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Elvira Hernández | Autores |










Gente del 73

Elvira Hernández

Publicado en revista Guaraguao Año 9, N° 21, Especial literatura y política
(invierno, 2005)




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Trastabillo a la hora de enfrentar la gran veta de la memoria, siempre rodeada de gangas, material estéril. Advierto que el tiempo no me ha dado una perspectiva nueva y mayor, cierta lejanía para apreciar los hechos como si aquéllos no me hubieran ocurrido en carne y hueso. No he logrado, por eso mismo, poner el pasado bajo la alfombra, ni éste se me ha desvanecido, posiblemente porque sigo valorándolo. Siento que mis cambios se efectúan aferrados a un mismo sentimiento acerca del mundo y las cosas. No tengo otros ojos para ver lo que vi: los años bestiales que demolieron el atisbo de otra manera de vivir.

Pero el comienzo está en otra parte: a la tenebrosidad de la dictadura creo que siempre le caerá encima ese poco de lumbre que la gente llevó en alto en años de la denigrada Unidad Popular.

Conjeturo que de nada habría servido saber que Goethe desaconsejaba al poeta interesarse en política. Estábamos en una región de América donde escribir y hacerse partícipe de la lucha latinoamericana de los pueblos se presentaba de manera indisoluble. Especialmente en Chile, donde parte importante de la actividad literaria e intelectual parecía no poder, o no querer, escapar a la gravitación de las fuerzas de la izquierda política: potente atracción para cualquier joven que cuestionara sus días. Sin embargo, con once años de estudios en un colegio de religiosas, yo me encontraba lejos de esas tribunas, concentrada en meditar el mundo y borronearlo, lo que me ponía muy por detrás del campo de la acción política y social.

En el año 1970, todavía hubiese querido mantener mi aislamiento para resolver, con lo que yo creía mi sano juicio, ciertos encuentros secretos con la poesía. Esa proclividad que me mortificaba sólo podía ser un mayúsculo despropósito para una veinteañera, principalmente por su condición de mujer en una inveterada provincia patriarcal y luego, por querer escapar del indefinido territorio de su clase media. Era una aventura que se veía inútil, en un marco social muy destemplado, cercano ya a la trinchera.

No sólo la imagen de un país postrado era lo que teníamos al comenzar esa década, sino también el efecto de éste, sofocado sistemáticamente por políticas destinadas al incremento único del capital. En ese punto se había producido la elección del presidente Allende que emergió como bocanada de aire fresco para los que ya no podían respirar, que era una mayoría. Reticente a acercarme a ese escenario triunfal al que no había contribuido, me uní no obstante, a ese entusiasmo popular incontrarrestable. Con seguridad presentía que no había allí un triunfo real, apenas una gran posibilidad, frágil como pompa de jabón. Los recientes gobiernistas, no habían vencido materialmente a fuerza alguna, de todas aquellas que manejaban el país a su regalado gusto. Es más, algunos de los adalides ultraderechistas ya habían intentado, mediante el crimen del general constitucionalista Schneider, desconocer la determinación del electorado. Era evidente que en cada acción opositora estaba la búsqueda de reponerse del traspié de la pérdida del poder ejecutivo. Preparaban toda la artillería y no era eso lenguaje figurado.

Los intereses en juego de los caudillos criollos se ocultaban por aquellos días en el fondo de la manga y los disfraces se preparaban con esmero para la jugada final. Ninguno de nosotros sabía de qué manera se aliñan los bocados de la historia. Al margen de la guerra fría, obviamente existente, y de los análisis encuadrados en la lucha de clases que nos daban muchas luces, y de los posibles planes maquiavélicos, y de los derechamente infundios, la interpretación popular estaba hecha para atraer adeptos. La sensación de la gente de la calle, rebosante de euforia, se sustentaba en la idea de un imperio de justicia reinando en el país. Educación, salud, salarios justos. Justicia en los tribunales y en cada acto de la vida para la gente humilde. Un trato justo con las compañías norteamericanas para que el cobre fuera chileno, por ejemplo, le parecía a la calle que nos dignificaba como nación. Aquel sencillo deseo de justicia pero también de demanda sembró el pánico entre los beneficiarios habituales de nuestro opresivo y desigual sistema socio-económico, el que desde la Colonia ocultaba que se carecía de ese bien superior e irrenunciable. Chile se convulsionó entonces como si lo anidara una revolución de la que nos encontrábamos bastante lejos.

Dicho ambiente de cambios me alentó a creer que mi modesta puerta personal se abría acorde a la puerta que el país abría hacia su gente y al mundo. Me sumergí en esa marea humana, y con seguridad también lo hicieron otros jóvenes a los que conocería después, en el reverso de este gobierno tildado de socialista. Éramos aprendices de poetas y palpaba que mi destino se ligaba a la historia de obreros y campesinos de mi país, y a los trabajadores del continente. Pues, ser chilenos no era obstáculo para que sintiéramos con orgullo que un ideal común latinoamericano nos convocaba a la unidad.

Como si recién me encontrara saliendo del cascarón, me daba a la tarea de conocer mi pueblo, hombres y mujeres anónimos que luchaban por salir de la pobreza en lugares perdidos. Aprendía vorazmente. Innegable se volvía para mí que las necesidades de la comunidad eran más poderosas que cualquiera individual demanda.

Días de gran tensión. Apenas tenía tiempo de esbozar algunas páginas y mis lecturas eran constantemente interrumpidas por asonadas de distintas envergaduras a las que seguían las consiguientes movilizaciones. No teníamos claro a qué nos enfrentábamos pero conocíamos la justeza de las peticiones y eso era suficiente. Estábamos vivos. Discutíamos, ideábamos, polemizábamos, disentíamos y enfrentábamos el desastre del desabastecimiento, boicot y embates del golpismo con el ánimo de David en busca de Goliat. Sólo que al volver a la soledad de la escritura se me revelaba un paisaje asolado, de fin inminente, y perdía toda esperanza.

Por aquellos años y en horas de distinta agitación había visto cruzar por los patios del Pedagógico a Cortázar y Ernesto Cardenal con su apoyo a los obreros y estudiantes y también a Nicanor Parra, en actitud opuesta, no militante. Los había observado de lejos, admiradora de sus libros, sin atreverme a importunarlos. Nada de lo que yo expresaba me era convincente. Escritos informes, apenas un cañamazo, un ocurrir misterioso. Echaba raíces en mí una duplicidad: visible hacía mí ejercicio ciudadano y político, secreta mantenía la escritura. Me costaba entender qué era lo que me mantenía tan ligada a ella pero ya era mi compañera inseparable.

Me asignaba tareas sociales cuyos resultados, sabía, por las circunstancias por las que pasábamos, no le interesaban a nadie. Asistía a las concentraciones con el propósito de escuchar discursos entre la barahúnda de la gente militante, todavía entusiasmada. Lejos de admirar esa oratoria, estaba persuadida que aquél era el lugar de los indicios de acontecimientos futuros. Perseguía el amplio campo operacional de la palabra que como palabra pública veía gastarse en discursos políticos sin llegar a ser convincente, incapaz de desenmascarar los ardides de los conspiradores y seudo libertarios. Y en ese vacío de palabra, la UP iba quedando a merced de la fuerza bruta, sin otra opción que el propiciado enfrentamiento del golpismo. No era suficiente para operar sobre las provocaciones y el caos (palabra predilecta de la derecha), escribir en los muros EL MERCURIO MIENTE y NO A LA GUERRA CIVIL mientras del lado contrario amenazaban con desatar un YAKARTA. Se derrumbaba también el mito de un pueblo que vence las leyes históricas y hace una revolución sin herir a nadie: respetuosa de los intereses de moros y cristianos, con empanadas y vino tinto como si fuera una fiesta. Se forjaba otro, la de un país a la vanguardia en la lucha contra el marxismo internacional cuyos soldados comenzaban a cortar las cabezas consideradas antipatriotas como otrora lo hicieran los caballeros cristianos con las testas de los infieles.

Chile no fue distinto de aquellos otros países del continente americano que tuvieron la desgracia de inscribir en su historia una dictadura militar. Ni fue distinto de su propia historia, olvidada y también omitida en función de no ver el verdadero rostro de la institución castrense. En cosa de meses quedó en evidencia que las FF.AA. habían actuado como brazo armado de la derecha política y económica que buscaban recuperar sus privilegios de clase. Con esa férrea alianza el país ingresaba al tortuoso camino del crimen, el latrocinio y los atropellos múltiples. Se deshacía el proyecto común y utópico de una sociedad más justa a secas —sin polémica de si sería pro soviética, china o cubana— y entrábamos en el pobre carril de la competencia individual, por la presea del dinero, que nos destruiría.

En medio de la derrota que fue en cierta manera aplastante, debo recordar lo significativo de escuchar las últimas palabras de Allende, serenas e impresionantes en medio del bombardeo, y palpar que me llegaban como estocada no aquellas relacionadas con el futuro, patente en que ya no lo tendríamos, sino las que aludieron el presente: "Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo". Porque en esos momentos de sangre y fuego, aunque por décadas no pudiéramos exteriorizarlo, aprendimos que toda entrega, la que fuere, tenía que ser total.

El pronunciamiento militar nada nos dijo —el poder no da explicaciones—, instaló una palabra oficial de la que no se podía disentir. El país fue aprisionado con mano de hierro. Se dispusieron consejos de guerra y hubo fusilamientos a discreción. Vivíamos bajo un estado de guerra negado. Existían campos de concentración de prisioneros, lugares clandestinos de detención de izquierdistas, resistentes y de toda una gama de personas que los militares consideraban un peligro. El poder legislativo fue disuelto sin mayores problemas y el judicial se declaró en receso: la acción política quedó proscrita. Comenzaba la cacería. Los años de Allende pasaron a ser un sueño y con el tiempo advinieron cambios de franca pesadilla. Todo parecía estar controlado —calles, universidades, escuelas, poblaciones, industrias, medios de comunicación— pero naturalmente aquello fallaba. Con prontitud se iniciaron acciones de resistencia a nivel semilegal y clandestino. La gente confluyó buscando quebrar la prohibición de reunirse y se dio el fenómeno de los talleres literarios que fueron la mejor fachada tras cuyo nombre se desmenuzaba el acontecer nacional. Panfletos, octavillas, vómitos, versos de ocasión y contestatarios salieron de esos lugares, pero ¿la poesía dónde estaba?

Efectivamente se produjo un tronchamiento en las relaciones de la poesía. No volvieron al país Gonzalo Rojas, Díaz Casanueva y Armando Uribe, quienes cumplían funciones diplomáticas. Lejos, en un territorio que no lograba identificar, sabía que vivía Mahfud Massis. Partieron al exilio gran parte de la generación de 1960 —Waldo Rojas, Gonzalo Millán, Guillermo Deisler, Omar Lara, Hernán Lavín Cerda—que hubiesen podido ser los rostros más cercanos para quien comenzaba a escribir. Algunos como Óscar Hahn y Hernán Valdés también debieron abandonar el país porque sus vidas corrían peligro. Pero otros se quedaron, por diversas razones, y hubo que descubrirlos, lo que en mi caso duró muchos años. Además no sólo tuvimos que lamentar sus ausencias personales, también muy sensiblemente la de sus libros.

Nunca sería fácil dar con ellos porque el poeta empezaba a no tener lugar. Pero cada uno marcó su irrefragable territorio poético. A Jorge Teillier solía encontrárselo ensimismado en algunos bares céntricos. Stella Díaz Varín enfrentó desembozadamente lo que ella llamó "los tiempos del asco". A Floridor Pérez se lo podía ver de vez en cuando en la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), donde se vivía la miseria de la condición literaria. Eduardo Anguita no estaba a la vuelta de mi esquina y lo lamentaba. Así fue de gran suerte que pudiera acercarme a Nicanor Parra y Enrique Lihn en el Departamento de Estudios Humanísticos (DEH) donde impartían clases. En ese mismo lugar, supe de Ronald Kay, un poeta del grupo de 1960, conocido por sus trabajos teóricos, que jugaría un rol determinante en la orientación de un sector de la nueva poesía de entonces.

Bastante difícil, no obstante la presencia de aquellos poetas, sería intentar plasmar aquello que pretendíamos, por distintos caminos, en el plano de la poesía. Para una experiencia que se hacía en soledad, de poco servía que los maestros estuvieran cerca. En horas de iniciación se va a tropezones, cayendo a vacíos sin encontrar apoyo en nada y en nadie. En una primera instancia, escribir fue como seguir respirando. Luego comprobé cuán exiguo y avaro era salir en busca de un salvavidas personal. En verdad, el orden de las palabras estaba completamente perturbado, para todos. La escritura secreta dejaba de ser satisfactoria. Quien se acercara a la poesía, no lo hacía por simple entretención. El dilema era uno solo: la palabra poética debía volver a hablar.

Mucho fue lo que hubo que remontar. La estampida de los lectores no podría olvidarse. No cabe duda que atravesamos un espantoso desierto de cuya aridez no tuvimos certeza hasta mucho después, cuando pudimos observar las cicatrices inferidas, tal era nuestro empeño por romper con miserias y conculcaciones. Luchábamos para alimentar a lo menos nuestra imaginación. Hasta el propio régimen reconoció, en 1977, a través de su vocero el diario El Mercurio, que se vivía lo que denominó "apagón cultural", olvidando mencionar que eran los gestores directos del fenómeno. Al vacío creado en las universidades, las grandes patrocinadoras de la generación de poetas de los años 1960, le siguió un decreto de censura que se dictó contra el libro que volvió nulas las posibilidades de publicar. Despojados de los vasos comunicantes que pudieran permitir que nos llegásemos a enamorar de alguna idea, hubo que sumar a nuestra resta cotidiana, que muchos no pudimos evadir la experiencia carcelaria, no por motivos literarios, sino netamente políticos. Lugares de triste recordatorio como Isla Dawson, en el extremo sur: el campo de concentración Chacabuco, en el norte: el Estadio Nacional, Villa Grimaldi, Cuartel Borgoño y calabozos sin nombre, al igual que puntos de relegación en los sitios considerados los más inhóspitos del país tuvieron al poeta. Como cualquier hijo de vecino, pudo ver cómo se jugaba con la vida y con la muerte, y aquello, naturalmente incidió para que catáramos la palabra en sus regustos más amargos.

A pesar de la crudeza de los hechos, no se desarrolló la poesía testimonial, porque la palabra, creo, hacía esfuerzos en nosotros para penetraciones más hondas, más allá del mero acontecimiento. Tampoco adelantábamos por la senda de Neruda, su muerte —acelerada por los acontecimientos de setiembre— coincidía con la muerte de su poesía para quienes estábamos a un pie de escribir. La majestuosidad metafórica y la exuberancia de sus imágenes entraba en colisión con nuestro mundo avasallado y lleno de violencia embozada. En esas circunstancias, el modelo antipoético de Nicanor Parra alcanzó su apogeo. La palabra desacralizada invitaba a la vulneración del orden establecido. Era un horizonte visible, un campo de atracción que ejercía su influjo aun en aquellos que se acercaban a distancia prudente.

No nos mostrábamos como un grupo compacto dispuesto a la acción poética porque no lo éramos. No teníamos homogeneidad estética ni política. Estábamos dispersos y cada cual cavaba su propia trinchera. Anulados en nuestra práctica nos habíamos convertido en el anodino habitante de los márgenes sociales. Sólo la provincia, de cuyos bordes, de vez en cuando, llegaban noticias —Clemente Riedemann en Valdivia, Elicura Chihuailaf en Temuco, Tomás Harris y Alexis Figueroa en Concepción—, era capaz, a mis ojos, de propiciar una relación distinta. En la capital, propensa a los contagios modernos y en el fin de siglo pasado a los postmodernos, vagábamos por el espacio oscuro de la ciudad, aquel que la dictadura, con los días, fue incapaz de controlar. Teníamos allí, con ocasión de alguna lectura furtiva, un contacto esporádico, tenso: una simpatía trasmitida a distancia para quien se adivinaba en idénticos trances de aflicción, preocupación y delirio. O, quizás, ése era mi ángulo de visión, renuente a hacerme visible con esa vida prematura de poeta joven (reforzada por la lectura de Pound), en un escenario inaguantable, por lo que se desmoronaba y aparecía.

Pues lo cierto era que nuestra sociedad se había ido fragmentando a medida que se la reprimía y manipulaba. Por un lado se cerraban las fronteras y por otra se la abría a embelecos. A imagen de las teorías e ideologías que circulaban en el país del norte, se fueron estructurando grupos, estamentos con su red de pequeños motivos: discapacitados, mujeres, jóvenes, la tercera edad, los gay, las etnias, etc., que en su desenvolvimiento permearon a su vez el ámbito de la literatura. De pronto ya se estaba hablando de "poesía de mujeres" o "etnopoesía", como si fueran ciertos pececillos acompañantes de la gran ballena blanca, y masculina, de la poesía chilena. Frente a esa creación de reductos, con una orientación hacia una literatura militante, una vez más echaba pie atrás, a la vez que constataba encontrarme desfasada de aquello que encarnaban los denominados temas sensibles de la mujer. De alguna manera, mis barruntos me introducían en corral ajeno.

En este menoscabo cultural al que hacíamos frente, me costaba ver, en el recuento de los días, qué era lo que asía y qué lograba poner en unos cuantos pobres renglones. La atomización social aumentaba la soledad en que nos encontrábamos. Hubo que resignarse y entender, por ejemplo, que esa mancomunión entre pueblo y poesía, constante en nuestra historia literaria, se había desintegrado. Aquellos seres maravillosos que alguna vez pudimos llamar pueblo habían desaparecido. Y la misma palabra "pueblo" dejaba en el aire un vaho azumagado de cosa hundida y fondeada. Eran pérdidas interminables que se recibían junto al cuestionamiento de la literatura por parte de las tecnologías visuales emergentes. Un impacto que la poesía tendría que asimilar o eludir.

Fue en esa dirección, que en 1977, la publicación de La Nueva Novela, libro de poesía del poeta Juan Luis Martínez, esclareció para mí algunos pasos que posteriormente daría. Martínez, poeta de la generación de 1960, fusionaba en ese extraño y bello libro imágenes icónicas y lingüísticas, haciendo una síntesis poética de los dos mundos enfrentados. Establecía también, a mi juicio, un corte en nuestra historia poética, terminando con el ciclo de las grandes voces (Huidobro, Mistral, De Rohka, Neruda, Gonzalo Rojas, Parra), voces únicas e irrepetibles. La palabra perdía ahora resonancia así como en una antigüedad remota se desprendiera de la música para resonar mejor. Para este poeta sólo quedaba volcarse a una escritura de repeticiones, citas de un incuestionable repertorio que sin ninguna duda podía llamarse poesía. Una tarea no muy distinta a la tarea de siempre: reescribir.

Hojeando La Nueva Novela —libro que nunca se termina de ver y leer— vi sobrepuesta en una de sus páginas, la imagen en papel celofán de la bandera de Chile. No supe detectar el por qué de su llamada de atención. Sólo sé que aquella estampita del símbolo de nuestra identidad nacional, que a mí me parecía moribundo, se incrustó en mi cerebro como un grabado. En esas páginas daba la impresión de estar preservado frente a toda corrosión y corrupción. Para entonces, la patria y sus símbolos eran propiedad privada de los militares, quienes bajo la inspiración de la Doctrina de Seguridad Nacional buscaban convertirse en la élite que dirigiera al conjunto de la sociedad. Y sus batallones de encargados, tomaban posiciones hasta de los lugares más insignificantes. Del lado de los resistentes se sentía ya un alejamiento de lo que había sido nuestro país. Irrecuperable ahora, inencontrable. Caía la sospecha, además, de no poder liberarlo de sus desgraciadas ataduras. "Este país", se iba de boca en boca al garete. Y ahí estaba yo, en ese medio divisorio, donde se cruzaba el fuego, rasguñando un poco de valor, buscando alguna palabra. Sólo fue posible recuperar algo del naufragio cuatro años después, cuando alejé de mi cabeza las disquisiciones conceptuales que me rondaban y azarosamente llegué a lugares de los que pude no haber retornado. Estaba ahí no para ver mis heridas, que las tenía. Estaba ahí para enterarme del cuerpo sufriente, agotado y negado de una mayoría con el nombre perdido de pueblo. Era La Bandera de Chile.

Pero volviendo a los poetas que emergieron tras el año 1973, por las razones que conocemos, lo hicieron con retardo. Con las excepciones de Raúl Zurita, Álvaro Ruiz, José María Memet y algún otro más, casi todos publicaron por primera vez en la década de 1980, y fueron identificados por la crítica como Generación del 80. A pesar que el libro se encontraba sancionado y las editoriales vegetaban, los poetas mantuvieron el libro como una forma de reconocimiento entre ellos. Factor a considerar en el repunte de las ediciones de poesía, fue que aproximadamente a diez años del golpe, la dictadura le levantó la censura al libro, manteniéndosela a la prensa. Era evidente para la Junta Militar y asesores, que un país con un estado de extenuación social por años de resistencia y desgaste, con una masa que se hundía en un analfabetismo disfrazado con habilidad, y la certeza de que los pequeños grupos de intelectuales se encontraban en el exilio o en vías de extinción, aseguraba que los escritores y artistas no representaban ninguna amenaza. El interés quedaba centrado, de esa manera, en la educación. Por su parte, los poetas ya sabían que los poemas no cambian el mundo. En sus nichos se abocaban a lo suyo —la escritura—, lo único que todavía no podían disputarles.

En ese lapso se destaparon algunas posiciones relacionadas con el quehacer del poeta y su coyuntura. Era más bien una, la del grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte) que se planteó el renuevo completo de lo que llamó la escena literaria chilena. Muy afín a Ronald Kay —que había proclamado el fin de las vanguardias políticas y luego la entronización total de las vanguardias estéticas—, el CADA sorprendió con una posición radical de transgresión del orden cultural y artístico vigente y un rechazo a la tradición literaria chilena que en definitiva era a la tradición poética. Eran parte del CADA Raúl Zurita y la poeta Eugenia Brito, que oficiaba de comentarista de este grupo multiartístico. Influidos por los teóricos franceses, tales como Derrida, Lacan, Kristeva, Barthes, Foucault, etc., cambiaron el lenguaje que hacía referencia al arte y la literatura y la huella abstracta de esa teoría pudo verse en los textos que producían. El poeta dejaba de ser un creador huidobriano o un vate como Neruda para transformarse en un productor de textos. Esto llevaba a recordar a Benjamin y sus consideraciones sobre el autor en Brecht, en otro periodo histórico, cuando la clase obrera era un modelo a imitar. Reaccionaba el CADA contra una literatura concebida como reflejo del mundo y asociada a la izquierda política, que en el país no tenía mayores cultores ni defensores. Pero impactaba en ese "espíritu del valle", espíritu de los poetas del 60, que con Gonzalo Millán a la cabeza, era proclive a abrirse y recoger todas las manifestaciones poéticas, en un gesto inédito dentro de nuestra poesía, plagada de exclusiones.

Éramos una realidad plural que carecía de nombre para señalarnos. Una sociedad poética contradictoria, sin muchas ganas de señalar parentescos. Se acercaron a la rotulación de neovanguardistas, los libros de Gonzalo Muñoz, Soledad Fariña, Antonio Gil y Carlos Cociña en sus primeras publicaciones. Otros tomaban distancia de un marbete como aquél, era el caso de Rodrigo Lira, quien era un escéptico hasta de su propia creación. Su suicidio, que nos consternó, dejaba entrever que no estaba dispuesto a que el sistema lo barriera como basura. Y se conoció de la "Generación NN", que no era un grupo orgánico, sino una denominación que Jorge Montealegre le calzó a algunos poetas entre los que se incluía —Aristóteles España, Bruno Serrano, Heddy Navarro, Clemente Riedemann, Elvira Hernández, Raúl Zurita, Roberto Bolaño— principalmente por las experiencias límites vividas en dictadura que él consideraba un lazo sanguíneo que los hermanaba: independiente, por cierto, de la heterogeneidad de las obras respectivas.

Sin embargo, por sobre las posiciones, clasificaciones y manifiestos individuales, lo que tiene validez hoy fue lo que se escribió en esos diecisiete años logrando remontarse en el tiempo más allá de la opinión de sus autores: Purgatorio y Anteparaíso de Raúl Zurita, La tirana de Diego Maquieira, Proyecto de Obras Completas de Rodrigo Lira, Karra Maw'n de Clemente Riedemann, Los círculos de Astrid Fugellie, Este lujo de ser de Marina Arrate, Vírgenes del Sol hin Cabaret de Alexis Figueroa, Zonas de peligro y Diario de navegación de Tomás Harris, Bobby Sand desfallece en el Muro de Carmen Berenguer. También Dawson de Aristóteles España y Pax Americana de Cristóbal Santa Cruz. Otras se me quedan en el tintero. El tiempo tapa y destapa los libros según su necesidad. Pero hubo más. No se secó el hilillo de agua que fue nuestra poesía. Una actividad constante imposible de desvalorizar ejercían en el descampado Maha Vial, Teresa y Lila Calderón, Verónica Zondek. Y Carolina Lorca todavía situada en el ostracismo literario. Hasta un poema, como "Los Helicópteros" de Eric Pohlhammer, leído en el parque Bustamante un día de protesta, es parte de ese tejido del que apenas estas líneas levantan unos cuantos puntos.

Las recuperaciones políticas suelen acontecer con más rapidez que las culturales. Sólo requieren de acuerdos. Pues bien, en la medida que se sucedían los avances en la recuperación de la democracia, es decir, se llegaba a la comprensión, y por lo tanto al perdón de nuestra forma de vida neoliberal, se avizoraba que permaneceríamos en presencia de una sociedad que no necesitaba de poetas. Definitivamente ya no hay lugar para ellos. Se encuentran en la calle y asediados por propuestas de mercado. ¿Los poetas que vienen se preparan para atravesar un nuevo desierto? La poesía es demasiado antigua. Su despliegue viene desde siglos en el corazón de la gente. En nuestro país, algunos de esos siglos que carga en su morral la han envejecido y dado tenacidad. No creemos que vaya a desaparecer de un plumazo. Y en su agonía, que es perpetua, estamos uncidos a su carro.



 

 

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Elvira Hernández
Publicado en revista Guaraguao Año 9, N° 21, Especial literatura y política
(invierno, 2005)