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        Los trabajos y los días de Elvira Hernández
          ACTAS URBE, de  Elvira Hernández. 
Alquimia Ediciones 2013, 241 páginas 
        Por Vicente Undurraga
          POublicado  en The Clinic en diciembre de 2013
          
          
          
        
          
        
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          No faltan los agoreros que consideran  que la poesía chilena está de capa caída, “eclipsada” al decir de Ignacio  Valente; desdiciéndolos, cada tanto aparecen libros muy buenos, algunos  extraordinarios, por ejemplo uno que pasó bastante colado: Cuaderno de  deportes (2010), de Elvira Hernández, 66 poemas de canto ronco donde lo  olímpico es el pie para reflexiones e imágenes que aguan incluso la llamada  fiesta de la democracia (“Cada cuatro años / el team completo candidateado /  nos horada los ojos / con olímpico desprecio”).  
           Ahora apareció Actas urbe, un  volumen que recoge los “textos idos” de Hernández, esto es, buena parte de los  libros y poemas sueltos que publicó durante años en revistas dispersas, en  ediciones limitadas o en otros países, por lo que en su mayoría apenas fueron  conocidos en Chile. Editado y prologado por Guido Arroyo –que apunta con razón  que esta es una poesía que “ha evitado reproducir itinerarios programáticos”–,  Actas  urbe reúne ocho conjuntos escritos desde fines de los 70 hasta este año,  siendo el primero ¡Arre! Halley ¡Arre!, ese suspicaz y cáustico libro de  1986 que es a la venida del cometa un poco lo que La aparición de la Virgen de Enrique Lihn es a los avistamientos de la Virgen en Villa Alemana: un  enfrentamiento en el ámbito de las palabras tendiente, en parte, a desmantelar  la precaria estructura retórica de esos montajes ruines, terminando de  escamotearles así el sentido que éstos nunca lograron del todo proyectar. Luego  vienen, entre otros, Meditaciones físicas por un hombre que se fue (1987), Carta de viaje (1989) y un inédito, Bestiario, escrito  entre 1978 y 1991 y donde se lee: “Las imágenes del cerebro proporcionan los  peores espejos: / Una autohipnosis un autofilm de la propia cautividad”.  Además, en un apéndice, se incluye un lote de poemas sueltos, unos pedazos de  entrevistas, una autoentrevista –ese género dudoso que acá funciona pues la  autora sabe esquivar los acomodamientos para, con humor, definir ciertas  posiciones mínimas en materia literaria– y su definitoria “Arte poética”: “…no  se puede pensar, ante un vínculo tan íntimo, que el aprendizaje de técnicas  poéticas pueda encaminarnos a tocar fondo, fibra humana, sentido, sinsentido”.
Actas  urbe reúne ocho conjuntos escritos desde fines de los 70 hasta este año,  siendo el primero ¡Arre! Halley ¡Arre!, ese suspicaz y cáustico libro de  1986 que es a la venida del cometa un poco lo que La aparición de la Virgen de Enrique Lihn es a los avistamientos de la Virgen en Villa Alemana: un  enfrentamiento en el ámbito de las palabras tendiente, en parte, a desmantelar  la precaria estructura retórica de esos montajes ruines, terminando de  escamotearles así el sentido que éstos nunca lograron del todo proyectar. Luego  vienen, entre otros, Meditaciones físicas por un hombre que se fue (1987), Carta de viaje (1989) y un inédito, Bestiario, escrito  entre 1978 y 1991 y donde se lee: “Las imágenes del cerebro proporcionan los  peores espejos: / Una autohipnosis un autofilm de la propia cautividad”.  Además, en un apéndice, se incluye un lote de poemas sueltos, unos pedazos de  entrevistas, una autoentrevista –ese género dudoso que acá funciona pues la  autora sabe esquivar los acomodamientos para, con humor, definir ciertas  posiciones mínimas en materia literaria– y su definitoria “Arte poética”: “…no  se puede pensar, ante un vínculo tan íntimo, que el aprendizaje de técnicas  poéticas pueda encaminarnos a tocar fondo, fibra humana, sentido, sinsentido”. 
          HILO ROJO 
            Un verso de Rosamel del Valle puede  usarse para pensar en lo que los poemas reunidos en esta compilación revelan:  un “secreto espectáculo de cambios y transfiguraciones”. 
           Cambios y transfiguraciones de un lenguaje,  de una voz, infrecuentes transmisiones de una frecuencia modulada  personalísimamente. Lo que da unidad a esta obra no es el número de  repeticiones o continuidades que la conforman ni los ecos internos sino la  personal y escurridiza modulación que subyace a cada nuevo modo implementado,  lo que es visible incluso en el soneto del Gato acrupido. 
           Las distintas sintaxis, tonos y modos  de versificar, de torcer la escritura y el acento que conviven al interior de Actas  urbe refrendan los versos de Luis Cernuda: “Hablan en el poeta voces  varias: / Escuchemos su coro concertado, / Adonde la creída dominante / Es tan  sólo una voz entre las otras”. Ahora bien, quizá el de Hernández sea más bien  un coro des-concertado, un concierto en el que resuena lo incierto, las  notas estridentes, y donde lo viejo es siempre reconsiderado. Por  supuesto, la mera convivencia de voces y formas distintas no es en sí misma un  valor; sí lo es que todas ellas, o una buena parte, resulten novedosas,  atractivas y que aun en su ostensible diferencia mantengan eso que la leyenda  japonesa llama el “hilo rojo”, es decir, un vínculo irrompible aunque  impalpable, una secreta médula.
           “Lírica irritada” dijo sobre esta  poesía Jorge Guzmán cuando presentó hace ya dos décadas Santiago Waria.  Es una definición que resiste el paso del tiempo y los matices que sea pues le  achunta al entrecejo de esta poesía. “Música pesada”, dice Guido Arroyo hoy. En  un poema el peruano Antonio Cisneros se definía a sí mismo como “ronco para el  canto”. 
           Ronquera, irritación, pesadez, también  concernimiento y un humor seco: describiendo aspectos así se podría perfilar  esta escritura. 
          UNA CUCHILLADA 
            Publicado únicamente en 1991 en  Colombia –a Chile sólo llegaron tres ejemplares–, El orden de los días es un libro de fraseos resonantes, con haches como hachas (“ni flecha sagita /  ni flecha mapuche / ni flecha huilliche”), y en cuyas páginas sucede algo  análogo a lo que el segundo verso del libro mismo describe: “una luz cruza como  una cuchillada”. Es una luz filuda la que refractan estas páginas, quemante a  veces, otras fría, y lo que se ilumina principalmente es el tiempo: sus  repliegues, su condición ilusoria (“la tarde del día viaja oculta en un  barretín”) y a la vez fatal, sus efectos destructivos, sus estiramientos, su  dilapidación; en fin, se “subterranéan” estos poemas en “la burla del tiempo”  (como traduce Parra un verso de Hamlet), y en la página quedan “los días  saltando como chispas de un brasero”. 
           En este catálogo de trabajos y días,  llama la atención, ya desde los títulos, cómo el orden de los días es, más  bien, una apariencia: “giran los días golpeándose unos a otros / en la tómbola  de los días”. Resulta central la carnalidad de las formas que toma el tiempo en  estos poemas, donde los días y las noches literalmente se humanizan una y otra  vez: “los días se paran en sus aterradas patas raquíticas / empiezan a caminar  por la aterida historia”. 
           Ahora, que sea el tiempo el asunto  central no implica en lo absoluto que El orden de los días navegue en  aguas abstractas, alejado de la historia o de la comunidad. En los modos y en  los asuntos de la poesía de Elvira Hernández (“hija de su tiempo, su imperativo  es alejarse de su época”), es permanente la tensión entre el ensimismamiento de  la palabra y su concernimiento respecto al mundo circundante; por ello siempre  hay espacio para todos y eventualmente para todo, para tanteos en lo incierto y  también para sagacidades de alcances contingentes: “Un 75% de la población  confunde capitalismo de estado con socialismo”. 
           En El orden de los días está  desde la violencia de un secuestro al estilo CNI (mientras hay un carabinero  bostezando en la esquina) hasta bichos y animales invadiendo las páginas. Hay  varias muertes trágicas, incluso alguien feliz y, también, esqueletos de novela  o cuadros de costumbre en miniatura: “alguien se lava la cara las manos /  cepíllase se baña se perfuma se pule / rasúrase también / la familia cree que  es un hombre limpio”. Elvira Hernández es una de las voces vivas más vivas de  la poesía chilena. Su poesía inteligente parece no tener centro, pero quizá lo  tenga (parafraseando a Germán Carrasco) en su capacidad de siempre bailar sin  rigidez pasos nuevos.