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        Patrimonio - 2013 | index | Ernesto González Barnert  | Autores |
       
        
          
        
         
         
        
        
         
        "No es que ahora los libros de poesía vendan más,  sino que las novelas venden menos"
            Entrevista a Daniel Samoilovich 
            
              Por Ernesto González  Barnert
        
         
        
          
          
           
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        En su libro El despertar de Samoilo, El siglo  XX ¿qué se fizo? hay un epígrafe que viene hoy a resonar con toda su fuerza  a propósito del capítulo V. Preguntiñas. La cita es del Fedón de Platón:  “El hombre es aquel ser que, si se le hace una pregunta racional, puede dar una  respuesta racional.” Aquí Daniel Samoilovich nos da más de una veintena de esas  respuestas, tan racionales como sentidas –a las preguntas de siempre–, que  dejan todo en la cancha.
        - Daniel ¿cómo comenzaste a escribir? ¿Qué hecho detonó en particular  la decisión de ser poeta?
  – Empecemos por  decir que en mi casa, como en tantas casa de clase media y trabajadora  argentinas de hace cincuenta años, había una biblioteca. Siendo mis padres un  dentista de barrio y un ama de casa, había allí una biblioteca de verdad,  serían trescientos o cuatrocientos volúmenes, mucho más de lo que uno suele ver  en la casa de un psicoanalista o un músico hoy en día (hablo en general, desde  luego que hay muchas y muy honrosas excepciones). La biblioteca de casa estaba  en el cuarto que compartíamos mi hermana y yo, y como era una casa pequeña con  cuartos pequeños, nuestras camas estaban durante el día empotradas en ese gran  mueble, para que tuviéramos un espacio para jugar y estudiar, y se bajaban  durante la noche. O sea que la biblioteca guardaba, digamos, como un volumen  más, mi cama, y pasaba muchas horas entre los libros de mis padres. Leer era  una cosa valorada en esa casa, y escribir también. Yo tenía, ya cumplidos los  nueve o diez años, cierta facilidad para escribir, recuerdo que gané varios  premios de concursos de cuentos y poemas que se hacían en la escuela o en el club  al que iba a practicar natación, y eso era muy festejado por mis padres;  pensando en la época, supongo que la “facilidad para escribir” debía ser en  buena parte la facilidad para imitar la idea de buena escritura de los adultos  y borronear algunos esperpentos entre sentimentales y sentenciosos. Pero allí  estaba yo, confiado en mi temprana habilidad, y alegre de ser aprobado por  ella. Pienso ahora que a mi padre le hubiera gustado escribir: tiene una  hermosa letra, amplia y clara, y es probable que, como tantos niños, yo me haya  hecho cargo de un deseo paterno que andaba dando vueltas por ahí. 
         Por otra  parte, siguiendo con la familia, mi abuela paterna, que vivía a dos cuadras de  casa, era una mujer muy mayor, ucraniana, que hablaba ruso, idisch y castellano  con acento idisch, y era analfabeta en cualquier lengua. Cayó enferma cuando yo  era chico, y durante varios años me encargaron que, casi todas las tardes, le  leyera cuentos y novelas cortas. Recuerdo que le leí completa una recopilación  de cuentos folklóricos rusos en español, y también creo que Miguel Strogoff de Julio Verne (¡Quién  sabe que le diría a mi abuela esa Siberia libresca de Verne, que probablemente  ella tampoco conocía de primera mano!). Era una cosa curiosa que a mí, un niño  de nueve años, me tocara leerle cuentos a mi abuela, cuando la imagen clásica  es la de la abuela que les lee cuentos a los niños. Pienso que esa situación  ponía en el tapete cosas como las asombrosas posibilidades de educación y  ascenso social que encontraron muchos inmigrantes pobres al llegar a la  Argentina; para los judíos aquello debió ser doblemente asombroso, pues en su  caso no sólo la ley sino sobre todo la pobreza les impedían siquiera soñar en  educar a sus hijos en el imperio de los zares. En cuanto a mí —que de aquellas  privaciones no sabía nada, ya que nadie hablaba de eso— debí trabar una extraña  relación con el castellano, que hablaba mejor que mis abuelos, y con la  lectura, que yo dominaba mientras mi abuela no; aquella lengua, privada del  prestigio y la autoridad, no ya de lo ancestral, sino incluso de lo tradicional  o viejo, debió cargarse necesariamente de la levedad un tanto mágica de lo  recién adquirido; como una planta que, escasa de raíces, se sustentara en su  propio impulso ascendente.
         Yo tenía facilidad  para escribir, entonces, y una confianza infantil en esa habilidad: la primera  idea escrituraria que se me ocurrió por mí mismo, fuera de las redacciones con  tema predeterminado que hacía en la escuela y el club, fue la de escribir una  novela a partir de un argumento que encontré en una historieta (ni por asomo se  me ocurrió preguntarme si era válido tomar el argumento prestado). También  empecé un cuaderno con “máximas”, consejos de vida que, viniendo de un chico  que apenas había vivido, imaginate, otra vez, hasta que punto debían ser  refritos de las cosas que leía. Pero de aquellas fantasías rescato dos cosas:  una la ingenua prepotencia de mis propósitos; otra, un poco menos obvia, la  vaga comprensión de que existían géneros, moldes dentro de los que uno podía  hacer algo; una cierta proto-idea de la escritura como algo artesanal, no  puramente expresivo. Por mi experiencia con mis hijos me doy cuenta de que  todos los niños tienden a esa posición artesana ante el arte, y que sólo  después la cultura les inficiona ideas tardorrománticas como la originalidad o  la expresión de la propia alma.
         Mientras  tanto, ya había acabado con Verne y Salgari, así que empecé a leer todo lo que  me llamaba la atención de la biblioteca de mis padres: a los doce años leí a  Pearl S. Buck, Tifón de Conrad, un  par de novelas de Hemingway y una de Graham Greene; a los trece el teatro de  Anouilh, Sartre y O Henry y El retrato de  Dorian Gray; aún no debía tener catorce cuando me tragué el tostón del Jean-Christophe, de Romain Rolland, algo  de Stefan Zweig, La Guerra de los Mundos de H.G.Wells y quién sabe cuántas cosas más. De todas aquellas lecturas, en el  patio de mi casa, bajo una parra de uva criolla, me queda el recuerdo agridulce  de algunas horas gloriosas y otras de un gran aburrimiento; a menudo más bien  una gran desazón porque se me escapaba el sentido de las tres cuartas partes de  todo aquello. Sin embargo, no lo podía soltar: de los libros surgían grandes  misterios, cosas que no entendía pero tampoco quería preguntar; no palabras  desconocidas (al fin de cuentas siempre podía ir al diccionario), ni  referencias históricas, que no me importaban; lo que aparecía eran  sentimientos, paisajes existenciales que me resultaban incomprensibles: ¿por  qué los personajes no disipaban tal o cual   equívoco, se angustiaban, u odiaban, olvidaban o amaban? Lo más  maravilloso de aquellos libros estaba, creo ahora, en que no habían sido  escritos para mí. Y eso es la literatura, ¿no? ¿Escribió acaso el Dante para  nosotros, o tenemos que cambiar de cabeza para poder leerlo? Yo sentía ese vago  reclamo de ser otro, y desde luego me resultaba infinitamente más atractivo que  la obligación de ser yo mismo en una casa pequeña de un barrio apartado del  centro de Buenos Aires. La televisión había llegado a casa cuando yo tenía diez  u once años, y me apasionaba, igual que las historietas, pero los libros de mis  padres que manoteaba de mi biblioteca-cama eran el más allá, un mundo que,  porque me halagaba menos, me tentaba más, o me tentaba de otro modo. 
         Después llegó  el colegio secundario, la adolescencia, etc. Yo seguía siendo considerado y  considerándome a mí mismo dotado de una facilidad para escribir, y la ejercía  en las revistas estudiantiles, en los exámenes de literatura, en poemas a las  chicas de las que me enamoraba. La poesía era lo que más me gustaba; la  invención de una trama no me tentaba para nada; la aprehensión instantánea que  la poesía prometía, sí. Si mi vocación hubiera sido plástica, creo que se  hubiera orientado más al dibujo o la fotografía que al cine.
         Creo que a esa  altura la facilidad para escribir, adornada por mis voraces lecturas de  infancia, podría haberse transformado en un obstáculo serio para ser un día un  escritor, si no hubiera sido contrastada por algunas nuevas lecturas de la adolescencia.  Algunas funcionaban y otras no; a mí me gustaba Pavese y lo imitaba, los  beatniks y los imitaba; por ese camino yo creo que iba de cabeza a un punto  muerto; en cambio, Rimbaud, Breton, Jarry, Cendrars, Apollinaire, no había  forma de impostar esas voces, lo que me pedían era una inventiva, un punto de  azar y de locura. Proponían atención a los sueños, a los encuentros casuales de  palabras, a lo que estaba en los bordes de la imaginación, al impulso de la  escritura “sin filtro racional”: procedimientos de los que surgieron los  primeros textos que de verdad apuntaban, creo, a algún lugar propio. Ya tendría  tiempo para ser hábil; para poder empezar yo necesitaba puntos de partida, y el  punto de partida no podía ser yo mismo, que era un adolescente a la vez  demasiado apasionado y demasiado racional. Necesitaba un punto de partida que  de algún modo estuviera protegido de mí mismo, de mis limitaciones y mis  “habilidades”; el surrealismo, o el mundo que el surrealismo me descubrió, me  dio ese punto.
                      - ¿Qué es para ti la poesía? 
  — Música hecha  con palabras. Poesía son estos seis versos recogidos en el Cancionero de Baena:
        
           Mal ferida va la garça
            enamorada.
            Sola va y gritos daba.
            Ribericas de aquel río
            do la garça haze su nido,
            sola va y gritos daba.
        
        Seis líneas, y  tenés una escena, una escena infinitamente triste evocada con elementos  mínimos, lenguaje con un ojo puesto en lo que se dice y otro en cómo se dice, y  un tercer ojo, tal vez, en lo que va de una cosa a la otra. Y esa maravillosa  discordancia entre el presente “va” y el pretérito “daba”, que te parte la  cabeza. A veces dudo si el castellano ha podido ir más allá de aquel momento  inaugural.
        -¿Para quién escribes?
            - Para un fantasmita que se apoya gentilmente en mi  papel o en la pantalla de mi computadora. Él no está dispuesto a comprar  basura, así que hay que darle lo mejor que se tenga a mano, y si tampoco eso  sale bueno, hay que tirar todo y empezar de nuevo. Quizás más que un fantasmita  sea un Frankenstein, un personaje hecho con pedazos de los que más aprecio de  mis contemporáneos. 
        - ¿Cuándo escribes necesitas algo a tu alrededor, alguna cosa, haces  algo en particular, etc.?
  —Necesito  tiempo, necesito un espacio. Puedo tomar apuntes en cualquier lado, pero hace  muchos años que solo escribo en mi estudio, con el teléfono desconectado. El  solo hecho de que alguien pudiera interrumpirme me frena; durante mucho tiempo  escribía en bares, pero cada vez más bares tienen televisor, y la gente habla  por sus celulares en voz tonante, y hasta con el micrófono abierto. Es curioso  que la gente hable más civilizada y discretamente con quien tiene enfrente que  con quien está en otra parte. En fin, el celular ha arruinado los bares, los  trenes, los viajes de larga distancia. Además, todos mis últimos libros son libros  unitarios, no colecciones de poemas independientes, por lo cual necesito  realmente mucho tiempo, mucha concentración durante mucho tiempo, porque a  veces estoy trabajando con varios segmentos a la vez; por otra parte, es bueno  poder recostarse unos minutos cuando la máquina se recalienta demasiado. En  suma, puedo tomar apuntes en cualquier lado, pero el trabajo verdadero lo hago  los días viernes en mi estudio, un departamento minúsculo, con toda la jornada,  ocho, diez, doce horas disponibles. Sé que suena súperburocratico, pero creo  que eso es solo por un particular estatuto romántico que le damos a la  escritura; si un pintor te dice que va a trabajar tres veces por semana a su  estudio, lo entendés, porque entendés que como la pintura ensucia no puede hacerlo  en su casa. Pero también porque le concedés, más allá de la materialidad  “ensuciante” del óleo, una materialidad a su trabajo. Como yo creo que el  trabajo del escritor también tiene, o sería bueno que tuviera, esa  materialidad, no tengo problema en copiar el sistema. Y es una vez por semana  porque soy incapaz de defender más tiempo, sino sería más. Un día de siete, es  algo que puedo defender: si mi mundo laboral y social camina con siete días,  pues también podrá caminar con seis. El séptimo queda reservado para escribir,  y las demás cosas, que esperen.
        - ¿Cómo es tu proceso escritural? ¿Cómo trabajas hasta concretar un  poema? 
  — Suelo  escribir las primeras versiones a mano, y corregir en la misma hoja hasta que  las tachaduras la vuelven casi ilegible. Entonces puedo volver a copiarlo a  mano, o meterlo ya en la computadora. Allí empiezo a salvar versiones hasta que  me aburro, entonces quizás encuentre cierta gracia de equilibrista que camina  sin red en modificar directamente en la pantalla, sin salvar el estado previo.  Hay cierto vértigo en eso. También es posible que ante algo que se resiste  imprima y vuelva a trabajar a mano. En la época en que escribía poemas sueltos,  podía coleccionar hasta treinta, cuarenta versiones. Ahora puede pasar con  algún fragmento de mis poemas-libro. Otros, los menos, salen curiosamente  armados, y apenas requieren alguna revisión. 
  
          Revisando, hay  dos clases de trabajo: uno, es el trabajar sobre lo que te suena mal; si te  suena mal, está mal; si hay un problema sonoro, hay un problema conceptual, y  hay que escribir y pensar hasta resolverlo. A veces, por un verso que está mal  se derrumba el poema entero, porque ese verso malo evidencia un problema en el  poema entero, y entonces hay que escribirlo todo de nuevo. El otro caso, el más  artero, es el de lo que te suena bien, sin estarlo realmente: lo que está  halagando a una parte poco exigente de tu gusto. Esos son los problemas peores,  porque no saltan solos, hay que encontrarlos, y es vital hacerlo. Es justamente  famosa la afirmación de Hemingway, acerca de que lo primero que un escritor  debe tener es un buen detector de mierda; estoy de acuerdo, pero agregaría que  lo segundo que debe tener es un detector de mierda “regular”, la que echa poco  olor. Para cambiar de metáfora, que esta se está poniendo un poco asquerosa, no  hay que conformarse con lo que parece estar bien: hay que empujar cada  ladrillito de la pared y ver si resiste el empujón crítico. Y una tercera: a  veces uno se puede enamorar de un verso malo, uno que luce bien sólo en la  penumbra “poética”, ambiental; hay que echarle una luz bien cruda, y ver si  sigue luciendo igual de bien.
        - Ahora bien, por otra parte, me gustaría nos hablaras del Diario de  Poesía, revista trimestral que ha continuado desde 1986 y se vende en kioscos,  librerías. Realmente un hermoso trabajo a la poesía ¿Qué me dices?
  — El Diario, ha sido para mí como un sueño, y  con la velocidad de un sueño ha ido cumpliendo años. Hay una historia que  cuentan sobre Freddy Gutman, un poeta y fotógrafo argentino que nació hacia el  1900; Freddy era hijo de una familia de joyeros de la ciudad de La Plata, y sus  padres lo enviaron a París para que estudiara el oficio con los mejores; pero  hete aquí que Freddy no quería ser joyero, entonces agarró un día toda el  dinero que le habían dado los padres y se compró un velero y se fue a navegar y  sacar fotos por las islas francesas del Pacífico. Parece que una vuelta  descubrieron que en uno de sus viajes había batido un record de navegación en  solitario, pasando una buena cantidad de días a bordo de su barquito en el  Pacífico. Freddy se quejó a unos periodistas parisinos que lo entrevistaron en  Tahití: “Ustedes no entienden —les dijo—. Yo no quería batir ningún récord. Yo  sólo quería navegar”.
        -¿Qué estás escribiendo hoy? ¿Qué proyectos escriturales no te dejan  dormir?
  —Santo cielo,  no sé si debería hablar de eso. El documento de word donde están guardados los  borradores de lo que estoy escribiendo se llama “Vaya uno a saber”. Vaya uno a  saber qué cosa es, pero sucede en 1929. Hay dos jóvenes trotskistas, uno en  Berisso, cerca de La Plata, donde había unos inmensos frigoríficos ingleses, y  el otro en París. El de Berisso trabaja en los frigoríficos y quisiera hacer  allí una “fracción de izquierda” dentro del Partido Comunista, lo cual es  difícil porque está claro que apenas abra la boca a favor de Trotsky lo van a  echar del Partido; el otro milita en el barrio del Marais, y cuando se entera  que han expulsado a Trotsky de la URSS viaja a Prinkipo para ofrecerle su  ayuda. Uno está construido con retazos de historias mezcladas de dos tíos míos,  el otro se apoya muy remotamente sobre las memorias del Raymond Molinier.  Aparecen más personajes, que no sé si quedarán o no. El agua, por ejemplo, es  un personaje. No es teatro, por lo menos no es teatro “de réplicas”; no se  responden uno a otro, en general; más bien son largos parlamentos de cada uno.  El material se resiste a veces horriblemente al verso, pero es claro que sólo  en verso tiene sentido para mí. Yo ya había lidiado con el discurso científico  en Las Encantadas, pero ese discurso  se podía desarmar y recombinar, una vez fragmentado se rendía; en cambio aquí,  el problema es que el núcleo que me interesa está en la articulación, no en las  partes. No se trata de desarmarlo y recombinarlo, sino de llevarlo a cierta  incandescencia. Hay algo que dice Benjamin en su Pequeña historia de la fotografía que tiene que ver con lo que  quiero hacer: dice que en la fotografía, por encima de la manipulación de los  modelos y los encuadres, por su propio estatuto técnico, se cuela una chispa de  azar; por ese azar, dice, Benjamin se cuela la sombra verdadera del pasado, y,  lo que es más raro, lo que Benjamin deja caer así al pasar, es que se cuela  también el porvenir. Eso que él dice que la fotografía hace, quisiera hacer yo  en poesía con unos discursos, con unas vidas, con un momento de unas vidas en  el asombroso siglo que pasó. Soñaban, por ejemplo, con acabar con el  capitalismo, y el capitalismo, por lo menos el industrial, aquellos  frigoríficos gigantes con un sistema tayloriano copiado de Chicago, reventaron  por sí propios, no por la revolución sino vaya uno a saber por qué. Aquello, en  lo que hoy son las afueras de Berisso, parece hoy un paisaje de guerra, unas  ruinas de una guerra que nadie ganó. Hasta queda ahí, freezado en el tiempo,  deshabitado como un pueblo fantasma, el barrio obrero de chapas que lindaba con  los frigoríficos, con los carteles del sastre polaco, la farmacia, la mercería.
        —¿Es necesario que el escritor sea un hombre comprometido?
  —¿Necesario  para qué? ¿Necesario para que sea un verdadero escritor? Lo único necesario es  talento y trabajo. Eso que damos por supuesto, y que sin embargo es bastante  difícil. Esto no es cuestión de sacar un título habilitante, no es cuestión de  formar parte de una sociedad o sindicato de escritores, no es cuestión de ir  fabricándose un miserable o brillante curriculum. En cuanto al compromiso,  viene ya puesto; parece que estamos, para empezar, comprometidos a morirnos,  no, obviamente, porque hayamos elegido ser mortales, sino porque nos ha tocado  en suerte. Ligadas a esta servidumbre básica vienen, para cada cual, otras  cuantas, y cada uno hace con ellas lo que puede. Si te referís específicamente  al compromiso social o político, vale lo mismo: ¿qué sería no comprometerse?  ¿Quién podría? ¿Cómo? Uno no es casi nada fuera del mundo social, y obviamente,  no es nada sin lenguaje, que es un producto social, no individual. Si esta  dependencia del lenguaje es grande para todo el mundo, imaginate para un escritor.
        —¿Cuál es tu mayor defecto como poeta?
  — Supongo que  no lo sé; si supiera, podría luchar contra él, evitarlo tal vez. “Las  pretensiones son enormes, los resultados, deformes”, dice Leónidas Lamborghini.  Me imagino que lo único que uno puede hacer es arriesgarse, y tolerar la  deformidad resultante. A la vez que descubre qué puede hacer, descubre sus  dificultades para hacerlo, o sea, lo que le falta (etimológicamente, un defecto  es precisamente eso, un faltante). 
        —¿Qué piensas de la afirmación de Gustavo Flaubert, cito: “¡Qué sabios  seríamos, si conociéramos a fondo no más de cinco o seis libros!”?
  — Es un  poquito avara. Y tramposa: ¿cómo saber cuáles deberían ser esos cinco o seis  libros, sin leer más? Porque no creo que esté pensando en cinco o seis libros  cualesquiera. Pero supongamos que quiere decir que a partir de cierto momento  hay que dejar de leer libros nuevos y releer siempre los mismos; hagamos la  prueba:  el propio Flaubert escribió por  lo menos dos libros indispensables, Madame  Bovary y La educación sentimental.  Si les sumamos Rojo y Negro y La cartuja de Parma, de Stendhal, sin  los cuales Flaubert mismo difícilmente podría haber escrito lo que escribió, ya  tenemos cuatro. Ahora queda un solo lugar, donde uno podría poner la  Biblia  o la Odisea. ¡Qué tristeza, por  dios, no poder releer entonces el Quijote, o Petersburgo de Andrei Biely, o siquiera alguna cosita de Borges o  Bashevis Singer! Tal vez fuéramos sabios (cosa que dudo), pero el mundo sería  un desierto.
        —Háblanos de tu cocina literaria. ¿Qué autores o artistas de otras  áreas constituyen sus pilares fundamentales?
          Hablé  antes de mis lecturas del surrealismo en la adolescencia; bajo aquel signo  llega mi primer libro, Párpado,  publicado a los 23 años con una sonora dedicatoria a Breton. 
          
          Luego  sobrevino para mí un vacío, del que puede dar cuenta la fecha del segundo  libro: 1986, doce años después del primero. Párpado había sido, paradojalmente, una experiencia terminal, de la que la vuelta atrás  no era fácil; el rechazo a lo “literario” y sus retóricas (incluyendo entre  estas retóricas la retórica social de los ’60 en la Argentina, pero también  todo lo que oliera a sentimental, o folklórico, o tanguero, o elevado, o  solemne, o naturalista, o un etcétera demasiado abundante) me había llevado a  un callejón sin salida, y fueron otra vez algunas oportunas lecturas las que  vinieron a rescatarme. La más importante: Montale. En él encontré yo un regreso  al mundo visible y experiencial, una vía singular hacia la representación de  ese mundo, sin la chatura de la lengua coloquial ni la pompa de una poesía  áulica. Esta relación con la obra de Montale fue exclusiva, casi obsesionante  durante varios años; cada vez que quería escribir algo, la pregunta era: ¿cómo  lo hubiera escrito Montale? Es obvio que una pregunta así no se puede  contestar, porque cada poeta escribe su propio mundo, pero para mí fue una  pregunta productiva. De Montale aprendí mucho formalmente, él me llevó hacia el  interés por la métrica y el italiano, hacia la lectura del Dante, a reanudar,  más tarde, mis estudios de latín. Con el tiempo mis lecturas se diversificaron  mucho, porque empecé a leer y traducir del inglés, a conocer mejor la tradición  lírica española de los siglos XIV y XV, etc., pero la figura y la obra de  Montale son aún hoy para mí un modelo, un oriente seguro y el objeto de una  adoración sin límites. Siempre pienso en él como en un hombre que ha construido  por sí solo una catedral (la de Santiago, digamos, o Chartres, por citar mis  preferidas).
          
          También  están, desde luego, las lecturas de mis compatriotas, contemporáneos o no.  Girondo, Susana Thénon, Leónidas Lamborghini, Arnaldo Calveyra, Mirta  Rosenberg, Daniel García Helder... y también muchos jóvenes que escriben hoy en  Argentina, como Sergio Raimondi y Martín Gambarotta... son tantos; si abrimos  el espectro a la lengua, ya son directamente incontables, con Vallejo, Lezama y  Lihn a la cabeza; no sólo aburriría, creo, una lista, sino que además habría  que destacar que no se trata de una serie de iconos inmóviles, ni de una lección  que cada cual me ha brindado de una vez; cada libro de cada uno y aún cada  lectura, de pronto me hacen saltar de la silla, de emoción y sorpresa; más que  una sintonía o afinidad, a veces parece un choque eléctrico. 
          
          Aunque  esto es así de mudable y vario, yo no quisiera escudarme en esa variedad para  dejar tan solo una lista de nombres; quisiera describir, aunque sea de una sola  pincelada, algunas lecciones recibidas: de Girondo, la alegre energía de sus  escenas, y la verificación del poder del impulso poético para tornar  significante incluso al sinsentido; de Susana Thénon, la posibilidad acabada de  un uso artístico, no folklórico, no complaciente, de un lenguaje argentino; de  Lamborghini, la lección impresionante de lealtad a una figura de poeta que  jamás condesciende al figurón, que jamás “se la cree”; de Calveyra, la  artesanía delicada, la lengua original y prístina, pero, a su modo, inventada  en el laboratorio de la distancia; de Mirta Rosenberg, la expresión matemática,  musical, casi aforística, ocasionalmente iluminada por el detalle que, con  delicia, ocupa el sitio de la imaginación; de García Helder, bueno, de Helder  creo haber aprendido casi todo lo que sé, que, si no es mucho, al menos es  demasiado para contarlo en unas líneas (era lo que les pedían a ciertos  aspirantes chinos a determinados puestos en época imperial; les daban papel y  tinta y les pedían que escribieran todo lo que sabían). 
        —¿Que libro de poesía te hubiese gustado escribir y por qué?
  — Me hubiera  gustado escribir Ossi di Sepia, pero  ya lo escribió Montale. Me hubiera gustado escribir Quer pasticiaccio bruto de Via Merulana, pero ya lo escribió Gadda.  Me hubiera gustado escribir uno solo de los cuentos de Salinger, una línea del  Quijote o un parlamento de Falstaff, los diez o doce tomos de la Decadencia y Caída del Imperio Romano (a  propósito, Gibbon dice que los escribió porque quería escribir un libro y no  podía... ¡como si su historia no fueran libros!). Me gustaría haber escrito el Odiseo confinado de Lamborghini, un  poema de Mark Strand en que un hombre se pone a beber en cuatro patas al borde  de un lago y un caballo se acerca a mirarlo, uno de Fabián Casas donde aparecen  unos bichitos verdes en torno de una lámpara. Mientras te contesto me doy  cuenta de que quizás sea más interesante la lista de los libros que me gustan  muchísimo y sin embargo no se me cruza por la cabeza poner en la serie de los  que me gustaría haber escrito: Luz de  Agosto, de Faulkner, Onetti, Borges... tampoco se aparece a mi ambición  escribir un poema de Rilke, de Elytis, un canto de Lautréamont (aunque sí me  gustaría que se me hubieran ocurrido a mí algunas maravillosas deformaciones de  aforismos de Pascal que pergeña el montevideano... ) Es curioso, tu pregunta  quizás tiene todavía más tela de lo que parece... descartados los libros que no  te gustan, sería interesante descubrir qué es lo que diferencia, entre los que  sí te gustan, a los que te gustaría haber escrito de los que no.
  
  —Nabokov proponía a sus alumnos un cuestionario sobre las cualidades  que debía de tener un buen lector. Proponía una lista de 10 y había que elegir  4:
  1. El lector debe tener cierto sentido artístico.
    2. El lector debe ser socio de un club del libro.
    3. El lector debe tener un diccionario.
    4. El lector debe identificarse con el o la protagonista.
    5. El lector debe concentrarse en el punto de vista socioeconómico.
    6. El lector debe tener memoria.
    7. El lector debe preferir una historia con acción y diálogo a una que no los  tenga.
    8. El lector debe haber visto antes la película basada en el libro.
    9. El lector debe ser un autor en ciernes.
    10. El lector debe tener imaginación.
¿Cuáles son las 4 que consideras primordiales?
  —El lector  debe tener imaginación, memoria y un diccionario; el resto de las condiciones  es claramente una broma (dicho sea de paso: de gusto dudoso) que Nabokov les  gastaba a sus alumnos. Hasta la sugerencia de elegir cuatro es una trampita. 
  
  —¿Como ves la poesía chilena actual? ¿Qué referencias tienes?
  — Sobre  todo me gustan Zurita, Cuevas, Maquieira, Yanko González. Es muy difícil, y  eventualmente ocioso, generalizar, pero creo ver muchos puntos de contacto con  la poesía argentina que más me gusta; sin embargo, tengo la impresión de que  ustedes se han ahorrado algunos caminos sin salida en que cayó una parte importante  de nuestra poesía durante cierto tiempo (especialmente en los 70 y primeros  80).  
        —¿Qué libros no has podido terminar de leer?
  — Docenas:  así, a bote pronto, como dicen los españoles, se me cruza El Doctor Zhivago, de Pasternak (iba más o menos por la mitad y me  di cuenta de que tenía un montón de cosas que me parecían o bien detestables o  bien falsas o las dos cosas a la vez; y las que me gustaban, las podía  encontrar con más densidad y delicia releyendo a Tolstoi, así que lo dejé). Con  las Memorias de Adriano de Marguerite  Yourcenar no pude pasar de las primeras cien páginas, otra vez veía algo falso,  veía la hilacha de lo que me quería decir; o, si se prefiere, me parecía que  estaba viendo la cocina en vez de comer el plato. Otros libros no he podido  terminarlos por razones muy diferentes, por falta de constancia, quizás, o  porque perdí el hilo de la concentración cuando se me cruzó alguna otra  lectura, sin que renuncie a leerlos alguna vez; ejemplos: El deslinde, de Alfonso Reyes, La  seducción, de Gombrowicz, La muerte  de Virgilio, de Broch, las Confesiones de San Agustín, La montaña mágica. Si  no entro, o me salgo, no insisto: hay libros que necesitan cierto estado de  ánimo, hay estados de ánimo que a veces te separan momentáneamente de un libro.  O permanentemente: como leo por puro placer, sin plan, sin meta, sin bitácora,  las elecciones son ciertamente caprichosas. Muchas veces he vuelto a la carga  con un libro que había dejado, con buen resultado: un día me acordé que no  había leído el ensayo más largo de Remedio  en el mal, de Starobinski, el que está dedicado a Rousseau; no sé por qué,  quizás porque el libro lo leí salteado siguiendo vaya uno  saber qué lógica, y ese quedó ahí varios  años, hasta que llegó mi hora de leerlo (es espléndido).
  
  —¿Cuál es para ti el gran libro olvidado de la poesía argentina?
  — La pregunta  es difícil. ¿Qué quiere decir que un libro está olvidado? Yo voy a decir uno, y  quizás no está olvidado en absoluto para muchos poetas; o no está olvidado para  un puñado de poetas, y ese puñado, si es un puñado de buenos poetas, basta para  que el libro siga ejerciendo su poder y no se pueda decir que está olvidado. Al  pensar que un libro está olvidado se mezcla la cuestión de la cantidad y la  calidad de sus lectores de un modo un poco aberrante (en el sentido de las  aberraciones de la visión, no en el sentido moral). Bueno, todo este prologuito  es para decir que Ova Completa, de  Susana Thénon, esté olvidado, o recordado, o medio olvidado y medio recordado,  según para quién, es un libro que bien podría tener más lectores, con provecho  para la marcha general de las cosas de este mundo.
        —¿Cuál fue el último poemario que leíste?
  — Contratiempo, de Edgardo Dobry. Conozco  bastante la obra de Dobry, que es mi amigo, y hasta donde puedo ser objetivo me  parece que este, su quinto libro, es una vuelta de tuerca sensacional a uno de  los proyectos más coherentes de la poesía argentina de los últimos años. Una  voz que arranca del neobarroco, que se trae desde allí una conciencia acusada  de la lengua y un conocimiento y habilidad en el uso de la sinécdoque y la  elipsis, y la aplica con inteligencia, con humor, de un modo cada vez más  libre, a los más diversos asuntos; no quejándose de la pérdida del aura del  mundo moderno, no añorando tiempos más ordenados y burgueses, sino encontrando  la poesía en el paisaje de la contemporaneidad tal como ella es, en sus  deformaciones y su desarraigo, en la posible libertad que ofrece. 
        — ¿Qué libro estás leyendo ahora?
  — Ayer  leí El ingenuo, de Voltaire, en traducción.  Ahora quiero volver a leerlo en francés, y también Cándido y Zelig. Ya lo  encargué en Amazon. Están en la red, desde luego, pero a mí me gustan los  libros.
        — ¿Cómo ves hoy por hoy la industria editorial argentina con respecto  a la poesía? 
  — Hay muchas  más editoriales que publican poesía que años atrás: Adriana Hidalgo, Interzona,  Bajo la Luna, El Cuenco de Plata; el Fondo de Cultura Económica, por su parte,  publica también al menos una obra reunida por año, e importa títulos publicados  en otros países de América Latina. En muchas librerías se ven buenas mesas de  poesía. Según la teoría de un amigo mío, Marcelo Cohen, lo que pasa no es que  ahora los libros de poesía vendan más, sino que las novelas venden menos  (hablamos de literatura, se entiende, no de best sellers): por lo cual los  tantos se emparejan.
        — ¿Qué piensas de los premios literarios?
  — Hay  cuatro clases de premios: los que están amañados para conceder el premio a un  libro mediocre; los que están amañados para conceder el premio a un buen libro;  los premios sin arreglos pero con un jurado mediocre y los premios sin arreglos  y con un jurado formado por buenos lectores. Cada una de estas categorías tiene  una diferente calificación estética y moral. La última categoría es desde luego  la más interesante e inobjetable, salvo que uno tenga una objeción de  principios a la idea misma de premiar; yo no la tengo; pienso que todo  lector  (y especialmente todo el que  lleva un blog o una página web, hace una revista, escribe una reseña o arma un  programa de clases) en algún momento debe discriminar qué es para él excelente,  qué es mediocre y qué es malo. Esta discriminación se puede hacer con más o  menos talento, con más o menos responsabilidad, y de esos factores depende la  calidad del premio. Personalmente, he aceptado ser jurado de varios premios con  una sola exigencia (que a menudo reveló ser crucial): o el jurado de  preselección era de mi total y absoluta confianza, o yo quería leer todo lo que  se presentara. Es curioso el candor (o la comodidad) con que algunos jurados  aceptan que alguien que no conocen descarte parte de los trabajos que llegan a  un concurso, como si hubiera una forma técnica o impersonal de determinar lo  que es estándar y lo que es sub-estándar. ¡En literatura! ¡Justo en el terreno donde  lo que parece absurdo o alocado es (a veces) lo mejor! Da lo mismo si el “a  veces” se coloca entre paréntesis, entre comillas o subrayado: lo importante es  que puede suceder.
        —¿Qué palabras le dirías a alguien que está comenzando en esto de la  poesía o escritura, alguien que ha decidido ser poeta?
  — Le diría:  “Hasta donde yo sé, un poeta es un tipo apenas un poco menos obsesivo que un  ajedrecista, solo un poco menos disciplinado que una bailarina clásica, casi  tan estudioso como un físico atómico, y no más tímido que un payaso. Todo lo  anterior no le servirá de nada si no tiene, además, talento, paciencia, coraje  y suerte. Si todo esto se cumple y se hace poeta, la poesía difícilmente le de  para vivir y es casi seguro que nunca tendrá que ponerse anteojos oscuros para  que no lo reconozcan. Ahora sí, querido amigo, si a pesar de todo querés ser  poeta, a Dios rogando y con el mazo dando”.
        —¿Qué opinas – como difusor esencial de la poesía argentina  contemporánea- de las nuevas formas de difusión literaria por Internet como  revistas literarias, blogs, etc? 
  — Me parece  espléndido que haya nuevas y variadas oportunidades de publicación. Supongo que  con el tiempo se irán decantando las más interesantes, destacándose del montón  de basura e improvisación y descubriendo las verdaderas posibilidades de  comunicación de los nuevos medios. Hoy por hoy, ya hay páginas súpervaliosas,  pero las ventajas (evidentes) de la accesibilidad no están acompañadas de una  interacción interesante. Hasta ahora no he visto nada en los chats y  comentarios, por ejemplo, que se parezca a una buena sección de cartas de  lectores de una vieja publicación en papel. Un post medianamente interesante  suele estar sumergido en una montaña de comentarios impresionistas, cuando no  directamente idiotas; las secuencias supuestamente interactivas degeneran con  velocidad pasmosa en la descalificación sin argumentos, cuando no en el  insulto, todo ello salpimentado con una gramática pobre y una ortografía  posterior a la invasión de los zombies o la Tercera Guerra Mundial. ¿Está esto  en la naturaleza misma de Internet? ¿O es una enfermedad infantil? Veo difícil  que esas taras se superen sin un editor en los chats. Pero tampoco tengo claro  si esto no es opuesto a la naturaleza misma del medio. Parece que el futuro en  que cada cual tendría sus diez minutos de fama profetizado por Warhol se ha  reemplazado por un presente donde cada uno tiene su ratito de crítico, juez y  jurado, actuando según el humor del día y autorizado por su propia agresividad.  Si es así, poca justicia pueden esperar los acusados, y nula jurisprudencia  podrá sentarse sobre el caso.
        — ¿Qué cosa últimamente te quita el sueño? 
  — Suelo dormir  lo más bien. Debe ser porque cada noche me tomo un balde de café antes de ir a  la cama.
        —¿Qué te escandaliza?
  — Muchas cosas  (soy muy cascarrabias): ya hablé antes de los celulares, podría agregar miles  de incordios cotidianos, desde los chicles pegados bajo las mesas de los bares  hasta la gente que no recoge la mierda de sus perros, pasando por el marketing  telefónico; pero la mayor parte de estas rabietas se me pasa pronto. En el  viejo buen estilo del socialismo del siglo XIX, y a fuer de resultar poco  original, sigo pensando que el escándalo mayor, el que no perime, es la  desigualdad económica rampante, ahora globalizada. De todos modos, dejame decir  que desconfío del escándalo, quiero decir, del escandalizarse. Podría ser un  modo de despachar las cuestiones más importantes conservando una buena  conciencia. Escandalizarse es un buen punto de partida, porque implica no  aceptar como normal lo que es inaceptable; pero es solo eso, un punto de  partida. Como punto de llegada, es escandalosamente fácil, inane.
          —Y por último ¿a qué le temes?
  — Al  fascismo de todos los colores y a la desacreditación de la democracia; al  envalentonamiento de los peores y el desánimo de los mejores.