Me has llamado con tu palabra metálica desde el país de los marfiles muertos. Mi contestación es un bramido fraterno. Sí, también mi edad se acrecienta y gime sobre un metal en llamas y me sobrevuelan aves quemadas.
Pienso en ti y pienso en mí: ¿quién de los dos es el pescador que no existe? Dímelo, por favor. Es ciertamente difícil existir y también es difícil no existir, sin embargo hemos de saber quiénes somos antes de que se levanten los maíces sagrados y comiencen los días en que se celebre la incongruencia de la muerte.
Me dices que vas a trazar un círculo sobre tu cuerpo para saber de qué color es la tristeza. Ha de ser un círculo imposible, un círculo infinitamente perfecto. Busca su fórmula incomprensible, el signo de un signo. Tú puedes hallarla. Busca su dígito. Recuerda que hemos de disolver el color de la tristeza antes de apostar por la existencia o la inexistencia.
Me has dicho también que las cabezas que no tienen dueño siguen hablando de amor. ¿Has escuchado tú su voz estrangulada en los imanes del silencio? Desconozco esa voz, también desconozco el volumen final de las cabezas y, finalmente, desconozco qué pueda ser el amor. Dímelo para que yo mismo pueda advertir –advertir y olvidar– mi consistencia; mi consistencia anterior y posterior a ser, anterior y posterior también a no ser.
Tu situación es dolorosamente privilegiada, te mueves como si el final guardara tu comienzo. Es decisiva esta inútil sabiduría, pero de ella se deduce el resplandor que llevas en tus manos. Yo permanezco sobrecargado por preguntas inmóviles, a su vez inútiles.
Procúrame, pues, tus respuestas incandescentes. Quiero ver con los ojos cerrados el gran espacio vacío, es decir, el espacio de la eternidad. Su imposibilidad alberga, te lo tengo dicho,
tu final y tu comienzo.