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Leer sobre los límites
Presentación del libro Arenas (Viña del Mar, Ediciones Altazor, 2014), realizada en La Sebastiana, el 30 de enero de 2015.

Por Juan Cameron


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La verdadera tragedia del lenguaje, postulaba Jacques Derrida (y se trata de una de las cuestiones que más me impresionó en mi autoeducación en Lingüística) es la infinita distancia habida entre la denotación más precisa de un término y la realidad que inútilmente intenta atrapar. En tanto el lenguaje es un invento del hombre, un acuerdo si se quiere, un contrato social, el signo es insuficiente; y la verdad, esa máxima cercanía a la orilla imposible, seguirá siendo una mera inflexión del idioma.

En Arenas, Ernesto Guajardo, construye una metáfora de aquello. El límite, la marca del océano que lo separa de la tierra, el borde del horizonte hacia lo desconocido o hacia la nada, yace sobre esta imagen de la costa central de Chile como esa frontera del signo separado de lo inasible.

Si leemos con detención los once trabajos que conforman este libro, hallaremos en sus varios fragmentos un intento de lectura de los elementos señalados primero por el ojo y luego por los símbolos posiblemente desentrañados, indicados o escondidos en el paisaje descrito. La realidad tiene formas, consistencia física, texturas; y aquellas texturas refinadas por el tamiz de la historia -la personal, la social, la geológica- denotan un texto, un nuevo signo, un indicio, una señal a ser leída, a ser decodificada por el buen ojo del individuo. Pero téngase en cuenta, este individuo no está, en cuanto sujeto o protagonista, sobre la imagen. Existe, cruza la lectura, aparece sin dejar mayor registro. El narrador, el poeta, el lector no lo percibe; apenas vislumbra aquella totalidad desde un afuera, tras el marco de su ventana, tras el otro lado de la página.

El párrafo inicial –que destierra al vanidoso verbo al exacto final de la frase– proclama esta ausencia de acción humana: «Desde la materia: superficie en movimiento, reflejo de luz sobre el cuerpo, pies hundidos en la arena. Dedos aferrados a una raíz, un firme detalle del acantilado, para no caer». Su único verbo indica la oculta significación del texto. Se trata de la Caída, el inútil intento del hombre por robar el fuego de la palabra a los dioses que lo llevará, en condena, a un estadio más bajo: el de usar sus voces divorciadas de la creación. Sólo los dioses crean realidad; el resto apenas los imitan.

Y sin embargo, por ese milagroso arte de las connotaciones –de las evocaciones diría con más prestancia Johannes Pfeiffer– la lectura nos ubica frente a un panorama soleado, tranquilo, donde perfectamente podrían pasear esas damas pintadas por el danés Peder Severin Kröyer o los cuerpos desnudos de Joaquín Sorolla; pero sin embargo es sólo Vania, ya hacia el final de las playas del texto, quien recoge piedras y leves hojas y tal vez con ella arme el poeta su abecedario y pueda, así sobre una extendida hoja, descifrar los signos. Nos advierte:

«Sólo es luz lo que rodea y anuncia. Sobre todo hacia el poniente, en esa superficie en movimiento constante, cuyos destellos atraviesan las pupilas, esos dos escasos, sorprendidos, húmedos espacios. Ojo, ojo, ojo, precisamente lo más dañado de las carnosidades que sostiene la osamenta.
Ojo la palabra que sostiene».

Rescata Guajardo una certera imagen; es propiamente su leitmotiv. La luz, ese baño de claridad sobre las cosas del mundo nos permiten el conocimiento y por ende su acumulación hacia el lenguaje. En términos directos: conocimiento es luz y la luz es la palabra, como en San Juan, nada menos. Así su implacable pluma no duda al iniciar su oficio, allá por 1989, en destacarlo. «Los poetas han atravesado demasiados espejos» apunta en Por la Patria. O denomina El fulgor insomne a sus crónicas del año 2000 sobre el asesinado Marcelo Barrios. Y sólo en la luz «observa otros rastros:/ pescadores que regresaron a la costa en remo o en bote/ jóvenes cuerpos entregados a las aguas en días de sol/ gaviotas y cormoranes arrojados entre los roqueríos», como nos señala el El primogénito, también el 2000. Y esta idea se repite tangencialmente en Geometría de un ciclista, el año 2013: «la palabra no está en el libro/ el signo señala la presencia/ la palabra es el gesto/ todo es cuerpo».

Allí deberá escarbar el lector más inquieto las claves de su escritura. Deberá recorrer el horizonte para leer cada signo en la superficie; y al auscultar tiempo y memoria, espacio y significación podrá comprender –acaso– el vagar de los cada vez más afilados ojos del poeta que al menos ha encontrado, sino su objetivo final, el círculo generacional que se cierra y prefiere, al mismo tiempo, abismarse en el silencio.



 

 

 

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Presentación del libro Arenas (Viña del Mar, Ediciones Altazor, 2014)
La Sebastiana, el 30 de enero de 2015.
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