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La muerte
de Gerardo de Pompier
Por Enrique Lihn
(inédito)
Señoras y señores:
Cumplo con el penoso deber y la honrosa obligación de despedir
en nombre de los míos, los restos inmortales de Don Gerardo
de Pompier -nuestro pontífice- conocido popularmente en el
mundo profano de las Letras y de las Artes como el Autor Desconocido.
Desconocido ¿para quién? os pregunto; cierto de que
una respuesta positiva sería
pura y simplemente la negación de la verdad. Ese hombre que
pocas veces escribió unas líneas en su horror vacui
a la nadería de la personalidad literaturesca, pasa a mejor
o peor vida, acompañado por las campanas de la Basílica
Lírica que están tocando vacante.
Cualquier Orfeo de buena memoria sabe que de los juegos del daimón
Pompier con la musa habría podido nacer una Nueva Escuela de
Poesía Iberoamericana. Lamentablemente don Gerardo moderó
sus ímpetus genésicos apenas tuvo de la musa un libro:
Leonora y los Transparentes; y aún intentó borrar la
paternidad de dicho poemario, inhumándolo en el castillo rural
que heredó de su señora madre y ésta, de un distinguido
visitante, miembro errátil de la aristocracia europea, quien
fue tan generoso en principio con doña Emma Candori de Zavala,
como lo fue, por los mismos años, el príncipe de Ligne
con Sara Bernhardt.
Como portaliras el joven Gerard se limitó, pues, a pulsar
su instrumento y arrancarle las primeras notas de una sinfonía
inconclusa. Otras empresas lo esperaban. Yo debo referirme a una de
ellas, la mayor, con toda prudencia, como es de rigor en este caso.
Y, en suma puede decirse que si bien Pompier no siguió el camino
de la Poesía, la Poesía siguió el camino de Pompier.
Y ahora que su espíritu liberado de la materia vil puede saber
sin peligro de su mortalidad -lo que se esconde detrás del
velo negro de la tumba- bueno sería que completara en el más
allá su obra poética.
Para no tener que vampirizarse haciéndose depositario en vida
de su muerte, nuestro cadáver de hoy se convirtió en
el cuasi inmortal de antes de ayer. La mención de los años
que cumplió en vida avergonzaría a los más longevos
y, en la actualidad a un Luis Buñuel, a un Jorge Luis Borges
o a Carlos Drummond de Andrade. Baste decir que estos tímidos
aspirantes a la noventena habrían podido ser los nietos del
occiso con un poco de flexibilidad de una y otra parte. Personalmente
me considero uno de sus chosnos espirituales, en tanto que muchos
de los asistentes al plato de este ofertorio fúnebre podrían
ser sus nietos o biznietos espirituales.
Lo que importa consignar aquí son los efectos filosóficos
de la longevidad del autor desconocido. Yo lo haré, con la
debida prudencia, en nombre de las doctrinas que compartimos con él
un número en crecimiento de personas no identificadas aunque
no desaparecidas. Esos efectos filosóficos fueron también
literarios y, porqué no decirlo, políticos; pero mis
hermanos y yo nos abstenemos de todo pronunciamiento inmediato sobre
el arte de no decir nada y sobre el militantismo. Nos quedamos con
el militarismo como lo ordena la lógica de los hechos y con
la concentración del pensamiento en el espacio entre los dos
ojos, lo que permite a la luz penetrar profundamente en el cuerpo.
Para decir una última palabra sobre la cosa literaria sabemos,
en la ignorancia de lo que este conocimiento implica, que Gerardo
de Pomp¡er volvió a hacer uso de
su bocina lírica como gentilhomme restaurantier en el
Platondo, en el año de la recesión, en los prolegómenos
de la incomprensible década del ochenta. Sabemos que rugió
en el vacío del pozo al que lo arrojó el crítico
oficial -ese espadachín del silencio, junto con sus libros
y con sus fascículos.
La opinión, esfinge con cabeza de asno, que dice Panal, llevó
a la tumba a este hombre muchos años antes de que muriera:
lo condenó a la Gehena del silencio, y él, como si nada,
escribió poemas que nadie parece haber leído y se dejó
escribir por autores injustamente olvidados.
Repito que para nosotros es secundario el artista de la palabra propia
o ajena. Nos interesa el sectario -el maestro de primera categoría
grado quinto- que acaba de morir en su feudo palaciego. Me refiero
a las diez hectáreas que le restituyó la contrarreforma
agraria de los sesenta que él entregó de motu propio
a la reforma agraria a cambio de una sinecura vitalicia que le arrebató
la contrarreforma a cambio de esas diez miserables hectáreas.
Los que practican la incredulidad como una manera de desprestigiarnos
pueden oler el olor a cadaverina, y a santas pascuas. Yo debo dejar
ahora constancia (con una prudencia que me quita, una a una, todas
las palabras de la boca) de la lección del maestro.
Repito que lo vi morir y que quizás de las 48 horas últimas
de su vida y de mi visita a su hogar, pueden derivarse ejemplos de
una sabiduría y pruebas de una auténtica agonía
que edifiquen a los creyentes y silencien a los incrédulos.
A la mansión en ruinas entré sin golpear a la puerta
ni tocar el timbre, porque no los había. Reinaba en ese lugar
junto al descuajeringue endémico, un desorden reciente; señal
inequívoca de que la noche anterior había tenido lugar
allí una farra descomunal. Algunas señoras de edad no
avanzada y un rasta no identificado barrían el local perezosamente
y lavaban la vajilla. El aire era veneno puro, olía a tabaco
y otras hierbas, en flagrante contradicción con el aire puro
que yo había esperado respirar en el fundo Los Transparentes.
Una de esas señoras, que a pesar de andar casi desnuda me
pareció casta, me condujo al lecho de muerte del maestro -le
llevaba, precisamente, un desayuno suculento y se introdujo en el
lecho, ya que no en el maestro, como su hubiera sido su secretaria.
En efecto, adobada de bolígrafo y papel, no dejó de
tomar nota de nuestro diálogo, mientras el fotógrafo
desconocido nos hacía adoptar poses a veces difíciles
de conseguir.
Mil últimas 48 horas de vida son suyas -dijo de Pompier, mirando
el reloj, y, luego: Póngase cómodo, hay una botella
de champaña en el refrigerador. Luego me pasó el suplemento
de Artes y Letras para que lo leyera en lugar de los libros Secretos
de los Gnósticos de Egipto o de la Epístola de Eugnotio
el Bienaventurado.
Pensé que expresaría el total de su sabiduría
en sus últimas palabras pero creo haberme equivocado. Tampoco
fueron suspiros los que exhaló al morir: algo sonó más
bien dentro o fuera de él pero en el espacio de su karma, como
si se hubiera cerrado de golpe una puerta secreta. En el curso de
su agonía, por lo demás, fue a la vez un cumplido caballero
un puta madre un bufón un dictador un llorón un servidor
de todos, sin que estas distintas facetas de su personalidad polimorfa
se
pusieran de acuerdo para configurar una misma máscara. Parecía,
pues, encontrarse en un estado de liquidación, casi de liquidez,
pronto a resbalarse de este mundo y a derramarse en el otro. El gusto
por los líquidos se apoderó de esa fiesta de las postrimerías.
El fotógrafo desconocido liquidó lo que quedaba de la
alfombra persa orínándose torrencialmente en ella y
a las cuatro de la mañana, el trópico cobró sus
derechos y el agonizante organizó un concurso de inmersiones
prolongadas en la piscina de su propiedad, resultando él mismo
varias veces vencedor.
Transpiramos hasta deshidratarnos bajo la lluvia en la pista de baile,
todos en un estado de declarada intemperancia, salvo yo, que me maree
y no más, porque esperaba del maestro una Iluminación
Postrera.
No me extiendo en los pormenores banales de las 47 horas y 59 minutos.
En último instante me decidí: Y bueno maestro, qué
me dice -le inquirí.
Nada- estertoró
- Cómo que nada- le retruqué, y su respuesta estremecedora
fue una pregunta sin respuesta:
- ¿Le parece poco?
Sin entenderlo bien había asistido yo a un proceso de regresión
c ósmica, a través de una fiestecita orgiástica
cuyo sentido absurdo habría sido la supresión de todos
los contrarios por coincidencia de los mismos, hasta llegar al ser
y la nada.
En la extrema modestia de la vanidad última, don Gerardo no
se privó de la aparente humillación de contradecir la
divisa de toda su vida: solo y conmigo mismo, pergeño la lista
de sus amigos y conocidos, tarjando a quienes de entre ellos no lo
habían visitado en los últimos días. Pidió,
con lágrimas en los ojos que los nombres no tarjados figurasen,
junto con el suyo, en la lápida que caerá en unos segundos
más sobre él.
Esto es todo lo que puedo decir. Y he hablado más de lo prudente
en materia se sugerencias doctrinarias. Sólo me resta poner
coto a rumores de último minuto. Puede que provengan de algunos
de los clientes no invitados pero bien recibidos por la sencilla razón
de que, amigos conocidos y familiares del extinto, nada tenemos que
ocultar. El respeto nos obliga a mantener la urna sellada hasta nuevo
aviso, pero garantizamos que lo que ella contiene son los restos mortales
de Pompier y no otra cosa, y que nadie ni nada ha sustraído
el cadáver. Hundimos este ataúd en el seno de la tierra,
no lo embarcamos en ningún avión con destino a Europa,
para evitar comentarios o registros. El maestro no necesita hacerse
el muerto para desplegar, más allá de la tumba, la concreta
actividad metafísica de la que esperamos luces astrales.
Gracias a Dios el aire que no respira Pompier en el mundo otro, ha
inflado las velas y tenemos a la vista, desde el Platondo, las costas
de las anunciadas áureas islas.
Duerma en paz independientemente de lo que esta expresión
signifique ahora y allá para usted.
Enrique Lihn, enero 1983 ...................