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"No es que ahora los libros de poesía vendan más, sino que las novelas venden menos"
Entrevista a Daniel Samoilovich
Por Ernesto González Barnert
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En su libro El despertar de Samoilo, El siglo XX ¿qué se fizo? hay un epígrafe que viene hoy a resonar con toda su fuerza a propósito del capítulo V. Preguntiñas. La cita es del Fedón de Platón: “El hombre es aquel ser que, si se le hace una pregunta racional, puede dar una respuesta racional.” Aquí Daniel Samoilovich nos da más de una veintena de esas respuestas, tan racionales como sentidas –a las preguntas de siempre–, que dejan todo en la cancha.
- Daniel ¿cómo comenzaste a escribir? ¿Qué hecho detonó en particular la decisión de ser poeta?
– Empecemos por decir que en mi casa, como en tantas casa de clase media y trabajadora argentinas de hace cincuenta años, había una biblioteca. Siendo mis padres un dentista de barrio y un ama de casa, había allí una biblioteca de verdad, serían trescientos o cuatrocientos volúmenes, mucho más de lo que uno suele ver en la casa de un psicoanalista o un músico hoy en día (hablo en general, desde luego que hay muchas y muy honrosas excepciones). La biblioteca de casa estaba en el cuarto que compartíamos mi hermana y yo, y como era una casa pequeña con cuartos pequeños, nuestras camas estaban durante el día empotradas en ese gran mueble, para que tuviéramos un espacio para jugar y estudiar, y se bajaban durante la noche. O sea que la biblioteca guardaba, digamos, como un volumen más, mi cama, y pasaba muchas horas entre los libros de mis padres. Leer era una cosa valorada en esa casa, y escribir también. Yo tenía, ya cumplidos los nueve o diez años, cierta facilidad para escribir, recuerdo que gané varios premios de concursos de cuentos y poemas que se hacían en la escuela o en el club al que iba a practicar natación, y eso era muy festejado por mis padres; pensando en la época, supongo que la “facilidad para escribir” debía ser en buena parte la facilidad para imitar la idea de buena escritura de los adultos y borronear algunos esperpentos entre sentimentales y sentenciosos. Pero allí estaba yo, confiado en mi temprana habilidad, y alegre de ser aprobado por ella. Pienso ahora que a mi padre le hubiera gustado escribir: tiene una hermosa letra, amplia y clara, y es probable que, como tantos niños, yo me haya hecho cargo de un deseo paterno que andaba dando vueltas por ahí.
Por otra parte, siguiendo con la familia, mi abuela paterna, que vivía a dos cuadras de casa, era una mujer muy mayor, ucraniana, que hablaba ruso, idisch y castellano con acento idisch, y era analfabeta en cualquier lengua. Cayó enferma cuando yo era chico, y durante varios años me encargaron que, casi todas las tardes, le leyera cuentos y novelas cortas. Recuerdo que le leí completa una recopilación de cuentos folklóricos rusos en español, y también creo que Miguel Strogoff de Julio Verne (¡Quién sabe que le diría a mi abuela esa Siberia libresca de Verne, que probablemente ella tampoco conocía de primera mano!). Era una cosa curiosa que a mí, un niño de nueve años, me tocara leerle cuentos a mi abuela, cuando la imagen clásica es la de la abuela que les lee cuentos a los niños. Pienso que esa situación ponía en el tapete cosas como las asombrosas posibilidades de educación y ascenso social que encontraron muchos inmigrantes pobres al llegar a la Argentina; para los judíos aquello debió ser doblemente asombroso, pues en su caso no sólo la ley sino sobre todo la pobreza les impedían siquiera soñar en educar a sus hijos en el imperio de los zares. En cuanto a mí —que de aquellas privaciones no sabía nada, ya que nadie hablaba de eso— debí trabar una extraña relación con el castellano, que hablaba mejor que mis abuelos, y con la lectura, que yo dominaba mientras mi abuela no; aquella lengua, privada del prestigio y la autoridad, no ya de lo ancestral, sino incluso de lo tradicional o viejo, debió cargarse necesariamente de la levedad un tanto mágica de lo recién adquirido; como una planta que, escasa de raíces, se sustentara en su propio impulso ascendente.
Yo tenía facilidad para escribir, entonces, y una confianza infantil en esa habilidad: la primera idea escrituraria que se me ocurrió por mí mismo, fuera de las redacciones con tema predeterminado que hacía en la escuela y el club, fue la de escribir una novela a partir de un argumento que encontré en una historieta (ni por asomo se me ocurrió preguntarme si era válido tomar el argumento prestado). También empecé un cuaderno con “máximas”, consejos de vida que, viniendo de un chico que apenas había vivido, imaginate, otra vez, hasta que punto debían ser refritos de las cosas que leía. Pero de aquellas fantasías rescato dos cosas: una la ingenua prepotencia de mis propósitos; otra, un poco menos obvia, la vaga comprensión de que existían géneros, moldes dentro de los que uno podía hacer algo; una cierta proto-idea de la escritura como algo artesanal, no puramente expresivo. Por mi experiencia con mis hijos me doy cuenta de que todos los niños tienden a esa posición artesana ante el arte, y que sólo después la cultura les inficiona ideas tardorrománticas como la originalidad o la expresión de la propia alma.
Mientras tanto, ya había acabado con Verne y Salgari, así que empecé a leer todo lo que me llamaba la atención de la biblioteca de mis padres: a los doce años leí a Pearl S. Buck, Tifón de Conrad, un par de novelas de Hemingway y una de Graham Greene; a los trece el teatro de Anouilh, Sartre y O Henry y El retrato de Dorian Gray; aún no debía tener catorce cuando me tragué el tostón del Jean-Christophe, de Romain Rolland, algo de Stefan Zweig, La Guerra de los Mundos de H.G.Wells y quién sabe cuántas cosas más. De todas aquellas lecturas, en el patio de mi casa, bajo una parra de uva criolla, me queda el recuerdo agridulce de algunas horas gloriosas y otras de un gran aburrimiento; a menudo más bien una gran desazón porque se me escapaba el sentido de las tres cuartas partes de todo aquello. Sin embargo, no lo podía soltar: de los libros surgían grandes misterios, cosas que no entendía pero tampoco quería preguntar; no palabras desconocidas (al fin de cuentas siempre podía ir al diccionario), ni referencias históricas, que no me importaban; lo que aparecía eran sentimientos, paisajes existenciales que me resultaban incomprensibles: ¿por qué los personajes no disipaban tal o cual equívoco, se angustiaban, u odiaban, olvidaban o amaban? Lo más maravilloso de aquellos libros estaba, creo ahora, en que no habían sido escritos para mí. Y eso es la literatura, ¿no? ¿Escribió acaso el Dante para nosotros, o tenemos que cambiar de cabeza para poder leerlo? Yo sentía ese vago reclamo de ser otro, y desde luego me resultaba infinitamente más atractivo que la obligación de ser yo mismo en una casa pequeña de un barrio apartado del centro de Buenos Aires. La televisión había llegado a casa cuando yo tenía diez u once años, y me apasionaba, igual que las historietas, pero los libros de mis padres que manoteaba de mi biblioteca-cama eran el más allá, un mundo que, porque me halagaba menos, me tentaba más, o me tentaba de otro modo.
Después llegó el colegio secundario, la adolescencia, etc. Yo seguía siendo considerado y considerándome a mí mismo dotado de una facilidad para escribir, y la ejercía en las revistas estudiantiles, en los exámenes de literatura, en poemas a las chicas de las que me enamoraba. La poesía era lo que más me gustaba; la invención de una trama no me tentaba para nada; la aprehensión instantánea que la poesía prometía, sí. Si mi vocación hubiera sido plástica, creo que se hubiera orientado más al dibujo o la fotografía que al cine.
Creo que a esa altura la facilidad para escribir, adornada por mis voraces lecturas de infancia, podría haberse transformado en un obstáculo serio para ser un día un escritor, si no hubiera sido contrastada por algunas nuevas lecturas de la adolescencia. Algunas funcionaban y otras no; a mí me gustaba Pavese y lo imitaba, los beatniks y los imitaba; por ese camino yo creo que iba de cabeza a un punto muerto; en cambio, Rimbaud, Breton, Jarry, Cendrars, Apollinaire, no había forma de impostar esas voces, lo que me pedían era una inventiva, un punto de azar y de locura. Proponían atención a los sueños, a los encuentros casuales de palabras, a lo que estaba en los bordes de la imaginación, al impulso de la escritura “sin filtro racional”: procedimientos de los que surgieron los primeros textos que de verdad apuntaban, creo, a algún lugar propio. Ya tendría tiempo para ser hábil; para poder empezar yo necesitaba puntos de partida, y el punto de partida no podía ser yo mismo, que era un adolescente a la vez demasiado apasionado y demasiado racional. Necesitaba un punto de partida que de algún modo estuviera protegido de mí mismo, de mis limitaciones y mis “habilidades”; el surrealismo, o el mundo que el surrealismo me descubrió, me dio ese punto.
- ¿Qué es para ti la poesía?
— Música hecha con palabras. Poesía son estos seis versos recogidos en el Cancionero de Baena:
Mal ferida va la garça
enamorada.
Sola va y gritos daba.
Ribericas de aquel río
do la garça haze su nido,
sola va y gritos daba.
Seis líneas, y tenés una escena, una escena infinitamente triste evocada con elementos mínimos, lenguaje con un ojo puesto en lo que se dice y otro en cómo se dice, y un tercer ojo, tal vez, en lo que va de una cosa a la otra. Y esa maravillosa discordancia entre el presente “va” y el pretérito “daba”, que te parte la cabeza. A veces dudo si el castellano ha podido ir más allá de aquel momento inaugural.
-¿Para quién escribes?
- Para un fantasmita que se apoya gentilmente en mi papel o en la pantalla de mi computadora. Él no está dispuesto a comprar basura, así que hay que darle lo mejor que se tenga a mano, y si tampoco eso sale bueno, hay que tirar todo y empezar de nuevo. Quizás más que un fantasmita sea un Frankenstein, un personaje hecho con pedazos de los que más aprecio de mis contemporáneos.
- ¿Cuándo escribes necesitas algo a tu alrededor, alguna cosa, haces algo en particular, etc.?
—Necesito tiempo, necesito un espacio. Puedo tomar apuntes en cualquier lado, pero hace muchos años que solo escribo en mi estudio, con el teléfono desconectado. El solo hecho de que alguien pudiera interrumpirme me frena; durante mucho tiempo escribía en bares, pero cada vez más bares tienen televisor, y la gente habla por sus celulares en voz tonante, y hasta con el micrófono abierto. Es curioso que la gente hable más civilizada y discretamente con quien tiene enfrente que con quien está en otra parte. En fin, el celular ha arruinado los bares, los trenes, los viajes de larga distancia. Además, todos mis últimos libros son libros unitarios, no colecciones de poemas independientes, por lo cual necesito realmente mucho tiempo, mucha concentración durante mucho tiempo, porque a veces estoy trabajando con varios segmentos a la vez; por otra parte, es bueno poder recostarse unos minutos cuando la máquina se recalienta demasiado. En suma, puedo tomar apuntes en cualquier lado, pero el trabajo verdadero lo hago los días viernes en mi estudio, un departamento minúsculo, con toda la jornada, ocho, diez, doce horas disponibles. Sé que suena súperburocratico, pero creo que eso es solo por un particular estatuto romántico que le damos a la escritura; si un pintor te dice que va a trabajar tres veces por semana a su estudio, lo entendés, porque entendés que como la pintura ensucia no puede hacerlo en su casa. Pero también porque le concedés, más allá de la materialidad “ensuciante” del óleo, una materialidad a su trabajo. Como yo creo que el trabajo del escritor también tiene, o sería bueno que tuviera, esa materialidad, no tengo problema en copiar el sistema. Y es una vez por semana porque soy incapaz de defender más tiempo, sino sería más. Un día de siete, es algo que puedo defender: si mi mundo laboral y social camina con siete días, pues también podrá caminar con seis. El séptimo queda reservado para escribir, y las demás cosas, que esperen.
- ¿Cómo es tu proceso escritural? ¿Cómo trabajas hasta concretar un poema?
— Suelo escribir las primeras versiones a mano, y corregir en la misma hoja hasta que las tachaduras la vuelven casi ilegible. Entonces puedo volver a copiarlo a mano, o meterlo ya en la computadora. Allí empiezo a salvar versiones hasta que me aburro, entonces quizás encuentre cierta gracia de equilibrista que camina sin red en modificar directamente en la pantalla, sin salvar el estado previo. Hay cierto vértigo en eso. También es posible que ante algo que se resiste imprima y vuelva a trabajar a mano. En la época en que escribía poemas sueltos, podía coleccionar hasta treinta, cuarenta versiones. Ahora puede pasar con algún fragmento de mis poemas-libro. Otros, los menos, salen curiosamente armados, y apenas requieren alguna revisión.
Revisando, hay dos clases de trabajo: uno, es el trabajar sobre lo que te suena mal; si te suena mal, está mal; si hay un problema sonoro, hay un problema conceptual, y hay que escribir y pensar hasta resolverlo. A veces, por un verso que está mal se derrumba el poema entero, porque ese verso malo evidencia un problema en el poema entero, y entonces hay que escribirlo todo de nuevo. El otro caso, el más artero, es el de lo que te suena bien, sin estarlo realmente: lo que está halagando a una parte poco exigente de tu gusto. Esos son los problemas peores, porque no saltan solos, hay que encontrarlos, y es vital hacerlo. Es justamente famosa la afirmación de Hemingway, acerca de que lo primero que un escritor debe tener es un buen detector de mierda; estoy de acuerdo, pero agregaría que lo segundo que debe tener es un detector de mierda “regular”, la que echa poco olor. Para cambiar de metáfora, que esta se está poniendo un poco asquerosa, no hay que conformarse con lo que parece estar bien: hay que empujar cada ladrillito de la pared y ver si resiste el empujón crítico. Y una tercera: a veces uno se puede enamorar de un verso malo, uno que luce bien sólo en la penumbra “poética”, ambiental; hay que echarle una luz bien cruda, y ver si sigue luciendo igual de bien.
- Ahora bien, por otra parte, me gustaría nos hablaras del Diario de Poesía, revista trimestral que ha continuado desde 1986 y se vende en kioscos, librerías. Realmente un hermoso trabajo a la poesía ¿Qué me dices?
— El Diario, ha sido para mí como un sueño, y con la velocidad de un sueño ha ido cumpliendo años. Hay una historia que cuentan sobre Freddy Gutman, un poeta y fotógrafo argentino que nació hacia el 1900; Freddy era hijo de una familia de joyeros de la ciudad de La Plata, y sus padres lo enviaron a París para que estudiara el oficio con los mejores; pero hete aquí que Freddy no quería ser joyero, entonces agarró un día toda el dinero que le habían dado los padres y se compró un velero y se fue a navegar y sacar fotos por las islas francesas del Pacífico. Parece que una vuelta descubrieron que en uno de sus viajes había batido un record de navegación en solitario, pasando una buena cantidad de días a bordo de su barquito en el Pacífico. Freddy se quejó a unos periodistas parisinos que lo entrevistaron en Tahití: “Ustedes no entienden —les dijo—. Yo no quería batir ningún récord. Yo sólo quería navegar”.
-¿Qué estás escribiendo hoy? ¿Qué proyectos escriturales no te dejan dormir?
—Santo cielo, no sé si debería hablar de eso. El documento de word donde están guardados los borradores de lo que estoy escribiendo se llama “Vaya uno a saber”. Vaya uno a saber qué cosa es, pero sucede en 1929. Hay dos jóvenes trotskistas, uno en Berisso, cerca de La Plata, donde había unos inmensos frigoríficos ingleses, y el otro en París. El de Berisso trabaja en los frigoríficos y quisiera hacer allí una “fracción de izquierda” dentro del Partido Comunista, lo cual es difícil porque está claro que apenas abra la boca a favor de Trotsky lo van a echar del Partido; el otro milita en el barrio del Marais, y cuando se entera que han expulsado a Trotsky de la URSS viaja a Prinkipo para ofrecerle su ayuda. Uno está construido con retazos de historias mezcladas de dos tíos míos, el otro se apoya muy remotamente sobre las memorias del Raymond Molinier. Aparecen más personajes, que no sé si quedarán o no. El agua, por ejemplo, es un personaje. No es teatro, por lo menos no es teatro “de réplicas”; no se responden uno a otro, en general; más bien son largos parlamentos de cada uno. El material se resiste a veces horriblemente al verso, pero es claro que sólo en verso tiene sentido para mí. Yo ya había lidiado con el discurso científico en Las Encantadas, pero ese discurso se podía desarmar y recombinar, una vez fragmentado se rendía; en cambio aquí, el problema es que el núcleo que me interesa está en la articulación, no en las partes. No se trata de desarmarlo y recombinarlo, sino de llevarlo a cierta incandescencia. Hay algo que dice Benjamin en su Pequeña historia de la fotografía que tiene que ver con lo que quiero hacer: dice que en la fotografía, por encima de la manipulación de los modelos y los encuadres, por su propio estatuto técnico, se cuela una chispa de azar; por ese azar, dice, Benjamin se cuela la sombra verdadera del pasado, y, lo que es más raro, lo que Benjamin deja caer así al pasar, es que se cuela también el porvenir. Eso que él dice que la fotografía hace, quisiera hacer yo en poesía con unos discursos, con unas vidas, con un momento de unas vidas en el asombroso siglo que pasó. Soñaban, por ejemplo, con acabar con el capitalismo, y el capitalismo, por lo menos el industrial, aquellos frigoríficos gigantes con un sistema tayloriano copiado de Chicago, reventaron por sí propios, no por la revolución sino vaya uno a saber por qué. Aquello, en lo que hoy son las afueras de Berisso, parece hoy un paisaje de guerra, unas ruinas de una guerra que nadie ganó. Hasta queda ahí, freezado en el tiempo, deshabitado como un pueblo fantasma, el barrio obrero de chapas que lindaba con los frigoríficos, con los carteles del sastre polaco, la farmacia, la mercería.
—¿Es necesario que el escritor sea un hombre comprometido?
—¿Necesario para qué? ¿Necesario para que sea un verdadero escritor? Lo único necesario es talento y trabajo. Eso que damos por supuesto, y que sin embargo es bastante difícil. Esto no es cuestión de sacar un título habilitante, no es cuestión de formar parte de una sociedad o sindicato de escritores, no es cuestión de ir fabricándose un miserable o brillante curriculum. En cuanto al compromiso, viene ya puesto; parece que estamos, para empezar, comprometidos a morirnos, no, obviamente, porque hayamos elegido ser mortales, sino porque nos ha tocado en suerte. Ligadas a esta servidumbre básica vienen, para cada cual, otras cuantas, y cada uno hace con ellas lo que puede. Si te referís específicamente al compromiso social o político, vale lo mismo: ¿qué sería no comprometerse? ¿Quién podría? ¿Cómo? Uno no es casi nada fuera del mundo social, y obviamente, no es nada sin lenguaje, que es un producto social, no individual. Si esta dependencia del lenguaje es grande para todo el mundo, imaginate para un escritor.
—¿Cuál es tu mayor defecto como poeta?
— Supongo que no lo sé; si supiera, podría luchar contra él, evitarlo tal vez. “Las pretensiones son enormes, los resultados, deformes”, dice Leónidas Lamborghini. Me imagino que lo único que uno puede hacer es arriesgarse, y tolerar la deformidad resultante. A la vez que descubre qué puede hacer, descubre sus dificultades para hacerlo, o sea, lo que le falta (etimológicamente, un defecto es precisamente eso, un faltante).
—¿Qué piensas de la afirmación de Gustavo Flaubert, cito: “¡Qué sabios seríamos, si conociéramos a fondo no más de cinco o seis libros!”?
— Es un poquito avara. Y tramposa: ¿cómo saber cuáles deberían ser esos cinco o seis libros, sin leer más? Porque no creo que esté pensando en cinco o seis libros cualesquiera. Pero supongamos que quiere decir que a partir de cierto momento hay que dejar de leer libros nuevos y releer siempre los mismos; hagamos la prueba: el propio Flaubert escribió por lo menos dos libros indispensables, Madame Bovary y La educación sentimental. Si les sumamos Rojo y Negro y La cartuja de Parma, de Stendhal, sin los cuales Flaubert mismo difícilmente podría haber escrito lo que escribió, ya tenemos cuatro. Ahora queda un solo lugar, donde uno podría poner la Biblia o la Odisea. ¡Qué tristeza, por dios, no poder releer entonces el Quijote, o Petersburgo de Andrei Biely, o siquiera alguna cosita de Borges o Bashevis Singer! Tal vez fuéramos sabios (cosa que dudo), pero el mundo sería un desierto.
—Háblanos de tu cocina literaria. ¿Qué autores o artistas de otras áreas constituyen sus pilares fundamentales?
Hablé antes de mis lecturas del surrealismo en la adolescencia; bajo aquel signo llega mi primer libro, Párpado, publicado a los 23 años con una sonora dedicatoria a Breton.
Luego sobrevino para mí un vacío, del que puede dar cuenta la fecha del segundo libro: 1986, doce años después del primero. Párpado había sido, paradojalmente, una experiencia terminal, de la que la vuelta atrás no era fácil; el rechazo a lo “literario” y sus retóricas (incluyendo entre estas retóricas la retórica social de los ’60 en la Argentina, pero también todo lo que oliera a sentimental, o folklórico, o tanguero, o elevado, o solemne, o naturalista, o un etcétera demasiado abundante) me había llevado a un callejón sin salida, y fueron otra vez algunas oportunas lecturas las que vinieron a rescatarme. La más importante: Montale. En él encontré yo un regreso al mundo visible y experiencial, una vía singular hacia la representación de ese mundo, sin la chatura de la lengua coloquial ni la pompa de una poesía áulica. Esta relación con la obra de Montale fue exclusiva, casi obsesionante durante varios años; cada vez que quería escribir algo, la pregunta era: ¿cómo lo hubiera escrito Montale? Es obvio que una pregunta así no se puede contestar, porque cada poeta escribe su propio mundo, pero para mí fue una pregunta productiva. De Montale aprendí mucho formalmente, él me llevó hacia el interés por la métrica y el italiano, hacia la lectura del Dante, a reanudar, más tarde, mis estudios de latín. Con el tiempo mis lecturas se diversificaron mucho, porque empecé a leer y traducir del inglés, a conocer mejor la tradición lírica española de los siglos XIV y XV, etc., pero la figura y la obra de Montale son aún hoy para mí un modelo, un oriente seguro y el objeto de una adoración sin límites. Siempre pienso en él como en un hombre que ha construido por sí solo una catedral (la de Santiago, digamos, o Chartres, por citar mis preferidas).
También están, desde luego, las lecturas de mis compatriotas, contemporáneos o no. Girondo, Susana Thénon, Leónidas Lamborghini, Arnaldo Calveyra, Mirta Rosenberg, Daniel García Helder... y también muchos jóvenes que escriben hoy en Argentina, como Sergio Raimondi y Martín Gambarotta... son tantos; si abrimos el espectro a la lengua, ya son directamente incontables, con Vallejo, Lezama y Lihn a la cabeza; no sólo aburriría, creo, una lista, sino que además habría que destacar que no se trata de una serie de iconos inmóviles, ni de una lección que cada cual me ha brindado de una vez; cada libro de cada uno y aún cada lectura, de pronto me hacen saltar de la silla, de emoción y sorpresa; más que una sintonía o afinidad, a veces parece un choque eléctrico.
Aunque esto es así de mudable y vario, yo no quisiera escudarme en esa variedad para dejar tan solo una lista de nombres; quisiera describir, aunque sea de una sola pincelada, algunas lecciones recibidas: de Girondo, la alegre energía de sus escenas, y la verificación del poder del impulso poético para tornar significante incluso al sinsentido; de Susana Thénon, la posibilidad acabada de un uso artístico, no folklórico, no complaciente, de un lenguaje argentino; de Lamborghini, la lección impresionante de lealtad a una figura de poeta que jamás condesciende al figurón, que jamás “se la cree”; de Calveyra, la artesanía delicada, la lengua original y prístina, pero, a su modo, inventada en el laboratorio de la distancia; de Mirta Rosenberg, la expresión matemática, musical, casi aforística, ocasionalmente iluminada por el detalle que, con delicia, ocupa el sitio de la imaginación; de García Helder, bueno, de Helder creo haber aprendido casi todo lo que sé, que, si no es mucho, al menos es demasiado para contarlo en unas líneas (era lo que les pedían a ciertos aspirantes chinos a determinados puestos en época imperial; les daban papel y tinta y les pedían que escribieran todo lo que sabían).
—¿Que libro de poesía te hubiese gustado escribir y por qué?
— Me hubiera gustado escribir Ossi di Sepia, pero ya lo escribió Montale. Me hubiera gustado escribir Quer pasticiaccio bruto de Via Merulana, pero ya lo escribió Gadda. Me hubiera gustado escribir uno solo de los cuentos de Salinger, una línea del Quijote o un parlamento de Falstaff, los diez o doce tomos de la Decadencia y Caída del Imperio Romano (a propósito, Gibbon dice que los escribió porque quería escribir un libro y no podía... ¡como si su historia no fueran libros!). Me gustaría haber escrito el Odiseo confinado de Lamborghini, un poema de Mark Strand en que un hombre se pone a beber en cuatro patas al borde de un lago y un caballo se acerca a mirarlo, uno de Fabián Casas donde aparecen unos bichitos verdes en torno de una lámpara. Mientras te contesto me doy cuenta de que quizás sea más interesante la lista de los libros que me gustan muchísimo y sin embargo no se me cruza por la cabeza poner en la serie de los que me gustaría haber escrito: Luz de Agosto, de Faulkner, Onetti, Borges... tampoco se aparece a mi ambición escribir un poema de Rilke, de Elytis, un canto de Lautréamont (aunque sí me gustaría que se me hubieran ocurrido a mí algunas maravillosas deformaciones de aforismos de Pascal que pergeña el montevideano... ) Es curioso, tu pregunta quizás tiene todavía más tela de lo que parece... descartados los libros que no te gustan, sería interesante descubrir qué es lo que diferencia, entre los que sí te gustan, a los que te gustaría haber escrito de los que no.
—Nabokov proponía a sus alumnos un cuestionario sobre las cualidades que debía de tener un buen lector. Proponía una lista de 10 y había que elegir 4:
1. El lector debe tener cierto sentido artístico.
2. El lector debe ser socio de un club del libro.
3. El lector debe tener un diccionario.
4. El lector debe identificarse con el o la protagonista.
5. El lector debe concentrarse en el punto de vista socioeconómico.
6. El lector debe tener memoria.
7. El lector debe preferir una historia con acción y diálogo a una que no los tenga.
8. El lector debe haber visto antes la película basada en el libro.
9. El lector debe ser un autor en ciernes.
10. El lector debe tener imaginación.
¿Cuáles son las 4 que consideras primordiales?
—El lector debe tener imaginación, memoria y un diccionario; el resto de las condiciones es claramente una broma (dicho sea de paso: de gusto dudoso) que Nabokov les gastaba a sus alumnos. Hasta la sugerencia de elegir cuatro es una trampita.
—¿Como ves la poesía chilena actual? ¿Qué referencias tienes?
— Sobre todo me gustan Zurita, Cuevas, Maquieira, Yanko González. Es muy difícil, y eventualmente ocioso, generalizar, pero creo ver muchos puntos de contacto con la poesía argentina que más me gusta; sin embargo, tengo la impresión de que ustedes se han ahorrado algunos caminos sin salida en que cayó una parte importante de nuestra poesía durante cierto tiempo (especialmente en los 70 y primeros 80).
—¿Qué libros no has podido terminar de leer?
— Docenas: así, a bote pronto, como dicen los españoles, se me cruza El Doctor Zhivago, de Pasternak (iba más o menos por la mitad y me di cuenta de que tenía un montón de cosas que me parecían o bien detestables o bien falsas o las dos cosas a la vez; y las que me gustaban, las podía encontrar con más densidad y delicia releyendo a Tolstoi, así que lo dejé). Con las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar no pude pasar de las primeras cien páginas, otra vez veía algo falso, veía la hilacha de lo que me quería decir; o, si se prefiere, me parecía que estaba viendo la cocina en vez de comer el plato. Otros libros no he podido terminarlos por razones muy diferentes, por falta de constancia, quizás, o porque perdí el hilo de la concentración cuando se me cruzó alguna otra lectura, sin que renuncie a leerlos alguna vez; ejemplos: El deslinde, de Alfonso Reyes, La seducción, de Gombrowicz, La muerte de Virgilio, de Broch, las Confesiones de San Agustín, La montaña mágica. Si no entro, o me salgo, no insisto: hay libros que necesitan cierto estado de ánimo, hay estados de ánimo que a veces te separan momentáneamente de un libro. O permanentemente: como leo por puro placer, sin plan, sin meta, sin bitácora, las elecciones son ciertamente caprichosas. Muchas veces he vuelto a la carga con un libro que había dejado, con buen resultado: un día me acordé que no había leído el ensayo más largo de Remedio en el mal, de Starobinski, el que está dedicado a Rousseau; no sé por qué, quizás porque el libro lo leí salteado siguiendo vaya uno saber qué lógica, y ese quedó ahí varios años, hasta que llegó mi hora de leerlo (es espléndido).
—¿Cuál es para ti el gran libro olvidado de la poesía argentina?
— La pregunta es difícil. ¿Qué quiere decir que un libro está olvidado? Yo voy a decir uno, y quizás no está olvidado en absoluto para muchos poetas; o no está olvidado para un puñado de poetas, y ese puñado, si es un puñado de buenos poetas, basta para que el libro siga ejerciendo su poder y no se pueda decir que está olvidado. Al pensar que un libro está olvidado se mezcla la cuestión de la cantidad y la calidad de sus lectores de un modo un poco aberrante (en el sentido de las aberraciones de la visión, no en el sentido moral). Bueno, todo este prologuito es para decir que Ova Completa, de Susana Thénon, esté olvidado, o recordado, o medio olvidado y medio recordado, según para quién, es un libro que bien podría tener más lectores, con provecho para la marcha general de las cosas de este mundo.
—¿Cuál fue el último poemario que leíste?
— Contratiempo, de Edgardo Dobry. Conozco bastante la obra de Dobry, que es mi amigo, y hasta donde puedo ser objetivo me parece que este, su quinto libro, es una vuelta de tuerca sensacional a uno de los proyectos más coherentes de la poesía argentina de los últimos años. Una voz que arranca del neobarroco, que se trae desde allí una conciencia acusada de la lengua y un conocimiento y habilidad en el uso de la sinécdoque y la elipsis, y la aplica con inteligencia, con humor, de un modo cada vez más libre, a los más diversos asuntos; no quejándose de la pérdida del aura del mundo moderno, no añorando tiempos más ordenados y burgueses, sino encontrando la poesía en el paisaje de la contemporaneidad tal como ella es, en sus deformaciones y su desarraigo, en la posible libertad que ofrece.
— ¿Qué libro estás leyendo ahora?
— Ayer leí El ingenuo, de Voltaire, en traducción. Ahora quiero volver a leerlo en francés, y también Cándido y Zelig. Ya lo encargué en Amazon. Están en la red, desde luego, pero a mí me gustan los libros.
— ¿Cómo ves hoy por hoy la industria editorial argentina con respecto a la poesía?
— Hay muchas más editoriales que publican poesía que años atrás: Adriana Hidalgo, Interzona, Bajo la Luna, El Cuenco de Plata; el Fondo de Cultura Económica, por su parte, publica también al menos una obra reunida por año, e importa títulos publicados en otros países de América Latina. En muchas librerías se ven buenas mesas de poesía. Según la teoría de un amigo mío, Marcelo Cohen, lo que pasa no es que ahora los libros de poesía vendan más, sino que las novelas venden menos (hablamos de literatura, se entiende, no de best sellers): por lo cual los tantos se emparejan.
— ¿Qué piensas de los premios literarios?
— Hay cuatro clases de premios: los que están amañados para conceder el premio a un libro mediocre; los que están amañados para conceder el premio a un buen libro; los premios sin arreglos pero con un jurado mediocre y los premios sin arreglos y con un jurado formado por buenos lectores. Cada una de estas categorías tiene una diferente calificación estética y moral. La última categoría es desde luego la más interesante e inobjetable, salvo que uno tenga una objeción de principios a la idea misma de premiar; yo no la tengo; pienso que todo lector (y especialmente todo el que lleva un blog o una página web, hace una revista, escribe una reseña o arma un programa de clases) en algún momento debe discriminar qué es para él excelente, qué es mediocre y qué es malo. Esta discriminación se puede hacer con más o menos talento, con más o menos responsabilidad, y de esos factores depende la calidad del premio. Personalmente, he aceptado ser jurado de varios premios con una sola exigencia (que a menudo reveló ser crucial): o el jurado de preselección era de mi total y absoluta confianza, o yo quería leer todo lo que se presentara. Es curioso el candor (o la comodidad) con que algunos jurados aceptan que alguien que no conocen descarte parte de los trabajos que llegan a un concurso, como si hubiera una forma técnica o impersonal de determinar lo que es estándar y lo que es sub-estándar. ¡En literatura! ¡Justo en el terreno donde lo que parece absurdo o alocado es (a veces) lo mejor! Da lo mismo si el “a veces” se coloca entre paréntesis, entre comillas o subrayado: lo importante es que puede suceder.
—¿Qué palabras le dirías a alguien que está comenzando en esto de la poesía o escritura, alguien que ha decidido ser poeta?
— Le diría: “Hasta donde yo sé, un poeta es un tipo apenas un poco menos obsesivo que un ajedrecista, solo un poco menos disciplinado que una bailarina clásica, casi tan estudioso como un físico atómico, y no más tímido que un payaso. Todo lo anterior no le servirá de nada si no tiene, además, talento, paciencia, coraje y suerte. Si todo esto se cumple y se hace poeta, la poesía difícilmente le de para vivir y es casi seguro que nunca tendrá que ponerse anteojos oscuros para que no lo reconozcan. Ahora sí, querido amigo, si a pesar de todo querés ser poeta, a Dios rogando y con el mazo dando”.
—¿Qué opinas – como difusor esencial de la poesía argentina contemporánea- de las nuevas formas de difusión literaria por Internet como revistas literarias, blogs, etc?
— Me parece espléndido que haya nuevas y variadas oportunidades de publicación. Supongo que con el tiempo se irán decantando las más interesantes, destacándose del montón de basura e improvisación y descubriendo las verdaderas posibilidades de comunicación de los nuevos medios. Hoy por hoy, ya hay páginas súpervaliosas, pero las ventajas (evidentes) de la accesibilidad no están acompañadas de una interacción interesante. Hasta ahora no he visto nada en los chats y comentarios, por ejemplo, que se parezca a una buena sección de cartas de lectores de una vieja publicación en papel. Un post medianamente interesante suele estar sumergido en una montaña de comentarios impresionistas, cuando no directamente idiotas; las secuencias supuestamente interactivas degeneran con velocidad pasmosa en la descalificación sin argumentos, cuando no en el insulto, todo ello salpimentado con una gramática pobre y una ortografía posterior a la invasión de los zombies o la Tercera Guerra Mundial. ¿Está esto en la naturaleza misma de Internet? ¿O es una enfermedad infantil? Veo difícil que esas taras se superen sin un editor en los chats. Pero tampoco tengo claro si esto no es opuesto a la naturaleza misma del medio. Parece que el futuro en que cada cual tendría sus diez minutos de fama profetizado por Warhol se ha reemplazado por un presente donde cada uno tiene su ratito de crítico, juez y jurado, actuando según el humor del día y autorizado por su propia agresividad. Si es así, poca justicia pueden esperar los acusados, y nula jurisprudencia podrá sentarse sobre el caso.
— ¿Qué cosa últimamente te quita el sueño?
— Suelo dormir lo más bien. Debe ser porque cada noche me tomo un balde de café antes de ir a la cama.
—¿Qué te escandaliza?
— Muchas cosas (soy muy cascarrabias): ya hablé antes de los celulares, podría agregar miles de incordios cotidianos, desde los chicles pegados bajo las mesas de los bares hasta la gente que no recoge la mierda de sus perros, pasando por el marketing telefónico; pero la mayor parte de estas rabietas se me pasa pronto. En el viejo buen estilo del socialismo del siglo XIX, y a fuer de resultar poco original, sigo pensando que el escándalo mayor, el que no perime, es la desigualdad económica rampante, ahora globalizada. De todos modos, dejame decir que desconfío del escándalo, quiero decir, del escandalizarse. Podría ser un modo de despachar las cuestiones más importantes conservando una buena conciencia. Escandalizarse es un buen punto de partida, porque implica no aceptar como normal lo que es inaceptable; pero es solo eso, un punto de partida. Como punto de llegada, es escandalosamente fácil, inane.
—Y por último ¿a qué le temes?
— Al fascismo de todos los colores y a la desacreditación de la democracia; al envalentonamiento de los peores y el desánimo de los mejores.