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Notas sobre el fuego:
El incendio de Valparaíso de Eduardo Correa

Por Benjamín Carrasco

Publicado en WD40, N°1, Valparaíso, invierno de 2020



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Antes que estallase, el árbol estaba junto al árbol, la casa junto a la casa, cada uno separado del otro, independientes.
Sin embargo, lo que estaba aislado es unido por el fuego en un tiempo mínimo. Los objetos aislados y diferenciables se funden en
las mismas llamas. Se igualan hasta tal punto que desaparecen del todo.

E.C

La crisis producida por el desastre es la de un territorio que evidencia sus fisuras. Cualquier lenguaje estético que proyecte una compulsión sobre la habitabilidad y los imaginarios simbólicos asociados a ella, se verá indeleblemente interpelado por la turbulencia y la furtividad del caos. La marca de la fractura en Valparaíso es el fuego. Este enciende una inclinación sensible trastocada por la violencia de un apetito enardecido, de una desmesurada voracidad, que tal como se alimenta de los cuerpos y de todas las especies, se refleja en la expresión del fuego como lenguaje. Eduardo Correa pareció advertir que, en en el terreno hirsuto de esta ciudad, se suspendía un designio cercano a lo anterior, ineludible como condena, cuando entregó al panorama escritural, en el año 2003, El incendio de Valparaíso. Los treinta y cinco poemas que componen este libro parecieran estar fracturados cual brasa crepitante, esquivos en la ironía, que nos recuerda el juego amargo de la tragedia. Una tragedia que se desintegra como jirones en la gran hoguera que es Valparaíso, siendo el texto cada rasgadura de lumbre: jirones que aparecen como voces, mitos desvaneciéndose en el éter o arquitecturas convulsionadas.

Creo que lo dicho por Rodrigo Arroyo, en el epílogo a la re-edición de 2015, cobra una magnitud considerable, a la cual habría que seguirle la huella: “escritura poética cuyo sentido y fuerza se asemeja a las llamas” (85). Escritura poética como un camino ecléctico e inasible, donde cada desborde es errático y traicionero. Quien trata de deambular por el culebreado cerco de su geografía, se encuentra sumergido rápidamente en el espacio teatrero que conforma el texto: 

Aunque nada observa a simple vista, el ojo sabe que se observa a sí mismo reflejado entre los intersticios del trompe l’ oeil que se desternilla de la risa. 
La visión entrampada de su propio vacío dificulta encontrar las huellas del texto que se escribe a sí mismo.
Desde la geometría de la mirada (geometría imposible, por cierto) hace restallar inclementemente la duda sobre el acto de la lectura.
Perder el objeto en sí mismo y hallarlo en la contención de lo posible. (23)

El encuadre del texto es también el del “trompe l’ oeil”, figura barroca que nos impacta y sobrecoge por su multiplicidad, derivando en un intento de lectura destinado al fracaso: se dificulta atrapar el objeto, quizás es imposible, como un niño intentándolo con las lenguas del fuego. Es la evasiva unidad de la fábula, como una palabra fugitiva e inaprensible que se comenta a sí misma, sospecha de sí misma, se engulle a sí misma. Este carácter metatextual desafía una lectura liviana e incomoda el rictus. Es un poema que se sabe poema y dibuja sus contornos con la misma traición y vacile con que lo hace este puerto —que cada vez es menos puerto. Una ciudad que enseña los caninos en cada recoveco, con sus mitologías disímiles, sus calles y arquitecturas desmembradas, sus barrios collage sombreados por el zinc y el OSB. Asimismo, las palabras aquí construyen una imagen abultada. Sitio alimentado por la convergencia de elementos tan dispares que configuran, a decir de los poemas, una algarabía que resuena por los callejones de Valparaíso: de Duchamp a Juan Luis Martínez, Van Eyck, Farinelli, Tristán Tzara. Nos vemos enfrentados a un ejercicio verbal tupido en engaños y desconfianzas: palimpsestos que evocan cierto aire proverbial —esto justifica las críticas al libro que han acentuado la cuestión premonitoria—, entrecomillados que siembran la duda de la cita y la pertenencia, intervalos de tono narrativo y otro tanto de recursos que presentan un dinamismo homologable al del incendio; de esta manera, todo el despliegue escinde las referencias de su concepción aurática, previo al robo o préstamo. Las consume, las disocia y se podría decir, incluso, que las profana: “Escupí una a una las sílabas sagradas” (39). La espesa mixtura es entonces una llama que abrasa desde el lenguaje: “Kristeva dame tu fortaleza para soportar esto” (75), señala una voz, como si la semiosis debiese ser encomendada a los santos, donde hasta Wittgenstein sale al ruedo, investido de Santa. Todo lo abarca, violentamente, todo lo une, violentamente.

Desde esta perspectiva, es pertinente mencionar los versos de Pizarnik, citados por Correa: “No puedo hablar con mi voz sino con mis voces” (11). La polifonía también se funde en este imaginario, forjando un discurso marcado por la pluralidad de registros. Son varias las voces presentes: Nenúfar Sandoval, Davina la Nuit, Irene Dogmatic, Eremita Castillo, Balacera recomendada, son algunas de las que escasamente se caracterizan. Voces femeninas cuya impostación travestida merecería un comentario aparte, pues también evoca una resonancia ya explorada por estéticas anteriores. Aquí son el resultado de un plano multifocal que reúne distintas realidades, humeantes en torno o dentro del fuego, como un coro rebelado que tensa un discurso sustantivo desde el encuentro y la re-unión; lleva a considerar el  replanteamiento de las diferencias como espacio de disputa. El incendio de Valparaíso sitúa un espectáculo, una gala de artilugios cuyas llamas brillan en el iris de los asistentes. El lenguaje cinematográfico periódicamente nos mueve hacia esto: “la handycam va registrando minuciosamente la escena. Cuadro a cuadro los ángeles aparecen y desaparecen en la retina incrédula del que graba” (51). Al mismo tiempo, las voces actúan intercaladamente, desarrollando una mezcla como acontecimiento propio del desastre.

Creo que en este punto decir algo sobre El incendio de Valparaíso es también decir algo de Valparaíso mismo —si suponemos la diferencia—, y es un gesto insoslayable que no puede pasar desapercibido. En los “Últimos cantos de la Balacera recomendada” esto se esclarece definitivamente: “Pero sabíamos también que Valparaíso era una metáfora y que toda metáfora es una suprema traición” (79). Correa se precia de esta efigie, que ya arrastra desde Bar Paradise (1986), y solapa las realidades camuflado en el delirio, cuando la ciudad pasa a ser escritura, y la escritura constituye el territorio, al fin. Es en esa bisagra en la cual Correa entra a disputar el lugar con otros relatos —sin querer ocupar uno en específico—, aquellos que dibujan un topos exótico y romantizado, con sus grafías apoteósicas, que dirigen su monóculo al espectáculo recreacional de la ciudad puerto, con su moralina vituperando esta condición de existencia, o con demasiado morbo como para construir un cuadro poético de la podredumbre. 

Hay en esta escritura esquizofrénica también un desplazamiento de los discursos racionalizadores. Una escritura fragmentaria como un entramado vertiginoso conducente al siniestro —o a lo siniestro, si aceptamos tal pretensión. El relumbre espontáneo y voraz del incendio difumina los límites del isomorfismo letrado y no hay azar objetivo que impida la desestabilización del pretendido e insoluble orden urbano —el famosillo plan regulador. La explosión es la suma de todas las fracturas, las de una ciudad que se empecina en conservarlas, dejando pasar a través de ellas el aire viciado tal un gas al acecho. Autoboicot. Una modernización a contrapelo cuyo devenir, al igual que esta diatriba estética, podría asemejarse a una autopoiesis degenerativa, como mecánica.

No caeré en la osadía de creer en una ciudad real. Pienso, más bien, que hay diferentes formas de habitar los espacios y de acceder a ellos, la imaginación es una. Así, bajo el resguardo de la metáfora que es Valparaíso, habría que confiar en que esto es sólo una imagen que nace a raíz de ciertos signos, quizás los más recónditos y velados, no obstante, prestos ante el desastre que los haga crepitar y enrojecer como ascuas. Luego, no habría sino que remover los escombros, rastreando el objeto sobre el cual cae la noche. Y es que Valparaíso también es una búsqueda, la búsqueda del punto impropio, allí donde las paralelas parlotean y se cortan: “Me desvanezco en esta geografía imposible, pensé para mis adentros, pero no podía haber adentros en una geometría que no era más que una metáfora” (26). Frente a esta imposibilidad, la del infinito, se posiciona la palabra:  “Entonces no nos quedó más remedio que aferrarnos a estos rastrojos de textos, a estos jergones que eran los lugares que apreciábamos y mucho” (79).

Puede decirse que es una escritura fragmentaria y que, como tal, es imposible acercarse a ella como a una parte por el todo, donde cada extracto sea representativo y aunar en sí una lectura cabal del resto. Es interesante que pese a la autosuficiencia de cada línea, cuando se piensa en la integridad, ellas componen un entramado indisociable e indistinguible. Los sentidos flotan en la superficie, emanan de ella y erigen nuevas construcciones tanto más camaleónicas como el resto. Pareciera suspenderlo todo y no habría sino que batallar con cada centímetro de su escritura, cargando siempre con el fracaso a cuestas, pues: “Esto no es una batalla, esto es una porción de infinito”.

Me gustaría señalar, como última apreciación, la cuestión de la eventualidad. No podría atribuirse este libro a un desastre histórico específico, a cuál hace referencia y cuál premoniza, a pesar de que la analogía se suscite de manera tan estrecha. Más bien, se presenta como una advertencia imperecedera, pues ha logrado visualizar los signos de un territorio amargamente trágico. En este sentido, El incendio de Valparaíso es un libro que se actualiza constantemente con cada desborde. Sea este o aquel desastre, Valparaíso es una ciudad suicida lanzada al precipicio de su cuenca; de vez en vez se da con peñascos, para recordarse a sí misma que sigue cayendo.



 



 

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