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Roberto Bescós: rendición de cuentas

Presentación de La ciudad que no es, de Roberto Bescós.
San Antonio, 27 de junio de 2015

Por Ernesto Guajardo



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1

La primera impresión que tuve al tener en mis manos el original de La ciudad que no es, de Roberto Bescós, fue la sorpresa de reencontrarme con una expresión del ejercicio antiguo de la escritura: decenas de páginas tamaño oficio, manuscritas. Digo impresión, pues aún no existía lectura posible, sino solo el reconocimiento del soporte, de la materialidad sobre la cual estaban desplegados los versos. Era, entonces, una impresión de la impresión de la tinta sobre el papel. Y digo antiguo no tanto en su sentido diacrónico, sino más bien sincrónico: la obra manuscrita venía ya en retirada desde la emblemática máquina de escribir (con toda la sugerencia moderna e industrial de dicho sustantivo), pero dicho repliegue pasaría casi a condición de desbande con la rápida extensión de la escritura electrónica, del despliegue absoluto de las palabras expresadas en bits.

Por ello, encontrarse con un poemario manuscrito genera una suerte de suspensión perceptiva e inaugura otra disposición intelectiva. Uno lee, entonces la totalidad de la obra: no solo sus significados, sino también sus significantes y, en esto caso, todo significa: los disímiles espacios entre las palabras, los signos borrados o tachados, la manera en que se numeran las hojas o incluso la forma irregular en que los bordes internos de ellas sugieren con claridad que fueron desgajadas solo con la fuerza de los dedos.

Uno siempre lee con respeto la obra de un autor, pero en este caso dicha predisposición se incrementaba lo que me condujo a la única decisión razonable en ese momento: no leer el poemario. Quedó, entonces, en uno de los cajones de mi escritorio de trabajo, sin luz, por un momento, pero inquietando, como si hubiese guardado allí un rumor, un viento o un oleaje.

2

He leído La ciudad que no es ya casi una decena de veces. Sé que volveré a leer este libro en el futuro. No he leído sólo un libro, o un texto, o un poemario. He leído un territorio, un devenir, una existencia y su pérdida. Son versos que me resitúan, no solo en una suerte de cartografía de lo invisible, sino también en mi propia –doméstica, perpleja– memoria, en una historicidad de esa geografía a la cual canta, interpela, defiende y emplaza Roberto Bescós.

San Antonio es la ciudad de sus afanes. Una ciudad que no es. ¿No es? ¿Una ciudad que fue? ¿Una ciudad que será? Me parece que las sucesivas indagaciones que realiza Bescós en los diez poemas que integran este libro nos proponen precisamente los trazados necesarios para poder continuar nosotros mismos la búsqueda de la respuesta a esas inquietudes. El poeta convoca, conmueve y provoca. No solo seremos lectores, entonces, de un libro de poemas. El sentido de este texto va mucho más allá de sus páginas. En este caso, la lectura del territorio no finaliza con la lectura de lo escrito.

Existe, desde un tiempo a esta parte, cierto reconocimiento de que las escrituras no se encuentran solo en el centro, o en los diversos centros del territorio nacional. En realidad, dicha constatación ha tenido cierta recurrencia a lo largo de la historia de la literatura en nuestro país. Sin embargo, en los últimos años los énfasis son distintos, así como también las estrategias de creación, difusión y distribución de la obra literaria que se origina y desarrolla en la provincia –o en las provincias de la provincia–. Incluso, uno podría especular con cierta liviandad que ciertas dislocaciones sociales y políticas como las ocurridas en Aysén, Freirina o Caimanes son claros indicios de una lógica otra que, lenta, pero sostenidamente se despliega en diversas localidades. Y pareciera que eso tiene su correlato en las nuevas maneras de constituir lo literario desde lo local, desde lo regional (deliberamente no deseo hablar de periferia, dada la polisemia del término que no sería del caso abordar aquí, abordar ahora).

Existe, en todo caso, un riesgo: la fetichización del territorio y sus producciones culturales, la reificación de los contenidos simbólicos solo debido a su denominación de origen. Eso no basta, eso sería intentar resucitar una suerte de neocriollismo tardío. Por el contrario, no existe un territorio sublime, impoluto, desgajado de toda historicidad colectiva, nacional. Lo que ocurre en San Antonio ocurre también en el país. Por eso es necesario decirlo, pero decirlo bien. En ese sentido, la adecuada relación entre ética y estética se torna no solo en un imperativo moral, sino también político. Político, por cierto, en el sentido más ciudadano del término, en su connotación helénica. En el caso de La ciudad que no es, Bescós ni siquiera roza el riesgo del mal decir: nada más ajeno a este libro que la complacencia, el facilismo o la desidia.

La labor, entonces, del poeta es cantar la ciudad, pero yendo mucho más lejos de todas las delimitaciones que ella supone. Sí, el sentido de esto queda expresado en la frase célebre aquella que se le atribuye a León Tolstoi. O en la praxis poética de Constantino Kavafis, desde y sobre Alejandría. En ese sentido, ¡feliz aquella ciudad que tiene un poeta que la canta!

3

No quisiera en esta ocasión omitir un par de referencias personales, quizás demasiado íntimas, por lo cual pido excusas desde ya por la impertinencia.

La primera de ellas dice relación con un incidente de infancia. Por razones que no viene al caso explicar ahora, en mi temprana niñez suspendí el acto del habla. Durante varios meses una fonoaudióloga del Hospital Claudio Vicuña luchó contra mi porfía, hasta que logró doblegarla. En sentido estricto, entonces, recuperé la voz en esta ciudad; de ahí, quizás, el profundo cariño que le tengo a esta geografía y a las voces que emergen en ella.

Varios años después, mi madre, ocupada en comprar pescado en el muelle del puerto, se encontró con un puesto en el cual se vendían libros y revistas. Le dijo a uno de los hombres que lo atendían que ella “tenía un hijo que escribía”, así que le pidió que le dedicara una de las publicaciones que le acababa de comprar. Es por ello que tengo en casa un ejemplar de Los tres moscritores en el cual puedo leer, escrito con lápiz pasta azul, lo siguiente: «A nuestro amigo Ernesto con el aprecio de los poetas de la costa. R. Bescós. Verano 86». Deferencia y sencillez. Todo esto, entonces, no es sino un pretexto para dar las gracias, algunas décadas después. Es, de alguna manera, una rendición de cuentas, un apretón de manos que viene desde hace casi treinta años en busca del poeta.



 



 

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