Termitas (Libros La Calabaza del Diablo, 2009)
de Priscilla Cajales
Por Ernesto González Barnert
Al volver por tercera vez a leer Termitas, no sólo me fuerzo a escribir con urgencia de él, sino que a celebrarlo. Tal como en su momento aplaudimos los libros Whitechapel y Füshe von Llafenko y que ahora me permito nombrar feliz del reconocimiento que consiguieron con el Premio Municipal de Literatura y Mención H. en Poesía, respectivamente. Enhorabuena. Dicho esto, centrémonos en el poemario de Priscilla Cajales (1984)
Sorprende la soltura de estilo de Cajales, ese errar desabrochado, rústico. La capacidad para meter componentes anómalos en el poema (en la realidad del poema). Su temple aristócrata-barrial con que enfoca y desenfoca su mundo (el mundo) sin perder verosimilitud. Sacándole lustre a la misma, giros brillantes, por más dura y exigida que sea la misma.
Quizás los recursos técnicos de su lenguaje nos parezcan torpes en terminaciones, versos, junturas de texto en texto. Pudo ser mejor trabajado, naturalmente. Pero, en general, suman a la sensación termita. Dan con esa ferocidad y amenaza latente y constante que se cierne sobre nuestra existencia y sistema de creencias. Sobre la “construcción” que llamamos realidad. Y, por supuesto, sin que deje de ser observación poética, es decir, imprimiéndole belleza a la sordidez, verdad al diario vivir por más ordinario que parezca.
Por consiguiente, Termitas, a mi juicio, es bitácora. Un poemario bitácora. Su propia vida a cuestas, el devenir social amenazado desde los cimientos por las termitas y su metafórica faena, horadando los pilares de la sociedad, la propia casa o habitación, nuestro cuerpo y el de los otros, nuestro sistema a todas luces absurdo. Una bitácora de viaje con el dejo de un diario de vida –cerrado con esos candaditos que cualquiera puede romper- con los fragmentos más desesperados pero también más lucidos de su observar y sobrevivir.
Loable me parece la crítica social trenzada a sus versos, no pierde la única escala posible, la humana. Otro punto destacable es la relación práctica con la vida que mantiene el hablante femenino de este libro (lo que traperas del género deberían estudiar a fondo). O su sexualidad rica y explícita sin caricaturizarse (el sexo como el mayor placer al alcance de los bolsillos -vacíos por lo demás- tantas veces). Me gusta el rescate del televisor. Quizá, sea el libro de poesía chilena, que mejor lo ha integrado a la fecha en un poemario, su ruido de fondo. Así también que la mirada poética de Priscilla Cajales no sea ingenua, sencilla. Problematiza su realidad, su desaliño en el mundo, sin caer en el autocompasión ni en la condición de víctima (en su versión chilena, es decir, de cartón piedra).
Por otra parte, agradecemos que no tienda a ser una mirada reduccionista (como tanto le gusta a la academia en todos sus sabores y colores) o total –donde caen los ansiosos- Y, sin embargo, es mejor que las que lo intentan. Donde siempre salva la ordinariez del decorado: la belleza es sucia. La sordidez con la autoridad y desplante poético de la sobrevivencia pese a todo… esa sabiduría de quien mantiene los ojos abiertos durante la caída.
En resumen, un poemario breve, que se deja leer de principio a fin y al que vuelves días más tarde para seguir encontrándole la gracia de lo vivo, de lo que se habla con nervio y franqueza.