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Entre el poeta tábano y oso

Presentación de Emma Villazón del libro Trabajos de luz sobre el agua (Ajiaco Ediciones, 2015) de Ernesto González Barnert
Espacio Estravagario de la Casa-Museo La Chascona el 31 de julio del 2015.





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Trabajos de luz sobre el agua recurre a esa conocida imagen de los rayos del sol que cristalizan el agua, es decir, se apropia de esa actividad natural, ya que se trata de un libro cuyos poemas intentan actuar como la luz, iluminando o refractando ciertas zonas densas que poseen profundidades que no se ven a simple vista. De este modo, los poemas se sugieren como breves iluminaciones o refracciones de historias cotidianas, cercanas a un hablante joven, ubicado en la clase media chilena.

Es la voz poética de este joven la que traza afanosamente luz sobre el agua, elaborando breves cuadros narrativos que hablan de ser joven, poeta, y sobrevivir en un Chile “donde te fijan del tamaño de un tábano/ y te cortan las alas/ y te ponen un palo en el culo/ por volar y joder,/ por ser poeta”. La juventud, como se ve, aparece como una fuerza no domesticable que resiste un estado social de cosas agresivas. Por ello, es interesante la imagen del tábano a la que intentan reducir al joven poeta: el tábano como un tipo de mosca repulsiva, insecto neóptero, pero que pica dolorosamente, extrae sangre de sus víctimas (entre ellas, los humanos), y que puede  convertirse en plaga. El poeta como tábano, el poeta-tábano, podría aludir a una forma de lucha de alguien excluido, imperceptible, que ronda entre la basura y muerde. Por lo demás, esta imagen no es menor, pues el primer poema del libro lleva por título “Arte tábano”, el cual es algo así como la poética de este insecto, en ella se llama a no desvanecer, a tener coraje: “Y contra todo, sé poderoso. Yérguete/ en la soledad,/ digo al alba, sin hacer ruido”, es decir, es una especie de llamado para, silenciosamente, sostenerse dentro de la violencia naturalizada en que se vive.

En este mismo tono, también se puede leer el poema titulado “Mistral”, donde metafóricamente se podría asumir que quien habla es el tábano y se dirige a Gabriela Mistral, como si esta fuera una especie de madre protectora del insecto, la Madre de la poesía para algunos chilenos. A ella se cuenta un estado de cosas sobre el ambiente poético en Chile: “Chile entero Mistral/ Chile entero loca, cada rincón de nuestro Chile/ entero huevón,/ el vertedero de la poesía chilena,/ un Montegrande de estiércol/ plástico y mineral/ para que crezca una puta y patética flor (…) flor maricona que pisa la carroña de siempre”. Como si fuera una oración o un pedido a una virgen mediadora, el tábano cuenta que entre el estiércol, la cloaca, la inmundicia de la poesía, nace de vez en cuando una flor maricona. Imagen que no sorprende, puesto que si el tábano ronda entre la basura, las flores mariconas provienen ni más ni menos que de espacios putrefactos, abyectos; no serían tal, si nacieran en cuna de oro. Tal el abono de los jóvenes poetas. Así también, habría que pensar esa relación entre estiércol, heces, y poesía, la poesía como lo que el cuerpo expulsa, como unas excrecencias del cuerpo inútiles, que constituyen otra forma de belleza.

Por otro lado, el poeta-tábano parece transfigurarse, por momentos, en otro animal. Cuando está más cerca del joven clasemediero, que habla desde cierta asfixia en la casa familiar, tiene lugar el “oso”. El oso, mamífero grande, peludo, ocioso, es el improductivo del hogar, el que no sabe arreglar enchufes, ni llevar el pan a la mesa; es el que camina ensimismado y en calzoncillos por la casa, pero también aquel que poco a poco va definiendo sus gustos y descubre que solo se satisface con cabezas de salmón. Quizás una buena parte del libro es un registro de la voz de este poeta-tábano y oso a la vez, sensible a la cotidianidad que observa, a los abandonados eriazos que están frente a su casa, a la publicidad de la que se sirve la iglesia, cada vez más parecida a una empresa transnacional que a una institución religiosa, o a la indiferencia de una novia que solo presta atención a la tele. Entre estos cuadros, también está la angustia por la escritura, que es un hacerse duro en este proceso, en el sentido de que el joven tábano no es un ingenuo narciso que se complazca con sus propios versos, al contrario, está comprometido con el esfuerzo de vivir puliendo esos versos, sin grandes ilusiones. Esta humildad, junto con el interés por hacer emerger el mundo íntimo cotidiano, distante de los poemas grandilocuentes o que ofrecen sabiduría, recuerdan inevitablemente a la poesía de Raymond Carver, escritor que se menciona en el poema “A lo Ian Curtis”, y que tiene un libro de poemas cuyo título justamente se parece al de Ernesto: Bajo una luz marina. Carver está presente en Trabajos de luz sobre el agua en ese tono lírico, melancólico, carente de esperanzas, seducido por ciertas imágenes concretas de la vida diaria que destellan algo que lleva al poeta a armar un cuadro narrativo poético. Entre estos poemas que evocan cierto pathos carveriano está especialmente el poema que empieza así: “No puedo escribir sin cariño de ustedes/ sin cerrar sus llaves que quedan goteando o sus ventanas iluminadas hasta el amanecer”. Es decir, quien escribe, además de picar con determinación al sistema, también escribe sobre las averías domésticas, que insisten como un molestoso ruido interno, o sobre los insomnios que atacan como algo no verbalizado e irresuelto.

Ahora bien, ¿el poema resuelve esas averías?, ¿qué hace el poema con esas averías? Quizás probablemente las verbaliza, las señala, y ese sea su gran logro, así como el punctum de Barthes nos muestra sutilmente las zonas más hirientes de una vasta imagen. Escribir poesía, como dice el poeta tábano, ese “joderse al servicio de lo inútil”, también es un golpear, una cierta violencia, quizás la única necesaria en el mundo, que ilumina un “agua liosa”. Golpear es trabajar con la luz, crear, mostrar, remover algo de un “agua liosa” cargada de una “noche que arrecia”.

27 de julio de 2015



 



 

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