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Escribir es llenar una maleta de ropa interior: Cul de Sac, de Ernesto González Barnet.

Por Ricardo Herrera Alarcón


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Cul de Sac (Libros del Pez Espiral, 2016), es un poema de amor en fragmentos donde quienes enuncian parecen venir a ratos del repertorio personal de Playlist,  esa recopilación de grandes éxitos que transitan desde la  dicha a la melancolía, sin preferir la melancolía. Y si este es un poema de amor, un poema sobre la necesidad que deje de ser esa cosa que se gasta y se pierde, lo es “porque el amor es grosero,  desesperado, es un hijo de puta/ eligiendo darte un disparo en el pie”. O porque también es el autismo de la literatura, una frontera entre dos países o cuerpos, el espacio donde prefiere atrincherarse este hablante  y desde allí poner oreja a cuánto ocurre y pasa. Y escribirlo, detener el flujo de una realidad pegajosa, viscosa y leve. Pero por sobre todo escuchar, traducir el agobio de saberse en medio de una marea invisible: un buzo que baja sin oxígeno a las profundidades de su propio asombro y su propio letargo.

El poeta Ernesto González Barnet (1978) ha elegido para la generalidad de su obra la forma del diario personal que le permite respirar una zona achurada donde toda experiencia es posible escritura. La empatía existencial más que la ideologización de la lectura entendida como militancia del oficio, podría ser una propuesta de este libro. El poeta que a veces habla no tiene  interés en regresar a ningún Olimpo. Y eso, como dicen  en el ambiente, se agradece. Si es que regresa a algo lo hace a ciertos lugares, algunos rostros, al sepia del álbum familiar, a los instantes que no han sido nunca fugaces, para proponer un lector periférico y, por extensión, una posible historia de la lectura en una ciudad (Santiago o Temuco), y un país donde la literatura es definitivamente aquello que exige de nosotros, más que libros y litros, complicidad.

Metafísica de las palomas en la plaza más que de la sangre por las calles, Cul de Sac traslada el espacio citadino al espacio de la habitación. Un poema que ejemplifica ese ejercicio de traslación de lo social a la intimidad es “NO ES NECESARIO SALIR DE LA PIEZA PARA SER FELIZ”: “NO ES NECESARIO SALIR DE LA PIEZA PARA SER FELIZ/ pensé al mediodía/ cuando trajo a la cama/ sashimi de salmón y soya”; o este otro: “GANAS DE TUS PIES HELADOS/ buscando calor en los míos,/  me recibas con nada más puesto/ que mi polerón con capucha Adidas./ Pedir sushi a domicilio/ y dejar nuestra ida a navegar/ en el Parque Quinta Normal/ para el domingo siguiente”.

Si la épica de lo cotidiano ha sido una constante en nuestra poesía hace ya largo rato, Ernesto González Barnet agrega lo suyo: la revolución puede ser (es) disponer “las tacitas y platos sobre el mantel/ a cuadros blancos y rojos”: gestos cotidianos sin cámara ni posteridad, pero que tienen la carga revolucionaria del cariño. Allí radica también la eficacia de la crítica social presente en estos otros versos: “CUANDO HABLABAN DE INJUSTICIA YO VEÍA A UNA CHICA PRECIOSA/ con unos dientes de mierda/ tapándose la boca cada vez que la hacían reír.”

Si escribir es llenar una maleta de ropa interior, este libro también debería conjugarse como observar, mientras se viaja o se espera el próximo traslado. Observar, escuchar, ojear, disparar el obturador, porque existe la urgencia de ir dejándolo todo registrado o ir dejándolo todo, que simplemente se escurra. Así se titulaba el libro de un amigo, Todo se escurre, en clara alusión a la Nada. Porque Cul de Sac también parece escrito con ese grado de orfandad y desesperación que la buena poesía reclama: “ENTRAR A UNA PELUQUERÍA/ solo para que alguien te toque la cabeza,/ al supermercado un día de calor/ para sentir el frío”.

Me gusta la trasparencia de estos textos, que me recuerden a ciertos poetas que siempre vuelvo a repasar y sin los cuales me cuesta aún más entender el mundo. Me gusta, por ejemplo, un poema que, a través del ejercicio de la personificación, parece una radiografía de la existencia y de cierta parte de nuestro mundo literario: “CONOZCO LA INDIFERENCIA CON QUE ALGUNOS ARTEFACTOS DE LA CASA/ se reflejan./ Las ganas de un montón de botones negros/ de sacar de la caja de galletas al dorado. / La melancolía de la tijera/ en el cajón del servicio diario./ El nerviosismo de un tarro casi vacío de mayonesa Kraft/ junto al nuevo en el refrigerador/ o la impotencia de algunos escritores/ al quedar junto a otros en la biblioteca/ después de cerrar la puerta no solo con llave/ sino que con pestillo de seguridad.”

Hacernos partícipes del calor y del frío, de la ganancia y la pérdida que significa existir, de la melancolía y el entusiasmo como dos clases de enfermedad mental, hacia allá nos llevan algunos momentos de este libro. Y si no pudiera pasar por el supermercado para llevarle chocolate amargo y no solo un poema de amor a mi chica, si me viera enfrentado a no poder llevarle más que un poema de amor, quizás elegiría este:

“SOY KANTIANO POR UNA FRASE QUE OÍ DE LABIOS/ de una compañera de Filosofía,/ cuando terminaba la fiesta de la universidad./ Estábamos en el último año de carrera, /a punto de ser unos mediocres tomistas/ y me vio solo, bajoneado, / después de dar no sé cuantas vueltas por el tontódromo. / Me dijo que para Kant la felicidad/ no es un ideal de la razón, sino de la imaginación. / Y sonreí como lo había olvidado/ durante todos esos años.”

Temuco, abril de 2016





 

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