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          de  Priscilla Cajales
        Por Ernesto  González Barnert
        
        
         
        Al volver por  tercera vez a leer Termitas, no sólo me fuerzo a escribir con urgencia de él,  sino que a celebrarlo. Tal como en su momento aplaudimos los libros Whitechapel y Füshe von Llafenko y que ahora me  permito nombrar feliz del reconocimiento que consiguieron con el Premio  Municipal de Literatura y Mención H. en Poesía, respectivamente. Enhorabuena.  Dicho esto, centrémonos en el poemario de Priscilla Cajales (1984)
        Sorprende la  soltura de estilo de Cajales, ese errar desabrochado, rústico. La capacidad para  meter componentes anómalos en el poema (en la realidad del poema).  Su temple aristócrata-barrial con que enfoca  y desenfoca su mundo (el mundo) sin perder verosimilitud. Sacándole lustre a la  misma, giros brillantes, por más dura y exigida que sea la misma. 
        Quizás los recursos  técnicos de su lenguaje nos parezcan torpes en terminaciones, versos, junturas  de texto en texto. Pudo ser mejor trabajado, naturalmente. Pero, en general,  suman a la sensación termita. Dan con esa ferocidad y amenaza latente y  constante que se cierne sobre nuestra existencia y sistema de creencias. Sobre  la “construcción” que llamamos realidad.   Y, por supuesto, sin que deje de ser observación poética, es decir,  imprimiéndole belleza a la sordidez, verdad al diario vivir por más ordinario  que parezca. 
        Por consiguiente, Termitas, a mi juicio, es bitácora. Un  poemario bitácora. Su propia vida a cuestas, el devenir social amenazado desde  los cimientos por las termitas y su metafórica faena, horadando los pilares de  la sociedad, la propia casa o  habitación, nuestro cuerpo y el de los otros,  nuestro sistema a todas luces absurdo. Una bitácora de viaje con el dejo de un  diario de vida –cerrado con esos candaditos que cualquiera puede romper- con  los fragmentos más desesperados pero también más lucidos de su observar y  sobrevivir.
habitación, nuestro cuerpo y el de los otros,  nuestro sistema a todas luces absurdo. Una bitácora de viaje con el dejo de un  diario de vida –cerrado con esos candaditos que cualquiera puede romper- con  los fragmentos más desesperados pero también más lucidos de su observar y  sobrevivir.
        Loable me parece la  crítica social trenzada a sus versos, no pierde la única escala posible, la  humana. Otro punto destacable es la relación práctica con la vida que mantiene  el hablante femenino de este libro (lo que traperas del género deberían  estudiar a fondo). O su sexualidad rica y explícita sin caricaturizarse (el  sexo como el mayor placer al alcance de los bolsillos -vacíos por lo demás-  tantas veces). Me gusta el rescate del televisor.  Quizá, sea el libro de poesía chilena, que mejor lo ha integrado a la fecha en  un poemario, su ruido de fondo. Así también que la mirada poética de Priscilla  Cajales no sea ingenua, sencilla. Problematiza su realidad, su desaliño en el  mundo, sin caer en el autocompasión ni en la condición de víctima (en su  versión chilena, es decir, de cartón piedra). 
        Por otra parte,  agradecemos que no tienda a ser una mirada reduccionista (como tanto le gusta a  la academia en todos sus sabores y colores) o total –donde caen los ansiosos- Y,  sin embargo, es mejor que las que lo intentan. Donde siempre salva la  ordinariez del decorado: la belleza es sucia. La sordidez con la autoridad y  desplante poético de la sobrevivencia pese a todo… esa sabiduría de quien  mantiene los ojos abiertos durante la caída.
        En resumen, un  poemario breve, que se deja leer de principio a fin y al que vuelves días más  tarde para seguir encontrándole la gracia de lo vivo, de lo que se habla con  nervio y franqueza.