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        En la edad de la prosa
          Sobre Coto de  caza, de Ernesto González Barnert
        Por Mario Verdugo Arellano
        
         
        
          
        
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        UNO: Quienes han leído los  libros anteriores de González Barnert, Higiene por ejemplo, sabrán que comentar su poesía puede ser “como agitar un salero  sobre el mar o como encender una linterna bajo el sol”, que fueron las  enfáticas imágenes empleadas por Llanos Melussa para describir los alardes  metapoéticos de Enrique Lihn y –junto con ello– la redundancia que en este caso  tiende a enseñorearse de la crítica. Aunque Jonathan Culler afirmase que ni el  más autorreferente de los textos consigue dar plena cuenta de sí mismo,  parecería que acá el comentario se limitara al subrayado de unas claves  especulares ya manifiestas y nada escasas por lo demás. Hacerse eco de aquello que los poemas dicen abiertamente, y sobre  todo en relación con el propio discurso, la propia disciplina, el propio oficio  o la propia bolsa de gatos en  que el hablante viene propinando y recibiendo  manotazos, constituye un modo de lectura habitual entre los exégetas de nuestro  autor. Si Coto de caza, como así lo  creo, ofrece una flexible continuidad con el corpus previo de Ernesto González  Barnert, no puedo sino advertir la rapidez con que de nuevo nos volvemos sus  cómplices, sus amanuenses, sus recolectores de highlights autoflagelantes o cuando menos autorreflexivos.
que el hablante viene propinando y recibiendo  manotazos, constituye un modo de lectura habitual entre los exégetas de nuestro  autor. Si Coto de caza, como así lo  creo, ofrece una flexible continuidad con el corpus previo de Ernesto González  Barnert, no puedo sino advertir la rapidez con que de nuevo nos volvemos sus  cómplices, sus amanuenses, sus recolectores de highlights autoflagelantes o cuando menos autorreflexivos.   
        DOS: Sobre derrotas, miserias y fracasos escribieron a su turno Juan  Cameron, José Ignacio Silva y Damaris Calderón. Sobre abulias y encierros: Luis  Antonio Marín. Sobre condenas, castigos y purgas: César Cabello. Sobre  escritura punitiva: Marcelo Pellegrini. Sobre sacrificios y cadáveres: Felipe  Ruiz. Sobre duelos: Cristián Gómez. Todo esto después de carearse con las  páginas de Higiene y también con las  de Arte Tábano; todo esto referido  tanto a la frecuencia temática como a la percepción generalmente angustiada que  en aquellos libros campeaban a propósito de la poesía contemporánea y de su  cada vez más depreciado capital simbólico. A Coto de caza desde luego que podría convenirle la mayoría, si no la  totalidad de los términos de marras: el poeta se rinde, se retira, baja de la  tarima, apuesta en su contra, carga una cruz, piensa en tirar la toalla; el  gremio gesticula ante unas butacas desiertas; las frases se interrumpen, se olvidan  o se borran; los inéditos se queman; gana el cáncer, el mar nos arrasa, el sol  nos atonta; son otros o aparentan ser otros los vencedores. Y hay cadáveres.  Por partida baja: cuatro cadáveres femeninos, que van del entorno más próximo  (“mami”) al más distante en el espacio (Rachel Corrie, aplastada por un  bulldozer de Israel), en el tiempo cronológico o fictivo (Annabel Lee, préstamo  de Poe in extremis), y en el nivel de abstracción (la poesía en su conjunto,  otra vez fiambre). Pero este duelo múltiple, que es al unísono un duelo  personal, literario y político, como ya lo apuntara Cristián Gómez, no debería  ser visto a la manera de un balance estático, un arqueo definitivo, una suma de  catástrofes del tipo que machacan y machacan –por poner un ejemplo súper  triste– los versos de Houellebecq traducidos por Anagrama. Aun cuando se trate  de un sujeto entre cuatro paredes, depre a más no poder, la verdad es que  siempre lo encontramos debatiéndose en un proceso, en un viaje o en un trabajo. El sujeto no deja de moverse y,  a mi juicio, triunfa, sin fanfarrias ni laureles, claro está. 
          
            TRES: Cada nuevo libro de Ernesto correspondería a una  especie de ordalía, una prueba dolorosa que en el mejor de los escenarios  serviría para exculpar al acusado o al autoacusado. Su proceso o su trabajo de duelo –y empleo la etiqueta  asumiendo que el psicoanálisis suele quedarme como poncho– se impone siquiera a  medias sobre la postración y el tono apocalíptico que domina sus enunciaciones  desde la primera hasta la última línea. Valdría la pena, al respecto, rapiñar  los planteos de Martin Jay acerca de la proliferación de finales en la  filosofía post de no hace mucho: el  apocalipsis o el pensamiento que a menudo lo convoca –argumenta Jay– es  pariente muy cercano de la melancolía, con sus ciclos de parálisis y liberación  maniaca. Como quien ha perdido al objeto de su amor (mujeres de ésta y otras  latitudes), y que luego fluctúa entre el reproche y la euforia, también la  imaginación filosófica se entrega simultáneamente a la desesperanza y a la  lectura fascinada del simulacro, el juego infinito del lenguaje, la intensidad  libidinal y los demás engendros que prosperaron cuando la historia, la  realidad, el arte y los cacareados metarrelatos estiraban la pata. Aclara Jay,  eso sí, que el individuo dispone de una visible ventaja por sobre la crítica  posmoderna: la madre real, en efecto, ha desaparecido, mientras que la pérdida  colectiva continúa respirando, sigue ahí, en la forma de una naturaleza  machucada por nuestras depredaciones tecnológicas, matricidas. En Coto de caza puede notarse que es la  poesía, moribunda o zombi, desahuciada o cataléptica, la que aún patalea, y que  su hijo se niega además a suprimirla. Porque convengamos en que una elaboración  completa, recomendable para el que se ha echado en el diván del matasanos  Freud, no resulta igual de meritoria si aludimos a la tierra o a la (comillas por favor) “palabra poética”.  Quiero decir que Coto de caza se  resiste a una aceptación demasiado ligera de lo que sus páginas designan como  “edad de la prosa”, acaso la victoria final de ese lenguaje utilitario,  transitivo e impuro que Valéry rebajaba en su deslinde de géneros. Melancolía,  entonces, como resistencia política y estética –marcusiana, diríamos– frente a  la presión desublimadora de lo prosaico. 
            
            CUATRO: Un tono de deriva que se obstina en ir botando  o relevando los temas y una tendencia a mutilar algunas categorías de la  oración. Los síntomas melancólicos esperan al que busque acabronarse con su  descubrimiento en el nivel de la forma. Por ahora me interesa menos eso que  darle un vistazo a los agentes y los espacios observables en Coto de caza. Como en gran parte de  la-poesía-chilena-del-siglo-veintiuno, que sin papá y mamá podría a ratos  quedarse sin habla, Ernesto conecta su trabajo con la llamada novela familiar,  pero arreándola enhorabuena hacia un ámbito social más vasto, el del mercado  que acogota y que prescribe los modelos de vida. Por fortuna están allí los  amigos, la amistad literaria en tanto  mecanismo intra y extradiscursivo, no una alianza  estratégica para pegar cachamales en la kermesse, sino un estímulo para la  creación y la reflexión, una oportunidad para el ensayo de las ideas, un  soporte –como dijese Víctor Barrera– para las “vocaciones prohibidas”: leer y  escribir en una trama de citas que  se expande hacia unos personajes apellidados Pereira, Guajardo y Florit. El  melancólico no está solo, por mucho que lo veamos recluido y con atuendos de  paciente benzodiazepínico. Y no digamos tampoco que se ausenta completamente  del mundo, ni que se encueva, entre acaramelado y odioso, a esperar sin más los  petardos del Armagedón, como en las recientes películas de Abel Ferrara (4:44)  y Lars von Trier (Melancolía). Este “fantasma doméstico”, incluso con  las cortinas cerradas, en bata y pantuflas, se abre a la experiencia actual de  su país y a la memoria descreída del lar que pudo aportarle una instalación  manida y acomodaticia: quizás ese farwest docilizado al que Ernesto ya hace  cuatro años sometiera a festineo –como el cura y el barbero con la biblioteca  de Quijano, o como Traveler y Talita con los delirios de Ceferino Piriz–  emprendiéndolas verso a verso contra cierta antología regionalista. Son, en  síntesis, los últimos días; el corazón es una bolsa negra o una plumilla de  raqueta; la posteridad se va a las pailas y la prosa lleva las de ganar; la luz  se extingue y pese a todo el melancólico lo logra, lo paga escribiendo, o  desplegando –a costa de su éxito–  “el dejo de hablar de lo que quiere”.