Un árbol de fuego (GÓMEZ-CORREA 1915-1995)
"Reencuentro y pérdida de la Mandrágora", de Enrique Gómez-Correa
Por Roberto Contreras
Publicado en El Desconcierto N°4, Octubre 2012
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Kenneth Rexroth, poeta y activista norteamericano, mentor de los beatniks, declaró en 1936 en San Francisco: “en los últimos tiempos, el poeta, por la propia naturaleza de su arte, ha sido hasta cierto punto un enemigo de la sociedad, es decir, de los privilegiados y los poderosos”. Sus palabras, recogidas a la distancia, consiguen hacer eco con las líneas preliminares, escritas por Enrique Gómez-Correa para el libro de un amigo, al advertir: “Tened siempre presente las palabras del autor de Los Cantos del Maldoror: La misión de la poesía es difícil. Ella no se mezcla con los acontecimientos de la política, con la manera como se gobierna un pueblo, no hace alusión a los períodos históricos, a los golpes de Estado, a los regicidas, a las intrigas de cortes. Ella no habla de las luchas que el hombre emprende y sólo, por excepción, con él mismo, con sus pasiones. Manteneos puros, libre de todo compromiso, libre de contaminación. Buscad lo desconocido, penetrad en el misterio. Huid de los concursos, de los premios literarios, de la lepra y de Neruda”.
En medio de esa escena se ubica la figura de Enrique Gómez-Correa, y es capaz de emerger en estos días como el más legítimo sobreviviente de una vanguardia, alucinante, a caballo entre el surrealismo, la tensión avasalladora de Neruda, más la sombra paternal de Huidobro y De Rokha, autodenominada en 1938 como La Mandrágora, y que tuvo como fundadores a un grupo de jóvenes poetas educados en Talca, que emigraron a Santiago a estudiar Derecho: Gómez-Correa, Teofilo Cid y Braulio Arenas, al que se sumó un quinceañero Jorge Cáceres; en su momento definidos por la crítica como “el más importante grupo surrealista de América Latina”, la conexión sólo se hizo patente al vincularse con la corriente parisina de André Breton, Benjamín Péret, René Magritte, y los proyectos de Octavio Paz y Aldo Pellegrini, entre otros latinoamericanos.
De ese origen, sólo resistió invencible Gómez-Correa, quien desahuciado de un cáncer en 1985 se aferró a la vida, como raíz que se niega a morir (lo mismo que decir, encerrado en su pieza, postrado en cama) por casi una década, seguro de que la muerte sólo es una amenaza para los que no se animan a mirarla de frente: “La poesía está en el filo de la vida y la muerte. El poeta parece que nace abrazado a la muerte. El gran baile del poeta es con la muerte”, diría en una entrevista a “Revista de Libros” de El Mercurio en 1993.
En palabras de Marcelo Mendoza, periodista y propulsor de la reedición de Reencuentro y pérdida de la Mandrágora, “Gómez-Correa fue el más fiel a La Mandrágora que a sí mismo (…) Nunca dejó de guardar en su médula ese amor loco de Breton, su creencia en lo onírico e irracional para comprender el mundo, la poesía negra (lo absoluto está en lo negro), la violencia como acto creador, con una particular atracción por la botánica, la alquimia y la magia”.
Quizás sea por eso que este facsímil, recién aparecido por editorial Mandrágora de Reencuentro…, nos permita sondear de qué manera este vuelo surrealista nacional, desde esa presunta oscuridad defina la profundidad de nuestra poesía. Un largo poema, fracturado por las voces de dos enamorados, influidas por la inmediatez de la inconsciencia, el automatismo develado con epifanías, y consiga a más de media década de su escritura, recuperar la magia de un verbo, demasiado vivo para extinguirse:
“Me avergüenzo sólo de pensar que alguna vez tuve menos de treinta años
De permanecer prisionero en la tierra que no era luz nitiniebla
De haber conducido tu voz por el laberinto de los sonidos
Me avergüenzo del tiempo, la lepra y el espacio.
Yo te presentía –tú lo sabes–
Viniste a mi conocimiento con el azar
Y ahí nos quedamos junto al árbol que se hizo fuego
Tú le das a este árbol el fuego”.