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Soundtrack
Sobre Playlist  (Overol 2015) de Ernesto González Barnert

Ricardo Martínez






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Quiero comenzar mi comentario sobre “Playlist” de Ernesto González Barnert citando una columna aparecida el fin de semana en el Washington Post:

“Cuando el presidente Obama se acercaba al final de su panegírico –este viernes en el senado del estado de Carolina del Sur– para Clementa Pinckney (D), víctima de los disparos en una iglesia de Charleston la semana pasada, de pronto se detuvo. Fue una larga pausa, un momento de verdadero drama. ¿Había perdido la compostura? ¿Las emociones lo habían sobrepasado?

Entonces, comenzó a cantar los primeros compases de “Amazing Grace”. De inmediato toda la congregación de la Iglesia Emanuel A.M.E. se reunió con él entonando la canción.

Fue un momento de un peso y una importancia considerables: un presidente negro que lleva a una congregación al canto en un lugar donde nueve personas de raza negra fueron asesinadas por un hombre con el objetivo aparente de iniciar una guerra racial.

Y, sirvió de colofón a la más importante semana de Obama como presidente; una semana llena de acontecimientos, tanto prácticos como simbólicos, que repercutirá mucho más allá no sólo de esta semana o meses, sino que de toda su presidencia”.

Traigo a colación la cita, porque rara vez reparamos en la importancia que tiene la música y la canción para nuestras vidas, más allá del placer o del dolor, de la alegría o de la tristeza que nos provocan ciertos acordes y ciertos compases melómanos. Una canción o una música pueden bien transportarnos a otro espacio, o marcar momentos claves de nuestra existencia. Ahí están los himnos nacionales en los partidos de fútbol (o los cánticos de las barras bravas), el cumpleaños feliz o “El baile de los que sobran”.

Ernesto Gonzalez Barnert ha facturado un poemario constituido fundamentalmente por rodajas de vida, lo que en algunos cómics se denomina “slices of life”, donde algunas canciones y algunas melodías marcan instantes de la existencia y constituyen la banda sonora, el soundtrack, de esos mismos instantes. Cito:

“Soy esa clase de muchacho / ya no tan muchacho / que le gusta una compañera de curso / el primer día de clases / sólo porque se llama Lucía / como la canción de Joan Manuel Serrat” (página 32).

O

“Si hoy escribiera una canción de amor se llamaría Nikita, / se llamaría Sacrifice” (página 113).

O

“Se acercó por la espalda / y me dijo al oído que mi libro / estaría incompleto /si no pongo Electricidad / de Lucerito” (página 87).

Cuando se leen así, los poemas de “Playlist” parecen sacados de un Winamp portátil en modo aleatorio (shuffle). Una especie de listado de MP3 que salta de un lado a otro de la historia musical y la memoria, provocando en el lector sensaciones puntuales y profundas en que se reconoce muchas veces a sí mismo en los pequeños fragmentos de experiencia que se sintetizan en los pocos versos que componen cada entrada.

Y claro, como plantean Andreas Heye y Alexandra Lamont en un paper para el journal Musicae Scientiae de 2010 (“Mobile listening situations in everyday life: The use of MP3 players while travelling”): “Debido a los avances tecnológicos, incluyendo el formato MP3 y los reproductores de música portátiles, la gente ahora puede fácilmente ser capaz de escuchar música para acompañar casi cualquier situación de la vida cotidiana, y escuchar música es particularmente común durante los viajes”.

Heye & Lamont (2010) realizan un estudio en el que concluyen que la música en nuestra era ha copado todos los espacios cotidianos, que con los dispositivos portátiles en los que podemos llevar la música a cualquier lugar, y llevar no unas pocas, sino que miles de canciones, donde sea, han logrado que se produzca lo que Selfe (2009) llamaba “paisajes sonoros” (landscapes) o lo que ellas mismas llaman “burbujas auditivas” (auditory bubbles). Términos quizá un poco rebuscados para significar algo que a todas y todos nos ha sucedido: salir a caminar en otoño con el USB con MP3 enchufado a las orejas y hacer que la música transforme el paisaje de las calles y las gentes, como en un videoclip hipertrofiado.

Porque hay una segunda línea de lectura en la que se puede perspectivar el libro “Playlist”. Ya no solo la capacidad de hacer cortes vitales a partir de ciertas canciones, sino que su alcance colectivo. Yo mismo, en numerosos segmentos de esta obra, me reconocí en las escenas y los escenarios, en los paisajes sonoros de algunos poemas. La música no es solo para uno o una –por parafrasear a Lautreamont–, tiene una dimensión colectiva. En el último número de mi revista científica favorita, la Trends in Cognitive Sciences, se habla de esto. Henry Roediger y Magdalena Abel repasan lo que se sabe hoy de la “memoria colectiva” (collective memory) y detallan como, al igual que en los recuerdos individuales, los grupos y las sociedades disponen de sus hitos y sus recorridos de hechos, y explican que tal como se documentó profusamente desde el trabajo de Miller en los años cincuenta, el recuerdo y el olvido de estos hitos sigue ciertas reglas.

En esto me quiero detener. En una gran mayoría de los poemas de “Playlist” se presentan canciones de los ochentas y noventas. Allí están las ya citadas “Nikita” o “Sacrifice” o “Electricidad”, pero también “Creep” o “Smells like teen spirit”. O “Blister In The Sun” de los Violent Femmes. O “Time After Time” de Cindy Lauper. Canciones todas que pueden aún oírse en los recuerdos de quienes se encuentran ahora en la treintena o la cuarentena. Y es que la memoria colectiva, al igual que la individual, no solo ostenta los efectos de recordar lo más antiguo y lo más novedoso, como descubrió el propio George Miller, sino que son presas del efecto del “salto de la reminiscencia”, del reminiscence bump, un hallazgo reciente realizado por Jansari & Parkin (1996) y que consiste en que recordamos pocos episodios de nuestra infancia, muchos episodios de nuestra adolescencia y juventud, y luego pocos episodios de los treintas y los cuarentas. A las finales, que los momentos quinceañeros y veinteañeros, tal como cantaban “Los Red Juniors”, están poblados intensamente de recuerdos, particularmente musicales. Vuelvo a citar:

“Nada como tocar I Just Called To Say I Love You / en el supermercado un sábado en la mañana, / yo y mi teclado, Stevie Wonder fluyendo por los pasillos / relucientes y atestados de esas mujeres que sostienen el país. / Esas que son mi chica de rojo también, algunas noches, / mis mineras, mi veta maldita” (página 9).

Una última idea y termino. Los estudiosos del reminiscence bump han hallado que estos “saltos de las reminiscencias” son en gran parte lo que permite que existan identidades generacionales. Les propongo un experimento: pregúntenle a diversas personas quién es el futbolista más grande de todos los tiempos. Les aseguro que quienes tienen sesenta, setenta años, dirán que Pelé, los de cuarenta o cincuenta dirán que Maradona y los quinceañeros y veinteañeros nombrarán a Messi. Cada uno de ellos responderá a través de su “identidad generacional”, de su memoria colectiva. Algo que es muy parecido y que es un secreto que guarda este libro de Ernesto González Barnert, no solo un “Playlist” o un “Soundtrack”, sino que un “soundtrack generacional”.



 



 

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