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Ernesto Carrión o la embestida de lo Real.

Por Fabián Darío Mosquera*

 

Alguna vez, durante una de aquellas buenas jornadas etílicas de hace años con Ernesto Carrión, sonaba en el sitio aquel tema de la música popular latinoamericana que reza: “porque el sentimiento es humo/y ceniza la palabra/ el amor acaba”. Entonces Carrión absorbió una gruesa bocanada de su infaltable tabaco Líder, y repitió para sí mismo, como paladeando, al tiempo, el humo y la frase: “y ceniza la palabra”. Aquel gesto sintetiza una preocupación vigente a lo largo de su obra literaria. En pasajes varios de los libros que conforman “La Muerte de Caín” -tetralogía por la que nos hemos reunido esta noche-, este autor registra enunciados para dar cuenta, precisamente, de los límites de la palabra. De su naturaleza a veces huraña, y otras, fructuosa, (un examen diacrónico del trabajo de Carrión muestra que las palabras son, en ocasiones, una tempestad secreta que salva a los hombres; y en otras, una latitud para el destierro, e incluso, una forma de traición). De allí que elija, para este volumen, un epígrafe en el que Foucault asegura que “la literatura comienza cuando el libro ya no es el espacio en que la palabra cobra figura, sino el lugar en que los libros son retomados todos y consumidos: lugar sin lugar (…)”.

Aquello del “lugar en que los libros son retomados todos y consumidos” expresa bien el carácter evidentemente intertextual de la obra de Carrión; pero más allá de eso, las conjeturas en torno a la naturaleza y el alcance limitado de la palabra, nos permiten referirnos -y ampliar- algo ya mencionado por el poeta y crítico quiteño Juan José Rodríguez Santamaría; quien, refiriéndose al último trabajo de Ernesto (“Demonia Factory”), asegura que se trata de “un artefacto para sacudirnos de nuestro sopor mostrándonos lo que el psicoanálisis lacaniano denomina “lo real””.

Agrego que ése es un rasgo, una marca identitaria –esencial- de toda la escritura de Carrión, desde la concepción y “ejecución” de los libros que terminarían por constituir “La Muerte de Caín”; puesto que lo real psicoanalítico es – entre otras acepciones- aquella región del sentido que no puede ser aprehendida con los utensilios de la palabra. Algo así como la unidad nouménica de la que da cuenta la fenomenología; y que, justamente por esa condición inaprensible, genera angustia; ya que no existe código, consenso cultural o convención civilizatoria alguna capaz de traducir de manera absoluta ese germen de la condición humana: la miseria de la incomunicación, la orfandad endémica del hombre.

En el mismo sentido de lo planteado por Rodríguez Santamaría, resulta esclarecedor entonces un fragmento de una carta enviada por Althusser a su novia Franca, en 1964; fragmento incluido, casualmente, en el prólogo del volumen que reúne las opiniones del filósofo respecto del psicoanálisis: “Viví en verdad varios meses con una extraordinaria capacidad de contacto en carne viva con realidades profundas, sintiéndolas, viéndolas, leyéndolas en los seres (…) como en un libro abierto. A menudo he vuelto a pensar en esta cosa extraordinaria, en la situación de esos pocos cuyo nombre venero, Spinoza, Marx, Nietzsche, Freud, y que necesariamente debieron tener este contacto para poder escribir lo que dejaron: de otro modo no veo cómo podrían haber levantado esta capa enorme, esta piedra sepulcral que recubre lo real… para tener este contacto directo que arde aún en ellos”. Carrión –y no exagero- bien podría integrar esa lista de subjetividades que lograron una lectura ardiente de su realidad inmediata y tangible, para sugerir el brillo u opacidad de lo que la subyace. Que lograron ese “contacto con lo real” para dar cuenta de la inefable caligrafía de la angustia. Ernesto comparte, digamos, ese privilegio/estigma.

Con él surge, además, un caso singularísimo en la poesía ecuatoriana de los últimos veinte años, ya que resulta difícil recordar una obra que responda a semejante planificación, una obra que se remita con tanta fidelidad a la idea de un proyecto a largo plazo. Los dos primeros libros de “La Muerte de Caín”, “El libro de la desobediencia”, escrito entre 1998 y 2001, y  “Carni Vale”, elaborado entre 1998 y 2002, son, en esencia, un solo libro. Trabajados simultáneamente, comparten el mismo pulso vital. Pero, en el caso del primer texto, ¿de qué desobediencia estamos hablando? Hay que fijarse en la “obertura”: ya desde la primera parte, titulada “Bosques ancestrales”, se apuntala una estructura semántica evidentemente marcada por el contacto de Carrión con el “Tótem y tabú” freudiano, obra que él mismo ha mencionado, en entrevista, como una de sus influencias tutelares. En dicha parte se constata una forma inteligente y sensible de subvertir el logos canónico del Dios judeocristiano; rasgo que, a partir de allí, acompañará a Carrión en todas sus propuestas líricas. Esta vez, específicamente, utilizando referencias a formas primitivas de construcción social. Allí aparecen, por ejemplo, las nociones de endogamia y Kinship; y en el poema titulado “Tótem”, esta conciliación entre indagación etnográfica freudiana y alusión bíblica, arroja como resultado un texto notable, que a través de estas herramientas casi culteranas, empieza a sugerir la muy íntima desazón -angustia- que caracteriza la voz del poeta guayaquileño:

Asisto a la primera fiesta de la humanidad:
El Padre es el banquete inesperado.
Y el vino se transforma en una ofrenda extraña,
cuando es vasija el cráneo y diente la memoria.
Las viejas cocineras (madres e hijas) limpian la casa,
sirven la mesa con anhelo de hacerlo.
Yo tomaré uno de los doce puestos,
y aún sin inclinarme    
la mesa como un ojo vigilará las plegarias
que mi mente acepte.

Y la porción de olvido que me toque.

Decíamos que se trata de una forma particularmente sensible e inteligente de subversión. Contrario a lo que se ha dicho en el pequeño y mezquino universo literario de Guayaquil, Carrión no es un poeta maldito. Por lo menos no a la usanza harto trillada de quienes, convocados por la necesidad de desdeñar un orden social que exige decencia a través del hipócrita “deber-ser” kantiano, cimientan una obra que se sostiene con registros de la marginalidad urbana y las licencias sexuales. No, aquí –y hablo de toda el trabajo de este escriba- se advierte algo más profundo, quizá otro tipo de “malditismo”. Hay menos Bukowski (un maestro, sin embargo, en lo suyo); y más del espesor filosófico de Cioran o Elias Canetti. “El libro de la desobediencia”, primera tentativa lírica, sostiene, por ejemplo, a lo largo de todas sus páginas,  esa suerte de jactancia dolorosa del insurrecto; tanto en las escenas dialécticas protagonizadas por Caín, Abel, Eva y Adán; como en aquellos “Cantos de la sal” en los que se advierte lo que Mutis llamaba “la nostalgia erótica”, o en la “Carta personal” que abrocha el volumen con un texto en que el autor vuelve a su inquietud respecto de las posibilidades del decir, del habla que, como él mismo afirma, “vuelve trizas la memoria” y “retiene en lo más hondo a la Bestia verdadera”:

“(…) Y el agua rauda, que alguna vez corría libremente, que puso las palabras ante mí como lebreles fieles, que decía yo soy, movida por correas transparentes y feroces, ahora quieta, permanece, ineludible. Y la palabra franca, perdida, quién sabe en cuántos laberintos que dan forma al hombre (…)”.

Desde este libro –es decir, desde el inicio- se van también esclareciendo quizá los rasgos formales más importantes de la producción literaria total de Ernesto: su entendimiento cabal de ese principio axiomático del ultraísmo que exige metáforas, imágenes audaces (esto es lo que lo enlaza con la poesía latinoamericana del siglo XX) ; y, por otro lado, el uso de aquella figura que la retórica tradicional suele llamar epifonema, y que consiste en la rúbrica de una sentencia de hondas resonancias filosóficas. Así, en un escenario de techos de zinc, viñetas nocturnas y diurnas que incluyen “instantes de la luna” y centelleos de un sol que “arde como una brújula en la mano”, la voz lírica suelta sentencias de este calibre: “La memoria es la ruina confortable donde duerme un niño”, o, “Solamente en el amor, al fin comparten impurezas dos seres humanos”.

Estos rasgos –atributos, más bien-, junto al afianzamiento de símbolos que Carrión ha trabajado denodadamente (la madre, la Bestia, la mujer como fuerza desestabilizadora, como súcubo), logran su estado de gracia en “Carni Vale”, una pequeña pieza de orfebrería verbal, imprescindible en la historia de la poesía ecuatoriana contemporánea. Aquí el autor hace uso de una reposada prosa cercana a Saint John Perse; y un encabalgamiento de versos largos que, a punta de nostalgia y honestidad –característica, esta última, sumamente importante para Carrión- aleccionan, aunque cuidándose sagazmente de caer en el tono catequizante que marca las tentativas tan ambiciosas. Ernesto preferiría pensar, lo ha dicho varias veces, que simplemente enseña con la autoridad que se les confiere a  los hombres ungidos por la destrucción, aquellos seres de un desasosiego fecundo (Allí están Absalón, Agamenón, Li Po, Pessoa, Paco Tobar García y Zarathustra). Basta fijarse en este hermosísimo poema titulado “Utopía”:

 Pido perdón por recostar las pesadillas (que crujen entre las hojas de los plátanos),
como cientos de grillos.
De cuántas formas ya parece este sitio un blanco jazmín que vibra al viento.
Una mordaza por la cual hemos debido mejorar las voces,
o imaginar masacres detrás de las ventanas como algún insecto.
Nadie oculta entre nosotros que el goce es sólo otra quietud que al fin engaña.
Grandes relieves de máscaras que marchan sometidas al rigor del pulso.
O la sequedad de toda agua, detrás del griterío de la hierba.
Por un momento al menos,
Pido perdón por las aves, que caen como fuegos artificiales cerca de mi frente.
Por estos bienes constantes, que tuve y destruí para desear de nuevo.
Por cada cuerpo manoseado, que solamente fue el sueño de un lenguaje común.

En los libros publicados después de Carni Vale, nos enfrentamos a un Carrión cuyo discurso cambia, esencialmente en forma: ya no se trata, solamente, de intentar subvertir ciertas nociones socioculturales, religiosas, o del “develamiento” de lo real psicoanalítico. Ahora es la misma horma lingüística tradicional la que se ve alterada. “Labor del extraviado”, por ejemplo, trabajado entre 2002 y 2005, es una muestra del delirio llevado a género literario: se suprimen los signos de puntuación permitiéndole un frenético galope a la voz lírica; y se acude al manejo de mayúsculas enfáticas, recurso utilizado varias veces por Leopoldo María Panero (un autor cercano a Carrión) y Pablo de Rokha. Es desde aquí, también, que empieza a advertirse con mayor claridad la presencia de la imagen surrealista en la poesía del guayaquileño: el Truhán competente que, en el Introito, avanza gritando ¡ADONAI!, ¡ADONAI!, y el cierre del poema tercero que alude a una “mirada prometida a la navaja”, son rasgos con un extraño acento buñueliano. Extraño porque no es, desde luego, intencional; ya que el cine no aparece nunca o casi nunca en la escritura de Ernesto.

Pero, como apunta bien Juan José Rodríguez, en la obra de Carrión se suscita un  “cambio de registro estilístico que avanza desde el surrealismo hasta el neobarroco (donde la imagen surrealista no se ha perdido sino que pasa a formar parte de un registro más aglutinador)”. Sin embargo, no se trata de un tránsito hacia esa concepción preciosista propia del nuevo barroco antillano, (concepción que, según decía un Andrés Caicedo encaramado en el potro del parricidio, había terminado por arruinar la escritura de Carpentier); sino hacia la concepción provocadora del neobarroso rioplatense de Perlongher. Es decir que, mientras los libros anteriores son una elegante y apesadumbrada “puesta en escena” del desasosiego de estar vivo, “Labor del extraviado” es un rizomático e hiriente viaje hacia el delirio, es la feroz peregrinación de aquel que, nostálgico, cantaba en los primeros libros:

“(…) y yo por los caminos y el ruido de los arrabales donde los hombres meaban a sus mujeres con un vaho demente

por las veredas que iban prendiendo sus primeras luces
mientras el viento hundía su pico entre los cerros y los árboles mojaban sus
gargantas en las azoteas más oscuras  (…)”.

“La bestia vencida”, del 2004, es quizá, en términos de estructuración, el proyecto más ambicioso del autor (de los que conforman “La Muerte de Caín”). Es un ir de registro en registro, sobre los viejos temas: en un preludio titulado “Desembarco en el país salvaje”, Carrión vuelve a intentar –en prosa- un derrotero para la utilidad de las palabras, para el “servicio” que puede representarle la escritura: “(…) yo me decido a escribir/ para mentirme que parto/ -cuando no es cierto-/ para escupir este sueño/ de haber vivido.”. Luego vuelve, en “Conquistarás y olvidarás para qué has conquistado”, a la construcción dramática, hilvanando un “acto permanente” en el que participan Hölderlin, Scardanelli, Dementia, Sófocles, Salvatore Rosa y Scrivare. Y digo vuelve, porque en varias ocasiones ha asegurado que comenzó escribiendo teatro –a los quince años- y terminará escribiendo teatro. En “Hipótesis de nosotros que confundimos la sombra con Pompeya”, su vena filosófica se expresa clara, sin ningún tipo de atenuantes, para producir un texto que habla ya no de las limitaciones de la palabra sino de la misma experiencia, en un mundo de certezas desdibujadas que obliga al hombre a interpretar y ser interpretado. Y vuelven las referencias mitológicas, literarias, políticas: allí está Artaud junto a Billy the Kid, Dylan Thomas junto a Hitler, Lilit, Desdémona y Penélope junto a George Bush y Genghis Khan… en fin, un tropel de símbolos que va constituyendo el pulso de la Bestia herida.

Pero más allá de los textos que sugieren un conocimiento exhaustivo de las peculiaridades biográficas de estos macro-personajes, y que denotan una utilización de esas peculiaridades al servicio del heterogéneo discurso de Carrión, sugiero que nos fijemos en un texto en el que se logra algo particularmente interesante: después de la mención de aquellos referentes capitales, Ernesto echa mano de personas de su círculo más íntimo –en ocasiones con nombre y apellido- y, a través de ellos, apuntala de nuevo diestra, elocuente, nostálgica y hermosamente toda la desazón que le produce la incertidumbre enquistada en el centro de aquello que llamamos “lo humano”. No conocemos a estos personajes y, sin embargo, los conocemos como solo se conoce uno mismo:

mi padre, honrado como su padre,
se ha pasado 58 años enamorando mujeres
que no han podido ganarse el pan
sin la entrepierna.
Misses Rose, no se casó jamás
y guardó luto hasta su muerte por un joven doctor
que no llegó a desposarla.
Mi abuela, negra como el silencio en la boca del siervo;
cuidó de 14 nietos y de hijos a los que ofende su color de tierra.
Luis Alberto Bustamante -amigo de pubertad-
pasó 27 años del trabajo a su casa,
y estudió religiosamente a pesar de su cariño hacia ROMA PAGANA
(no cumplió jamás los 28).
El cornudo de Da Silva que perseguía gulas terribles -en ninguna parte-
trató bien a toda mujer y toda mujer pateó su trasero noble.
Y lo que quiero decir es
que he visto el amuleto corroído que acaricias con tu mano
vida pretérita.

La sal de los sacrificios sobre tu playa tomada.

Poesía, como vemos, de la intimidad irreductible y, al mismo tiempo, de la más vasta universalidad. Del pulso melancólico de una cinta de Tarkovski y de la vehemencia de un alegato de Racine. Ofrenda y reprimenda; trabajo frente al que –hablo por mí, y por el compromiso de esta noche-, a la hora de una interpretación, se debe elegir la última de las dos opciones que Susan Sontag planteaba para estos casos: un análisis de afecto; lo que quiere decir que, ante la insuficiencia de los recursos críticos para la disección objetiva de la obra, queda el intento de, guiado por la fascinación que ésta despierta, avocarse a la construcción de un juicio que la honre y que albergue un poco, por lo menos, de la inmensa dignidad con la que ha sido escrita.

 

Leído en la Alianza Francesa de Guayaquil.

* * *

 

Fabián Darío Mosquera: nacido en Colombia, en 1983. Radicado en Guayaquil desde los tres años de edad. Sus intereses giran en torno a la literatura, el cine y el psicoanálisis. A los 17 años, integró durante algunos meses el taller literario del Banco Central del Ecuador, coordinado por Miguel Donoso Pareja. A pesar de no haber publicado todavía un libro, su poesía -aparecida en diversas muestras colectivas y antologías internacionales- ha tenido una muy buena recepción de la crítica ecuatoriana. En 2005, dentro del marco de una materia de la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica de Guayaquil, realizó “La casa de las iguanas”, documental de 40 minutos sobre el estado de la poesía joven y de los grupos literarios en el puerto, que desató una polémica en el minúsculo mundo citadino de las letras. Dicho trabajo fue premiado por la Universidad de Cuenca y la C.C.E Núcleo del Azuay en 2006, y en febrero de 2007 fue seleccionado por Ochymedio para integrar una retrospectiva histórica del cine ecuatoriano, dentro de un bloque llamado “Documentales Guayacos”. Además, Mosquera participó, en 2006, en el encuentro internacional de poesía joven “Novíssima Verba”, en Lima. Ese mismo año publicó, en Quito, “Porque nuestro es el exilio” (Eskéletra editorial), muestra de poesía guayaquileña que incluye textos de Luis Carlos Mussó, Ernesto Carrión y Ángel Emilio Hidalgo. En Perú, también, fue incluido, este año, en una antología de poesía ecuatoriana contemporánea auspiciada por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado crítica literaria y por trabajos de narrativa fue premiado por la Sociedad Femenina de Cultura. Actualmente, es cronista y crítico de cine en El Telégrafo.

 

 

 

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