Monsieur Monstruo de Ernesto Carrión
Por Mario Arteca
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Ernesto Carrión (Guayaquil, 1977) seduce desde el vamos por su trabajo exhaustivo sobre la interpelación, que es el acto de interrogar por antonomasia. ¿Pero qué es lo que se pregunta Carrión en sus escritos, y especialmente en Monsieur Monstruo? Tal vez sea el modo en que se reconstruye la materia verbal con la que se talla el signo. El libro de este escritor de Guayaquil se mueve bajo un mecanismo de contracción y desarrollo, como si la lengua estuviera enrollada en otra, regido por la praxis deleuziana, de la que parece deudora la escritura de Carrión. Los fragmentos con que se imbrica una lírica del tiempo subsumido trabajan contra la idea de que el silencio, como matriz pronominal de las palabras, es sólo la materia prima de un lenguaje cuya prosodia –y es justo decirlo en estos términos- deviene una poesía de las sustituciones, pero no necesariamente de la metáfora como norma estilística. La poesía en Monsieur Monstruo es esa “proa impermeable subiendo por la superficie del agua”, lo que formaliza la idea de que estamos ante una poética de la refundación, de los primeros elementos, cuya fuerza es la propuesta de erosionar la sintaxis, los posicionamientos gráficos al parecer descabellados, la preeminencia de ese códice de los cuerpos que combustionan en nombres, en intervalos donde no existe Logos que reúna todos los pedazos de un discurso lírico. El intento por reclamarle a la superficie su sentido de proximidad al lenguaje, se encuentra en este texto ya desbaratado. Si un libro de poesía debiera ser el punto de confluencia entre el sujeto y su mundo, Monsieur Monstruo consigue desmentir esta presunta sentencia argumentando que para concebir una obra hay que adelantarse a la inutilidad de arrastrar la lengua hacia ninguna superficie. No se trata de un proceso de nomadismo escritural, sino de dejarse caer fuera del foco, como cuando afirma, en un pasaje netamente septembrino, que la estructura del verso es tan endeble como “un rascacielos lleno de gente desmoronándose sin saberlo para convertirse desde ahora en hierro humedecido”. La inconsciencia de la nueva escritura mantiene para sí el secreto de la caída, poniendo -ahí sí, en foco- una forma de reinterpretar, en clave deseosa, el mito de un Sísifo moderno, cuya condena es saber que más allá del derrumbe existen nuevas estructuras. Nueva enseñanza del monstruo: la caída deviene reconstrucción. Cuando Carrión repite al infinito las posibles combinaciones del nombre María, en todos los casos en minúscula, no hace más que mostrarnos su mirada más amorosa, aunque despiadada, pero también nos enseña cómo se replica el mecanismo de apropiación del sentido. La repetición, aquí, está atada al azar de las combinaciones, lo que multiplica la idea de que la escritura del poeta ecuatoriano es un suceso de procedimientos relevados por la fijación del estilo. Carrión sabotea la lengua, la incrusta de lleno en un tapiz apenas esbozado por la alteridad de otras voces, tal vez poéticas, pero por lo pronto tenemos la impresión de estar integrados a la lectura de sus textos como si un diccionario personal nos estuviera esperando, aunque se trata de un diccionario de versos, no de palabras. El arte del autor de Monsieur Monstruo es convencernos de nuestra capacidad de absorber movimientos fuera de la comunicación. La poesía de Carrión es bella porque la belleza nos arrastra de los pelos hacia nuestras debilidades más rancias, y consigue extraernos de cualquier normatividad, para ponernos por enésima vez en jaque con las emociones. Por eso, la obra de Ernesto Carrión posibilita uno de esos momentos que cualquier escritor sueña, incluso dormido: la oportunidad de leer un texto sólo como lector, y ya no como escritor, es decir como un sujeto ganado por el asombro y la codicia de la relectura.