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Umo (DASKAPITAL ediciones, Octubre 2010)
de Leandro Hernández Gómez
Por Ernesto González Barnert
Umo es un poemario desafiante, nicótico y breve. A contrapelo de la salud pública, que nos recuerda volcar una bocanada en la cara a los fundamentalistas de la moderación.
Una respuesta poética, es decir, legislativa, a esa política pública que va en desmedro del placer, nuestra voluntad y deseo. Y puja violentamente en aras de nuestra sanidad corporal con el afán de que seamos aún más productivos para los que detentan el poder. Y claro, le causemos menos gasto a su rentabilísimo sistema de salud.
Por cierto, yo no fumo. Pero estoy del lado de Leandro. Y como escribe Nicanor Parra: a mí el humo me hace bien.
Bueno, como ya deben intuir, es un libro sobre el placer de fumar. Arte que “pasa” todo lo demás.
Tres citas abren el libro. Un exceso imperdonable a primeras. Pero que rápidamente nos pone en guardia y da cuenta del molde (eje y clave) con que Umo no se disipa y lee con ganas. Me refiero al mecanismo unificador de la cita (s) que dan cuenta de los elementos esenciales que compondrán el discurso poético, el cuño literario de la propuesta.
Fumar para ayudarse a olvidar, lo dañino del vicio, la sociabilidad del tabaquismo. Nada nuevo bajo el sol. Pero ordenados con pericia, naturalidad y complicidad por Leandro Hernández Gómez (1970, Osorno). No exento de la inteligencia del aforismo y de la declaración de guerra, echa por un profesor de castellano, en todo caso.
Aunque mate, enferme, líe, jamás deja de ser una oportunidad para reiterar el placer. Afirmarse en su exhalación. Ya lo sabía Voltaire: el placer da lo que la sabiduría promete. Una sabiduría, por cierto, donde se reconozca la felicidad y la tristeza en la fosa común del humo. No perdamos de vista la caricatura y el desparpajo, la soledad y la ceniza.
Y aunque el autor de Umo pontifica, nunca da la lata. Su imaginario es acotado pero súper humano y la cercanía y dignidad de su hablante invita al aprecio. Y como Marlowe resuelve la tarea sin tirarse al piso, negar la verdad del enemigo como los tarados del poema políticamente correcto. Y es capaz de disfrutar los pequeños placeres de la vida porque los grandes no existen. Sin duda, este libro da cuenta del complemento indispensable de toda ocupación ociosa y elegante como la poesía. Y no por elegante menos dura y mísera. Siempre tomando notas, siempre con orgullo y temple, a la contra de la usura y del imperio del dinero (no del dinero). En la libertad de elegir el propio destino y de echarlo a perder en la propia humareda, en charla permanente con la tradición poética nacional, con los libros de cabecera que va encontrando entre pucho y pucho y la enseñanza de una sabiduría viva y no de un montón de conocimiento muerto a propósito de la literatura. Y no me parecer torpe decir aquí que de los fumadores podemos aprender la tolerancia. Todavía no conozco uno solo que se haya quejado de los no fumadores.
En fin, un libro de lecturas revueltas en la ceniza. Un libro tan cerca del corazón como de la tinta –gracias a la alquimia del pitar-, que leerlo procura ganas a mí que nunca fumé.
Y como tal, respiro, con libros –como diría Juan Ramón Ribeyro en Sólo para fumadores-, donde a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos. O con un Mark Twain que al cumplir 70 años, mira el Missisipi y se impone la siguiente regla de vida: no fumo mientras duermo, no dejaré de fumar mientras estoy despierto. Y no fumaré más de un solo tabaco a la vez.