Sobre la música, la memoria y las bancas de provincia:
Playlist, de Ernesto González Barnert
Juan José Podestá
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Hay que tener coraje para moverse entre resmas, lápices y teclados; pero también para hacerlo entre temas musicales. Como señaló el protagonista de Alta fidelidad, el arte de realizar listas con canciones para ser grabadas y posteriormente regaladas o simplemente guardada, es altamente delicado. Puedes caer fácilmente en la cursilería, en la brutalidad de hacerlo con temas que escuchaste recién o convertirte en un mero repetidor: un sampleador, como está tan de moda decir respecto de muchas cosas, pero en particular sobre la poesía.
Pero acá tenemos Playslist, el libro que Overol nos acaba de entregar y que estoy seguro muchos están llevando en la mochila para leerlo en el metro o en clases, o en el morral, para leerlo en la oficina o en la plaza. Es un libro que no está hecho para ser leído, sino para ponérselo, como una vez me dijo un sujeto respecto de sus autos: “Yo no manejo los autos, me los pongo. Los pinto como quiero, los adorno como quiero, los hago oler como yo quiero”. Algo así pasa con este texto. Está concebido para evocar momentos, traer a colación viejos amores adolescentes, universitarios, adultos; para hacer volar la memoria con la familia, la madre, los primos lejanos. Fue pensado para llevarlo en el bolsillo interior de la chaqueta de cuero, y si el bluyín es ancho, para ponerlo atrás, como el pañuelo rojo que Bruce Springsteen se pone en la portada de Born in the U.S.A.
Pero vuelvo al principio. El arte de efectuar listas es delicado. Y González Barnert apostó cruzar una delgada cuerda floja, en la que caer en la cursilería, o en la ramplonería, era cosa de un verso, o medio verso. Sin embargo, se convirtió como en ese famoso trapecista de un circo chileno que en los noventa interpretaba a un borracho cruzando una cuerda y haciendo como que se iba a caer, y no lo hacía, y en cambio daba muestras de soberbia destreza y avanzaba más rápido, y todos los de público aplaudíamos vueltos loco. Puro oficio, supongo. Qué duda cabe.
Playlist es un libro que en mi opinión no va hacia adelante, como lo hacen las listas de reproducciones de los pendrives, sino que hacia atrás, como la memoria. Nos hace escuchar ciertas plazas de la infancia, determinados liceos, algunas esquinas. A veces nos juega bromas el libro, y estás leyendo uno tras otro poemas que clavan con alfileres momentos precisos de la vida de aquellos que están entre los treinta y los cuarenta: la música en dictadura, los indefinibles noventa (que uno no sabe si fueron felices o tristes), los rockeros dosmil. Hablo de broma porque es como si González Barnert (mediante quién sabe qué artefacto futurista no descrito por Phillip K. Dick) hubiera desvalijado la memoria de muchos de nosotros, extraído los recuerdos, para luego sacar los elementos más valiosos y hacerlos poema. Broma pesada, acaso. Porque muchos tuvimos ganas de escribir un libro así. ¿Será acaso que Playlist es un texto que va más sobre la memoria que sobre la música? Pregunta inútil, porque no hay una sin la otra, a no ser que uno se piense como Manuel Contreras, que a todas no nos podemos imaginar escuchando música. Quizás alguna marcha militar, pero ya. Hace rato que sabemos gracias al alemán de bigote grande que la vida sin música sería un error.
Me gusta pensar que la poesía es un artículo de primera necesidad, como dijo ya sabemos quién. Y me gusta pensar en Playlist como un libro que muchos jóvenes y otros no tanto, lean cuando tengan nostalgia, alegría, estén enamorados o desenamorados. Me gusta imaginármelo con las tapas gastadas y las hojas desvaídas de tanto manoseo en los bancos de colegiales, escondido de los profesores maleteros. Me gusta imaginar a Playlist como el libro que el muchacho medio punketa de provincia le lee a su chica en el banco de la plaza, justo cuando el olor a mar lo inunda todo y la luz del sol está a punto de salir, para iluminarlos. Que así sea.
Agosto 2015, Iquique
