empieza la música mueren éstas, la
vida sin la música continuaría siendo un error, seríamos
inmortales.
Bien lo dice Mussó: "en la muerte nos aguarda la
renovación (…) y llegan, en silencio, los hedores enhiestos de la resurrección.
Entre huso y huso de una noche remota. Entre forma y descenso de un felicísimo
naufragio". Y todo queda dicho según mi lectura. A fin de cuentas
sarcófago significa devorador de carne y, al mismo tiempo, tránsito
hacia otras formas de vida, gusanos, podredumbre y cambio, pero también
descanso. Carpe diem ante lo inevitable, entonces, como señala Mussó
en su sólida y honda poesía.
Según Tinianov, el factor
constructivo preponderante de la poesía es el ritmo. Y es verdad. Pero
el ritmo está en la lengua, en sus resonancias más profundas, en
la ductibilidad de la palabra, más allá del verso y de la rima,
más allá del anapéstico o el anfibraico, metros del griego,
imposibles en nuestra lengua.
Entre de los diferentes ritmos de los autores
de este libro, Ángel Emilio Hidalgo opta por el verso al buscar musicalidad
y, dentro de ésta o, mejor, precisamente por ésta, logra la transparencia
del sentido, opera sintagmáticamente a través de una versificación
cuya musicalidad ejerce una función distributiva que comunica sus contenidos
sin oscuridades y más cerca del disfraz de objetividad que del de subjetividad,
más cerca de Borges, podríamos decir, que de Onetti, más
cerca de Miguel Hernández que de Eliot.
Así, Hidalgo es
límpido, transparente, dueño de ese difícil logro de la sencillez
Leámoslo:
"No
hay punto final,
lo que queda atrás se multiplica,
corre por el
suelo y reproduce
la partitura original,
la sabiduría que conocen
los oleajes:
que los hombres pasan y la lluvia queda,
que no son sino
una gota,
un vaso de agua que bebiera el tiempo"
Esta esencialidad, esta sencillez rítmica no hace sino magnificar ese anhelo
de pureza de los inicios, sabiendo, sin embargo, son palabras de Ángel
Emilio Hidalgo, que "el tiempo nos hizo comprender / que nada vuelve a ser
estanque de agua clara", salvo su propia poesía, y que a pesar de
que es "Demasiado largo el camino hacia la noche" es a esa mágica
transparencia que caminan sus palabras.
En Ernesto Carrión lo angélico
y lo demoníaco se enfrentan, más anecdóticamente lo segundo
dentro de latigueantes trazos distributivos que irrumpen en las situaciones que
desentraña dándoles matices dramáticos, incluso, melodramáticos.
Carrión desea que "Por un día siquiera, sería
bueno que el anverso y el reverso no estorbaran". Entre tanto, despotrica,
casi operático: "Poeta hijo de puta" (la puta es la poesía),
"vago radical al que llaman demonio", "ateo encolerizado, simio
susceptible". A través de diferentes personajes (estos, explica Noe
Jitrik, son" el puente que liga una capacidad- la del lector- con un conjunto
de significaciones") vocifera. Y aparecen Pessoa ("tampoco soy yo mismo"),
Lautrec ("el bien o el mal, la castidad o la impudicia serán siempre…),
Jesús ("No sé quién de los dos está más
solo / Desde que soy tu criatura") Sófocles" (Solo al hombre
le es dado preparar su ruina"), Genghig Khan. ("El don de mi ira"),
Billy the Kid ("un animal destrozado que no logra justificar cómo
ha vivido"), a partir de quienes Ernesto Carrión flagela y se flagela,
se dice y se desdice, sabe que solo lo inmediato es verdadero (carpe diem), pero
no es eso lo que quiere y frente a lo dionisiaco o lo fáustico anhela lo
apolíneo o cree anhelarlo. Y es esta la manera en que lo expresa:
"Yo
he de decir aquí aparece el cielo
Yo he de decir aquí araré
el principio
Yo he de fundar mi casa y no volveré a partir
sobre
terreno extraño"
Fabián
Darío Mosquera, el más joven, abre con un poema excelente -"Exhumaciones"-,
presidido por un epígrafe de Ungareti que habla de "la caridad feroz
de los recuerdos". Nostalgia prematura de Mosquera que reconstruye su infancia
integrativa y paradigmáticamente, con un discurso donde la imagen es la
rectora y la ternura una tensión sobria y honda. En este nivel mantiene
su poesía, incluso en sus diversas tesituras- en sus dos sonetos, por ejemplo-,
evidenciando, junto a su alta creatividad, un oficio manejado con propiedad y
sapiencia, cerrando así el combate con y por la palabra de este libro en
el que cuatro vocaciones -realidades poéticas indiscutibles- se salvan
por la palabra, aun reconociendo su condena o, como señala bellamente Fabián
Darío Mosquera, sabiendo que la palabra es "corteza en el árbol
del humo" y el silencio "un cardumen de roedores".
Hermosa,
honda, variada y sin embargo unitaria, la poesía de este trovador es el
cierre justo de un libro que enarbola una calidad envidiable donde, cito a Mosquera,
"un cíclope vuelve a la noche buscando la semilla de los temporales"
y los poetas engendran "con el ocio sagrado de la mente en llamas" una
"selva de luces".