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LA CAZA DEL TIGRE

Por Marco Antonio Campos

 

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Eduardo Lizalde representa un caso raro en la poesía mexicana, al menos, por dos razones: una, que su reconocimiento como poeta sólo se dio pasados los cuarenta años con la publicación de El tigre en la casa (1970), y que, por la vertiente primordial de su país, ha sido y es en nuestro país el más brillante, por no decir el real y único, heredero de la poesía maldita, sobre todo del linaje francés: de Rutebeuf y Villon, de Baudelaire y Rimbaud, de Lautréamont y Artaud. De todos, sin duda, su influencia múltiple, su “verdadero dios”, ha sido, como lo fue para Arthur Rimbaud o para Émile Nelligan, Charles Baudelaire.

Antes  de 1970, Lizalde había pasado, al menos, por tres aventuras poéticas: una, la del Poeticismo, donde la suprema divinidad, con sus imágenes y metáforas de ornamento extremo, fue Luis de Góngora, y donde los poeticistas quisieron ser, como ha escrito el propio Lizalde, supergongorinos; la otra, su poesía social y de denuncia, (1) representada por su libro La mala hora (1956) y poemas como “Odesa” (1958), “Cananea” (1958) y “La sangre en general” (1959), y la última, su aspiración a componer el gran poema reflexivo, a alzar una bella arquitectura musical y verbal del pensamiento, a la manera de altos modelos como El cementerio marino, Cuatro cuartetos, Altazor, Cántico y Muerte sin fin. No es otra la intención, nos parece, de Cada  cosa es Babel (1956), poema que encontraría de alguna manera una continuación en Al margen de un tratado (1981-1983), donde Lizalde adapta en poesía personalísima los pensamientos del Tractatus wittgensteniano. Cada cosa es Babel representa en la obra de Lizalde –observa Jorge von Ziegler en su ensayo “Las palabras y las cosas”- “síntesis, primer hallazgo y superación de sus empresas juveniles”, es decir, piedra de fundación de su verdadera poesía.

A excepción de fragmentos de Cada cosa es Babel, es difícil hallar en la poesía anterior piezas mínimamente antológicas. El más encarnizado crítico de su mala aventura poeticista y de su mala aventura de denuncia ha sido el propio Lizalde, ya en prólogos a sus libros de poemas o en entrevistas que ha otorgado. Poemas redactados con bocina para que se oigan mejor los gritos y las invectivas del orador de partido durante los mítines en la plaza pública y que hoy leemos con alguna incomodidad para saber cuáles fueron los inicios de un poeta notable. La mejor muestra del desdén actual del propio poeta a esa parte de su obra es su exclusión en esta antología.

A los cuarenta años rodeaban a Lizalde la sombra de varios fracasos o decepciones: de la experiencia socialista, del movimiento estudiantil de 1968, de la huella devastadora de los amores desdichados, de los desencuentros con su propia poesía y de la falta e reconocimiento por parte del medio literario. ¿Adónde volver la vista?

En ese contexto desesperanzador surgen los poemas de El tigre en casa.

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Es imposible disociar la imagen del tigre de la obra y la figura de Lizalde. Que  yo sepa, ningún poeta de lengua española como él ha tomado al tigre en su obra en sus infinitas posibilidades emblemáticas y reales. Si Proteo reviviera se transformaría para Lizalde sólo en figuras de tigre. Gran lector de Blake y de Borges, la deslumbrante influencia proviene menos en su obra de ellos que de las novelas de Kipling y Salgari. Desesperado, minucioso explorador de la literatura sobre el tigre, huyendo a menudo de él y regresando a él por casi treinta años, la fiera surge, crece, se transforma e ilumina sus poemas más terriblemente hermosos y más profundamente humanos. Si Borges, en su Dreamtigers, decía que el tigre de su infancia sólo podía soñarlo después de los sesenta años disecado o endeble, ocurre casi lo opuesto con Lizalde. Desde que escribe el poema inicial de El tigre en la casa hasta su libro Otros tigres (1995), vemos a la fiera caminar dejando en el aire el oro y el negro, una geometría alucinante y perfecta de rayas en movimiento, un hilo de sangre que va –que vamos- dejando por el planeta a causa de nuestros diarios crímenes. Los famosos versos de William Blake: “Tiger, Tiger, burning bright,/ In the forest of the night”, llenan con su luz estremecedora y su “terrible simetría” las selvas de Sumatra, de Java o Bengala, y se extienden hasta las páginas de Lizalde para hacerlas fulgurar. No en balde los dos libros catedrales del poeta, los dos libros que fulgen sombríamente en la poesía mexicana, son El tigre en la casa y Caza mayor. Si en el primero el tigre es la identificación sin fin con el propio poeta, con el hombre y con la raza humana, si es, como él dice, “la imagen universal de la desgracia amorosa”, para el segundo, en cambio, magníficamente, Lizalde se ha inmerso en la selva de la literatura tigresca y de esa profunda inmersión ha extraído poemas de la historia del tigre y nuestra historia. Ha vuelto música verbal lo que era información libresca. Es un libro bellísimo. Por Lizalde sabemos, luego de esa furiosa búsqueda, que el tigre dolorosamente es una especie en extinción, del cual restaban, en 1979, escasamente cuatro mil fieras en todo el orbe y que con el tigre iba muriendo “la historia de los tigres”; por él sabemos que el tigre en celo, “como un pozo de semen”, es capaz de resistir cincuenta cópulas diarias con la hembra; por él sabemos que la tigra pare cada dos años, y que, junto con el macho, devora carniceramente a casi todas sus crías –el tigre, en fin, cuyo ciclo de vida apenas supera ya los 15 años.

Pero el tigre magnífico, como todo, tiene su anverso y su reverso. Por Lizalde sabemos también el revés de su elegancia desdeñosa y su imantado fuego. Citando autoridades en el asunto como Kailasch Sankhala, Lizalde nos cuenta que “el gran perverso, el Shere Khan”, es, de cerca:

...un espectro doloroso,
una criatura patética y enferma,
tantálica, sufriente y latigada.

El tigre hiede y es él mismo “otra selva devoradora de chupadoras bestias diminutas y homicidas” y lo cubre una “multitud de sabandijas”.

Pero pese a todo y contra todo, el tigre es superior a todas las criaturas y a todos los hechos que se hallan “en el dossier de artista del Señor”. El tigre es de Éste –concluye el poeta- su chef d’ oeuvre, su pieza magistral. A fin de cuentas es una lástima –ha declarado Lizalde en una entrevista- “que crezca la raza humana, que es mucho menos bella y mucho más bestial que el tigre”.(2)

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Cuando un poeta escribe sobre sus autores predilectos, o los menciona o utiliza epígrafes o reproduce citas, es una manera de hacernos un gesto o un guiño sobre su propia vida y escritura, como cuando Borges escribe sonetos sobre Cervantes, Milton, Swedenborg, Jonathan Edwards, Emerson y Poe, o cuando Neruda canta a Quevedo, a Rimbaud, a Whitman, a García Lorca y a Vallejo, o Cernuda redacta poemas en defensa de Góngora, Verlaine y Rimbaud. Con Lizalde, por resaltar algunos prójimos, aparecen o se repiten en su obra, Villon, Blake, Baudelaire, Rilke, Kafka, Pessoa, López Velarde, Bonifaz Nuño, Revueltas.

En toda la poesía de Lizalde hay un fondo biográfico, es decir, anida en ella una multitud de experiencias personales, pero asimismo, como juego o complemento, hay la referencia culta, dicha siempre como si no pasara nada, como si se refiriera algo al paso a lo largo de una conversación en el compartimento de un tren o en la mesa amistosa a la hora de la cena. Yo creo que muy pocos en la poesía hispanoamericana contemporánea han puesto tantas señales cultas como él. Son decenas. Por poner algunos ejemplos, puede desarrollar un epígrafe con versos de López Velarde que hablan sobre la desfiguración del cuerpo, o poetizar un tema económico (la plusvalía según Marx), o recrear una anécdota infame de un emperador romano (Cómodo), o desde una foto de un gran autor –digamos Kafka- contarnos de su parecido físico y de penas parecidas, o tomar un género de la antigüedad grecorromana –pensemos en el epigrama- para utilizarlo con frecuencia. Y así y una y otra vez y numerosamente.

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Poesía, vino y mujeres son mágicos pilares de la casa de la poesía lizaldiana. O si se quiere decirlo representativamente por sitios: el cuarto de estudio, la taberna y el lecho.

La cantina en México ha ocupado un lugar de excepción en la historia política y cultural de México. Para Lizalde la cantina pero también el bar de mala muerte y lupanares infames han sido punto de encuentro para conversaciones con amigos y para conversaciones tristísimas consigo mismo en días de soledad, de dolor o desencanto. En Caza mayor  hay un listado con nombres que a Francois Villon le hubiera encantado leer en los muros del Barrio Latino parisiense al promediar el siglo XV: La Curva, La Derrota, La Providencia, El Tigre Negro, El Ratón, La Rendija, La Burbuja, La Flor de Valencia, El Mirador, La Ópera. En las mesas de los antros el poeta recalaba con amigos poetas y escritores como Marco Antonio Montes de Oca, Carlos Illescas, Jaime Sabines, Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño y Augusto Monterroso, y hablaba con ellos, ya de filósofos, ya de poetas, o brindaba por las mujeres o jugaba el ruidoso dominó o el reflexivo ajedrez o escribía en difíciles horas solitarios poemas. Por eso, mientras juega una partida de dominó, puede decir con versos que en momentos pueden recordar líneas del mundo de placeres sensuales de Alceo, de Anacreonte o Khayam:

                        Cierre a blancas.
                        El regocijo de esa inútil guerra:
                        no tiene el hombre bajo el sol mayor placer
                        que el de alegrarse,
                        gozar con su mujer a la que ama,
                        beber de frente y no de lado,
                        echada el ancla, a fondo, al vino.
                        Su porción de cielo.

Si por un lado en las cantinas se van dejando las quincenas, el hígado, la fijeza de la mirada y la fuerza corporal de juventud, por otro, el vino y la cerveza, las conversaciones amistosas, los juegos de salón y la reflexión melancólica, dan suaves alegrías y reposados goces.

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Si la detallada destrucción amorosa surcaba las páginas devastadoras de El tigre en la casa y parte de La zorra enferma, el amor se volvió en los siguientes libros, casi siempre placentero y celebratorio. Hombre afortunado con las mujeres, Lizalde ha sabido, en medio de todas sus adversidades e infortunios, que la fin du jour est femme, o que las nalgas de una mujer bien hechas son la obra fundamental de la naturaleza, o, refutando a Hipias y a su teoría de los modelos superiores, decir carnalmente que “sólo existe esta beldad o aquélla”. Que las rosas, como los tigres, son terribles, pero se debe, como insistían el romano Horacio y el francés Ronsard, saberlas cortar a tiempo. Los grandes sensuales reflexionan poco sobre el amor; lo viven.

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Al contrario de poetas como Luis Cernuda, Alí Chumacero y Jaime Sabines, que parecen haber escrito un solo libro, el espectro en la obra lizaldiana es amplio y diverso. No es fácil percibir a primera vista, como escritos por la misma pluma, libros como La mala hora, malogrado lance del militante político, Cada cosa es Babel, con su pluralidad reflexiva, El tigre en la casa, que junto a los Cantos de mal dolor de Juan José Arreola y Albur de amor de Rubén Bonifaz Nuño son los grandes libros misóginos de nuestra poesía contemporánea, Dichterlieb/oleros, traslado y tránsito de sus deleites de melómano, y Tercera Tenochtitlan, su anti grandeza mexicana.

Pero si por algo durará Lizalde en la memoria de las generaciones que pasan como las hojas será por los libros donde el tigre salta desde las páginas para andar por las calles de las ciudades del mundo y acabar siendo algo o alguien que se parece a mí o a ti o a uno de nosotros o a uno de ustedes, o mejor, a todos nosotros y a todos ustedes. Un tigre soberbio que jamás se rebaja a repetir el mismo paso. Y yo, como tú, me canto y me celebro a mí mismo en el tigre que desde el primer día de la creación se deslumbra y se desgarra íntegra y puramente en el corazón de la estirpe humana.

 

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LAS ANDANZAS DEL TIGRE

Marco Antonio Campos

I.  LA EXPERIENCIA POETICISTA

1.-Un libro de revisión: La experiencia poeticista la he contado escasamente en un escaso libro: Autobiografía de un fracaso. Algunos compañeros de generación, entre ellos Salvador Elizondo -Paz me lo dijo también- me reprocharon que me había quedado corto. Tenía razón, porque ese librito era un buen pretexto para contar no sólo las experiencias personales, sino las relaciones de la época. Éramos muy jóvenes y han desaparecido la mayoría de los escritores importantes de entonces: González Martínez, Reyes, Pellicer, Gorostiza, Novo, Martín Luis Guzmán, etc.

Un poeta amigo me decía que esta clase de libros se deberían intentar cuando se ha llegado a cierta edad y a ciertos libros. No hay en general testimonios generacionales valiosos, porque, o se hacen muy pronto (como las autobiografías precoces que se editaron en los sesenta, algunas muy buenas), o no se hacen en la madurez. Cuando se escribe un libro de estos lo mejor es hacerlo sin consideraciones, cosa que ocurre pocas veces: generalmente se adorna y se embellece la propia biografía, y a veces de modo involuntario. Y yo, en este libro, trate de no embellecer nada, sino de contar equilibradamente fallas, tropiezos y aciertos. Junto a los poetas –no era pedantería-, leímos efectivamente a Kant, a Hume, a Husserl, y a importantes autores de ensayos sobre estética. A mí me ha parecido siempre tan indispensable leer buenos poetas como buenos ensayistas y críticos. Si no ¿cómo sabes lo que pasa en una época y lo que uno está haciendo?

2.-Lecturas poéticas: en la primera juventud, los 13, los 14, leía en primer lugar a los modernistas y a los postmodernistas. Mi padre fue un gran lector y me impulsó a la lectura pero sobre todo a la de su gusto en materia poética. Aunque escribió, él era más un dibujante, y como poeta se quedó en un romanticismo tardío y en un premodernismo de algunos curiosos poetas de la época como Alberto Herrera y otros bohemios y parnasianos “quedados”. Leí luego a los Machado (más a Manuel que a Antonio, a quien descubrí más tarde), al mejor Díaz Mirón, a Othón, a todos los mexicanos del XIX y de principios del XX.

Cuando estudiaba la preparatoria en Puebla, pergeñé a los 14 años mis primeros poemas “formales”. Descubrí entonces a García Lorca, a Alberti, a Gerardo Diego, a Juan Ramón, al buen Machado, a Salinas, a López Velarde, y me dije que iba mal en inclinación, orientación y gusto. Y cuando conocí años más tarde a González Martínez ya no me interesaban sus poemas. Estábamos mis amigos y yo metidos en otros autores: leíamos a Vallejo,  a Breton, a Borges, a Eliot, a Neruda, a Huidobro, a los Contemporáneos, y nos deslumbraron las novedades de esta generación. Sin embargo, lo que nos transformó especialmente fue la antología de Laurel  -como no teníamos dinero para comprarla la leíamos en la biblioteca de don Enrique González Martínez-, que nos pareció un gran mapa antológico de la poesía de lengua española. Y nos lanzamos a la poesía contemporánea.


II. EN  MALA HORA LA UNION DE POETICISMO Y SOCIAL REALISMO

El intento de unir estas dos corrientes en mis poemas de entonces fue la razón de mi fracaso de cerca de 15 años. Era como mezclar el agua y el aceite. El punto de vista original del poeticismo era intransigente con cualquier corriente ideológica y actitud política. En cuanto nos vimos embarcados en la actividad política, sobre todo González Rojo y yo, quisimos, creo (no sabíamos exactamente lo que queríamos), lograr una conciliación del regusto barroco y culterano con el tema político, un sándwich de Góngora y de Lenin. Y el resultado fue un fracaso estrepitoso de algunos libros y poemas: La mala hora (1956), “La furia blanca” (publicado en La voz de México), Odesa y Cananea (1958) y La sangre en general (1959), estas dos últimas tal vez los menos infortunados en ese género náufrago.

Estoy más convencido que nunca de que es casi imposible programar la orientación estética “social”, entre comillas forzosamente, de un poema a no ser que el autor tenga una asombrosa capacidad para transformar en obras maestras lo que está destinado a ser un folletón político, pero no creo estar en el caso.

La lectura de esos libros y poemas no convenció a nadie: resultó ilegible tanto para los proletarios y compañeros del mismo dolor ideológico como para los elitistas  y aristocráticos.

Pero sí creo algo: había en nosotros cierto rigor formal y teníamos idea de lo que era la métrica y los problemas estéticos. Poseíamos las armas técnicas pero eso se sabe, es apenas un principio. Montes de Oca, ya lo he dicho, cortó a tiempo el cordón umbilical poeticista, y se lanzó al espacio mucho antes que yo, y con mejor fortuna.


III. PASO POR LOS PARTIDOS DE IZQUIERDA

1.-El Partido Comunista Mexicano: Ingresé al PC por el ‘55, y entré a él –y lo he contado- como enemigo de la política estaliniana, pero sin mucha conciencia histórica de lo que había sido el partido en México y en el mundo. Lo aprendí más tarde personalmente con José Revueltas y en los textos de Octavio Paz,  que –desde distintas posturas-, estaban más enterados que yo de lo que habían sido Lenin, Trotsky, Stalin o Serge y de todas las luchas ideológicas que se suscitaron desde el nacimiento de la Revolución de Octubre.

En 1956 iniciamos una lucha interna en el PC, al mando de Revueltas, un grupo de revolucionarios a los que sorprendió la desestalinización en la URSS, y nos convulsionó ideológicamente a nosotros y a la izquierda mundial. Esto sucedió en el XX Congreso en 1955 y el XXI Congreso en 1956. En este periodo visité varios países socialistas: China, la URSS, Checoslovaquia.

En una revista que se llamó Letra Viva, que dirigíamos Revueltas, González Rojo, Joaquín Sánchez Mc Gregor, José Luis González (el puertorriqueño) y yo, criticamos desde la izquierda (así decíamos) la invasión de Hungría y la represión en Polonia. Eso se vio muy mal en el Partido. Inevitablemente se agudizaron las diferencias. La lucha interna se volvió tan grave que terminó en nuestro total aislamiento. Y se acabó entonces la célula Carlos Marx, cuyo espíritu dirigente era José Revueltas, quien era el ideólogo de la disidencia y quien tenía la mayor experiencia política. Nuestra expulsión ocurrió en 1960, aunque nosotros salimos por propio pie en 1959 tras la VIII convención del Partido en el la Ciudad de México.

2.-El POC y la Liga Leninista Espartaco: Entramos de inmediato al Partido Obrero Campesino, que era resultado de una antigua división del Partido Comunista, escindido mil veces. Fue un romance rápido. Desde que entramos, pese a que pronto fuimos dirigentes nacionales en aquella pequeña familia de ilusos, comenzaron las discrepancias con Carlos Sánchez Cárdenas y otros dirigentes que eran lombardistas a ultranza. Incluso al final, Sánchez Cárdenas y yo tuvimos una reunión con Lombardo Toledano en la casa de éste, a la que Revueltas no quiso asistir por las querellas públicas que había tenido con Lombardo en los últimos años. Sánchez Cárdenas proponía la fusión con el PP convertido en PPS. Rompimos con ellos, y Revueltas y yo con otro pequeño grupo fundamos en el mismo 1960 la Liga Leninista Espartaco, de la que nos echaron también en 1963 otros curiosos prochinos y neoestalinistas, que pronto fueron también expulsados por imberbes más sectarios que ellos.


IV. CADA COSA ES BABEL

1.-Hacia el poema totalizador: Descubrí pronto que no iba a ser filósofo, ni maestro de filosofía, y que la filosofía no era para mí “la” carrera, pero me interesaba y me interesa estudiarla, y me parece que es un alimento esencial  para el trabajo literario poético.

Cuando apareció Cada cosa es Babel, alguien me reprochó “que hubiera caído en la tentación” del gran poema, sin conseguirlo, claro es.

Es un poema influido por mis lecturas de Mallarmé, de Valery, de Eliot mismo, de Perse, y por la que hemos hecho todos los poetas mexicanos de las últimas generaciones de Muerte sin fin, y en dirección contraria, por mis lecturas de Altazor y de Residencia en la tierra, y al fondo de la noche, por la lectura de Góngora: Las soledades y el Polifemo.

Mi primera intención fue hacer un poema poeticista sin que se notara lo poeticista, es decir, donde se descartaran los vicios explicativos y lógicos del poeticismo, lo racional y lo mecánico. Intenté en Cada cosa es Babel aplicar eficazmente toda la libertad verbal imaginativa que un buen poema lírico  requiere y busqué que no padeciera ni la metafísica valériana, ni la gorosticiana, ni la mallarmeana, ni la persiana, y que al mismo tiempo fuera una crítica del poema social nerudiano, del lírico y metafísico. Intenté también al principio que hubiera todas las formas y todos los metros clásicos: liras, silvas, sonetos, décimas, eneasílabos, endecasílabos, alejandrinos, hexámetros, en fin. Ese rigor de planificación formal fue abolido por el propio impulso verbal al que se somete al poeta cuando redacta un poema largo y ambicioso. Invertí en la labor cinco o seis años de trabajo y nunca creí que hubiera alcanzado lo que quería, pero conseguí otro poema, de eso estoy seguro. Debo haber empezado a escribirlo hacia 1956, después de redactar La mala hora (que tardaría tres años en publicarse) y decidí llevarlo a la imprenta en 1962 porque ya no había otra manera de deshacerse de él. Y todavía tardó cuatro años en publicarse.

2.-Los temas: Hay una pluralidad de temas en el libro: el enfrentamiento del poeta con la realidad, el problema de qué hacer con la realidad y de cómo trabajar con el mundo y qué tipo de realidad puede haber en una obra artística. Aquello de que el poeta da nombre a las cosas, tema del que se ha dicho (Marco Antonio Campos mismo en un ensayo), no es el principal, sino uno de los temas. Hay muchos otros por ahí.

Se trataba de tocar también el problema del proceso histórico del lenguaje: cómo los lenguajes y en especial el lenguaje poético, son entidades en desarrollo. En el fondo había la concepción dialéctica hegeliana y marxista. Pero como no existía para mí una estética marxista propiamente dicha, bien formulada, tuve la ambición –la presunción- de formular una poética personal, una poética de la ausencia, de la negociación de la poética, intento fallido, lo reconozco. También había el aspecto de la lucha entre realismo o naturalismo que existió en la poesía internacional, especialmente de la poesía de lengua española, y el supuesto barroquismo de la poesía “culta”. Por eso puse como principal epígrafe, para contrariarlo en el poema, unas líneas de Antonio Machado: “Silenciar los nombres de las cosas cuando las cosas tienen nombres directos ¡qué estupidez! Pero Mallarmé sabía también  -y éste es su fuerte- que hay hondas realidades que carecen de nombre” (Los complementarios). Es bello pero no exacto. Las cosas son como el agua: no tienen nombres definidos. Los nombres cambian, fluyen. El lenguaje primitivo, por ejemplo, es disperso y plurinominal, lo que impide la comunicación correcta. Los nombres de las cosas se mueven en y con la historia. El lenguaje ha evolucionado, si se observa bien, da pocos nombres a los objetos. Al desarrollarse, el lenguaje se simplifica y limita el número de sinónimos que denominan las cosas y en el libro yo intenté o propuse la tarea de dar nuevos nombres a las cosas y cosas nuevas a los nombres. Excavar en la cosa, esa es la tarea.

Hay cosas que no entendieron bien algunos críticos. La sección en que se glosa “La forma en sí que está en el duro vaso...”, de José Gorostiza, era una discusión con la visión aristotélica de la forma y el contenido que hay en Muerte sin fin. Y yo traté de hacer una glosa de este tema clásico, pero dándole una exposición dialéctica. Alguien dijo: esto es una glosa pero imitativa de lo que dijo Gorostiza. Y es cierto; se dice lo contrario. Ernesto Mejía Sánchez lo vio muy bien.


V. EL TIGRE EN LA CASA

1.-Aparición del tigre: Es una figura que está en toda la literatura. Mi pasión no comenzó ni con Blake ni con Borges, sino con Salgari. Las primeras novelas que leí fueron sus novelas de la selva, y recuerdo especialmente una: El tigre de la malasia. Leí también novelas de Saroyan, pero la marca principal fue un libro que todos leímos de niño: El libro de las tierras vírgenes, de Rudyard Kipling. (Escribí de niño algunos libros de la selva). Shere-Khan, el maligno, al que menciono todavía en Caza Mayor, es el personaje más impresionante dentro de la obra, en la que es personaje central también, terrible pero benéfico Baghera, la pantera negra.

2.-El tigre en la obra: Nació por accidente. Un día jugando en una mesa, escribí un poema casi de golpe. Ese que comienza: “Hay un tigre en la casa/ que desgarra por dentro al que lo mira”. Me dije: “Esta es la clave de todo un libro; hay que desarrollarla”. Y poco a poco, mientras se fueron dando las secciones del libro, me di cuenta que todo debería ser construido alrededor del tigre, y que debía trabajar para que el tigre tuviera una presencia, por un lado abrumadora y por otro invisible. Que fuera todo y que fuera nada. Porque si el tigre se identificaba con un personaje masculino o femenino, con una pasión concreta, perdía la grandeza casi pictórica y mortal y el aire misterioso que debería tener en la obra. Y me lo formulé de esta manera: el tigre debe ser la imagen universal de la desgracia amorosa, pero para todos, incluso para aquello que no soy: para el homosexual, para el misógino, para el eunuco, para el antropoide casi frustrado, y para lo que soy, el hombre que goza y padece amores, que se tortura por una pasión desdichada o varias. Esas marcas hondas del tigre se prolongan hasta poemas de La zorra enferma.

3.-Influencia de Baudelaire: Yo no creo que ningún poeta moderno, directa o indirectamente, esté excluido de su influencia. Él significa, como Whitman en otro sentido, como Mallarmé en otro, el gran corte entre la antigua y la nueva poesía.

Hace poco, revisando los libros que leí en la infancia, me di cuenta de que había leído y anotado con mucho cuidado Cohetes  y Mi corazón al desnudo, los diarios juveniles del poeta, en una edición argentina, y que había olvidado todas las cosas que se me habían clavado de ese librito, y que copié o imité sin querer más tarde.

Los contrastes de la fealdad y la belleza verbales que reinventó Baudelaire, son uno de los recursos más ordinarios y difíciles de la poesía contemporánea. Se puede caer en el mal gusto o en el vicio de la degradación de las formas verbales bajo el pretexto d‘épater le bourgeois, de asustar al burgués, y yo traté de evitar esa caída.

4.-Póngome a hablar en seco, de amor, a estas alturas: Con Cada Cosa es Babel intenté un poema lírico y metafísico que trataba de exponer una poética personal y una poética de todos los tiempos, si fuera posible; con El tigre en la casa lo que primero intenté fue escribir otra poética de otra época de mi trabajo con los mismos instrumentos barrocos que consideraba rescatables del anterior libro, pero con un agregado: el tema amoroso, del que no me ocupaba desde los días de mi infancia.

Ya eran profundas mis experiencias. Yo salía de un matrimonio de varios años, pero que era una relación que databa de la juventud. Y era en el fondo también la envidia de que Neruda y Sabines, por ejemplo, escribieran grandes poemas de amor, y de que en mis poemas sólo existiera una especie de asepsia ideológico-conceptual. Era el tema del gran goce y del gran infortunio, que está más claramente expresado en el último poema del volumen, “La ciudad ha perdido su Beatriz”, que, como se sabe, es un verso que se halla en Vita nuova. No creí hallar un mejor remate clásico para hablar de la desdicha amorosa que hacer una breve referencia a Dante en ese texto.

5.-El libro y aquellos días: Hay una página de Carlos Fuentes en Tiempo mexicano (no lo cito textualmente), donde habla de la literatura mexicana escrita entre los años de 1965 y 1970. Fuentes dice que hay dos libros oscuros de tema depresivo, que no tienen nada de político, Farabeuf y El tigre en la casa, que él escogería como imágenes muy precisas de la atmósfera social y emotiva del 68 en México. Y tiene razón. El 68 fue para varias generaciones un momento de cambio y de objetiva depresión social.

6.-Nunca más el tigre: De una cosa estoy seguro: no sería capaz de escribir ahora El tigre en la casa. Mueren los tiempos en que se escriben determinadas cosas. Me faltarían ese aire y aquel humor y aquellas selvas.


VI. LA ZORRA ENFERMA

1.-Un libro misceláneo: Está conscientemente planeado como un libro misceláneo. Fui tentado por la preocupación de que si uno escribe libros de un solo tema se encarcela. Pensé entonces que con todo el material que tenía, y que pertenecía a una época, debería conformar una especie de mosaico y encontrarle coherencia a ese mosaico. Y en La zorra enferma fui armando secciones donde se hablaba ya de infortunios amorosos, ya de la poética y la crítica, ya del estalinismo, ya de las desgracias sociales del mundo y la ciudad, y busqué un sentido en el conjunto. Joaquín Díez-Cañedo lo comprendió al editarla. Me dijo: “Yo veo muy bien el libro así, contra aquello que los críticos de lo misceláneo puedan decir”. Fue el único que celebró la organización del trabajo e insistía en que quedara como estaba.

2.- No cerrar el cajón: No fue en balde que partiera en el libro de Villon y del poema dedicado a Marx, que coinciden con las etapas de mi mayor escepticismo político (la peor es la actual), y que son las del tiempo de la escritura propia del libro. Por eso está ahí ese verso que le da sentido y título al libro donde se habla de la revolución: “No es veneno esta pobre palabra deprimente,/ de zorra enferma/ que te doy”. Es el tiempo en que ocurren una serie de represiones violentas contra intelectuales en la URSS (Daniels y Sinyavsky) y en México. Por eso se dedica a Revueltas otro de esos poemas.

En el libro continué con cosas que no creí agotadas en un momento determinado. Algunos poemas habrían podido entrar sin dificultad en El tigre en la casa, como “La bella implora amor” o bien “otra vez Monelle”. Sucedió que esos poemas los redacté cuando ya se había cerrado el libro y se guardaron en el cajón.

3.-Madurez y transición: La zorra enferma es, simultáneamente, un libro de madurez y de transición. Me tenía que llevar a otras cosas, sobre todo al desarrollo de cabos que había dejado sueltos. (Epigramas, Profecías). Me costó tres o cuatro años escribirlo.

4.-El sabor amargo de la política: En El tigre en la casa había la voluntad de ocultar la decepción política; aquí no. Sin embargo, en El tigre  hay un poema cuyo título es Magna et pulchra conventio (el título, un epígrafe disfrazado, es una línea de Horacio), cuyo tema oculto es la Convención de la Liga Espartaco de la que Revueltas, otras personas y yo fuimos expulsados en 1963. Es la clara ruptura con el movimiento comunista: “Ganas terribles/ de que nuestras sagradas asambleas/ de ranas que barritan/ y canguros que graznan/ estallen como el vientre/ de la chinche golosa”. Hay otro: “ Este poeta exprime su riñón...” Está pensado un poco sobre un poema de Vallejo: de aquellos que sin ideología conmueven todo y de aquellos que con ideología no conmueven nada. Está escrito contra la poesía política programada. Y fue también una autocrítica. En La zorra enferma la decepción ya es abierta.

Cada vez estoy más convencido (y esto también está claro en Caza Mayor) de que este mundo va rigurosamente al desastre, si no se logra abolir el autoritarismo de cualquier signo. Decía Octavio Paz en Pasión Crítica (él, que ha sido tan atacado como reaccionario por estar contra el autoritarismo) que no estaba contra el socialismo y sus propuestas verdaderamente humanistas, sino contra sus deformaciones y contra aquello en que visiblemente se ha convertido en nuestros tiempos. Es una cosa de lo más simple y no puede ser entendida. Dice también que no está a favor del capitalismo, pero que no pueden negarse las ventajas que las democracias de los imperios y sistemas capitalistas presentan entre nosotros. Estamos muy lejos de conformar una sociedad humana, y estoy de acuerdo. Y mi amargura y mi escepticismo nacen de mi clara duda de que el hombre vaya a ser algo mejor con el tiempo.


VII. CAZA MAYOR

1.-Variaciones del tigre: Aquí se me ocurrió asociar el hecho de que la especie “tigre” está extinguiéndose con el exterminio de la especie humana, con la desaparición personal, con la violencia en el mundo, con la muerte, con la edad adulta, con la vejez. Pude dar, creo, la vuelta de tuerca al tema, y en ese sentido me parece afortunado haber publicado los dos tigres en la reciente edición de FCE-CREA (¡Tigre, Tigre!), porque son como dos puntas opuestas de una misma temática. Pero ya no quiero volver al tigre; espero haberlo agotado como imagen; cada vez que veo un tigre, filmado, vivo o escrito, trato de borrarlo de inmediato.

Caza Mayor  es un libro escrito con otro aliento. Es menos depresivo desde el punto de vista personal, pero desde el social e ideológico tan oscuro como el tigre anterior. El escepticismo y la amargura con que se observa el mundo, vale si es el resultado de una verdadera experiencia de lo que es el mundo, y no como vehículo para alarmar al lector. Y lo que he escrito nace de mi experiencia real.

2.-Un verso más fino y afinado: No se podían repetir evidentemente las mismas formas de expresión. En un momento dado agotas un ritmo verbal y ciertos juegos terminológicos. Y debes dar la vuelta, porque de otro modo te plagias a ti mismo y te empantanas. No se debe caer nunca en la tentación de dar lo mismo a los lectores. Enzensberger hacía notar que la poesía no es negocio para nadie y que eso le ha permitido mantener una mayor pureza; no es comercializable. Un poeta no se siente, como el pintor o el novelista, presionado por el mercado, lo que ha obligado a éstos con frecuencia a repetirse. Y en mi caso hay la voluntad y la lucha personales por eludir las mismas formulaciones e imágenes, aunque involuntariamente a veces se caiga en ellas. Es imposible memorizar todo lo que has escrito, y uno se relee poco una vez publicado. Por tanto, puedes cometer algún perdonable desliz reiterativo.


VIII. DE LIBROS INCOMPLETOS

1.-Al margen de un tratado: Este libro inconcluso era un intento extremo después de mi lectura de Wittgenstein y de otros filósofos de esa línea, de exponer todo un material filosófico que toca en especial temas de ética y de estética, lingüísticos y metafísicos, sin recurrir al manejo de la terminología técnica de los filósofos. Creo que en este sentido sería más afortunado que Cada cosa es Babel.

En un principio iba a ser ilustrado por mi amigo Arnaldo Coen, que es también un wittgensteniano furibundo, pero como tardamos tanto y es tan laboriosa la tarea de enlazar poesía y pintura, decidí publicar los poemas ya escritos. Es un libro a medio camino. En Memoria del tigre hay secciones que son puntos de partida de libros que se están haciendo.

2.-Dichterlieb/oleros: En este libro, o proyecto de libro, pensaba aprovechar toda mi experiencia de melómano y de cantante destripado. Son glosas de textos y de música, tanto de los lieder cultos del periodo romántico más grande como del periodo moderno, así como de canciones populares de México y del mundo.

3.-Tercera Tenochtitlan: En el fondo este poema quiso ser una Nueva grandeza mexicana pero en sentido contrario, negativo. Soy un buen conocedor y un buen militante de la ciudad. He leído gran cantidad de material histórico sobre ella, y me ha resultado siempre fascinante y aterradora. Y se me ocurrió escribir un largo poema sobre ella, que no terminé, que espero algún día concluir.

Algún cronista decía que era un poema demasiado barroco y rebuscado en su expresión; no estoy seguro. Creo que hay mucho de coloquial en el texto y que me mantiene una estructura aceptable desde el punto de vista poético e histórico. Me parece un trabajo interesante, no original, y con algún cuidado y alguna paciencia, tendría perspectivas.

 

 

B R E V E    E P Í L O G O

Eduardo Lizalde

Me asombra, como a Marco Antonio Campos, leer reunidas las páginas de esas entrevistas y ensayos que él ha publicado sobre mis libros y poemas, distrayendo mucho tiempo la pluma que mejor podría emplear en proseguir con su ya vasta y reconocida obra de notable poeta y escritor.

Nada alienta y altera positivamente a un poeta como la mirada incisiva y la lectura recreadora de un lector de talento, y nada contribuye tampoco más poderosamente a revelarle al mismo poeta sus involuntarios tropiezos artísticos y, también los aciertos estéticos que, desde su interesado punto de vista, no han sido apreciados por sus críticos y lectores.

Alguna vez me decía mi admirado colega y viejo amigo Salvador Elizondo: “en realidad, nadie, sino el propio autor, puede leer a fondo su obra.”  Algo, es natural, hay de eso.  Los top secrets de un gran cocinero no son sólo aquellos que él se niega a revelar a sus admiradores, sino también aquellos que están inconscientemente relacionados con su irrenunciable temperamento, su técnica de trabajo y sus descubrimientos impredecibles.

Al escribir esos textos (Autobiografía de un fracaso) en que trataba de exponer las miserias y malos pasos juveniles de mi experiencia poeticista y post poeticista, cargué las tintas tal vez demasiado, como me lo dijo algún cómplice de aquellas faenas.

Es verdad que revelé, denuncié y confesé evidentes atrocidades y atentados contra el buen gusto y el arte poéticos, tanto provocativa como involuntariamente cometidos, pero al mismo tiempo previne exageradamente a los lectores que pudieran acercarse a esos textos con un lapidario “cave canem”, que ha impedido registrar algunos versos y poemas rescatables y afortunados, pese a las invalideces y estorbosas exigencias a las que me obligaba la obediencia de mi obsesión poeticista y marxista.

Como bien lo han dicho varios inteligentes y estudiosos de mis poemas juveniles [Ulises Mata en su libro  La poesía de Eduardo Lizalde o Evodio Escalante en su reciente ensayo La vanguardia extraviada], los poeticistas desvariábamos y cometíamos ilegibles agresiones literarias, aunque fuéramos poseedores de alguna aceptable técnica.  Personalmente, a medio siglo de distancia, continúa pareciéndome repelente e insoportablemente fallido mi libro La Mala Hora (Los Presentes, mayo de 1956) y creo con algún comentarista que los muy escasos versos tolerables que allí pudieran hallarse habían sido echados a perder por toda la morralla del sarampión marxista y discursero que los acompañaba.  Algún amable colega (el  desaparecido peruano Manuel Scorza) llegó a celebrar hallazgos de corrido popular como los de “Pan de Ayer”:

Pero el pan subió de precio
Y con ello fue mayor su lentitud.
Era el pan de los hambrientos
para llegar tortuga y liebre para irse.

o bien, algunos versos del poemita sobre la bomba atómica que encabezaba el bello epígrafe de la “Oda al Átomo de Neruda“: “...los hombres fueron súbitos leprosos”:

El átomo irrumpió en los dormitorios:
hizo estallar en vómitos de sangre
                           los volcanes del sueño,
convirtió el vino en arsénico,
el rubor en roña,
toda la carne en víboras,
todo el acero en espadas,
todas las flores en llagas del jardín,
cada espina de rosa en traidora tachuela,
cada aguja en puñal,
cada rincón oscuro en cueva de panteras,
cada mano de niño en inminente tarántula.
Todos los perros mordieron a sus amos.

Y paremos de contar; todo ese melodramatismo e indignación revolucionaria me hizo retroceder poéticamente aun frente a los anteriores experimentos de arte-purista poeticismo que habían sido parte de mi trabajo anterior.

En fin, no puedo sino agradecer todo lo que mis lectores y críticos se hayan tomado el trabajo de detectar como decorosa obra poética en los varios miles de versos que me he atrevido a publicar.

He continuado escribiendo.  Después del año 2000 (en que se cierra el ciclo de esa última edición de Nueva memoria del tigre) he producido muchos otros textos, entre ellos el largo poema Algaida (2004), que ha sido objeto de alguna crítica favorable.

Al fin de cuentas, creo que un país, un continente y un territorio lingüístico en el que fulguran tantos verdaderos grandes poetas, ya debería uno gloriarse de ser considerado al menos poeta, y acaso, cuando más, un buen poeta.

Ciudad de México, noviembre del 2005.
                       

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Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996) y Viernes en Jerusalén (2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su poesía en un solo tomo: El forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en colaboración  con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén. En 2004, se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de la Asociación Mallarmé.

 

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NOTAS

(1) Para entender la poesía y la vida de Lizalde, en su compromiso definitivo y en su decepción amarga, es básico conocer los antecedentes de su intrincado paso por el Partido Comunista mexicano (1955-1960), por el Partido Obrero Campesino (1960) y por la Liga Espartaco Leninista (1960-1963). Curiosidades históricas: del Partido Comunista él y otros escritores e intelectuales fueron expulsados por criticar “desde la izquierda” la invasión rusa a Hungría en 1956 y la represión en Polonia. Es decir, por un lado, la creencia fervorosa por años en la Revolución y, por el otro, la persuasión posterior de que todo revolucionario debe evitar que las revoluciones lleguen a ser lo que han sido y de que el hombre siempre “será el lobo artero del hombre”. Llegó un momento para Lizalde en el cual era imposible creer o jugarse la vida por paraísos con veinte millones de muertos, campos de concentración (Gulags), jerarquías férreas que no dejaban pasar el mínimo aire o la más delgada luz, con cárceles y persecuciones laborales para los disidentes y sus familias. La Revolución, palabra divinizada por la izquierda en el siglo XX, ha sido, para Lizalde, en su creencia hasta los años sesenta y en su adiós y crítica desde los años setenta, un tumor maligno que no ha logrado extirpar, una sombra que mira hasta de noche.

(2) Periódico de Poesía 4, invierno de 1993, “Las andanzas del tigre. Entrevista con Daniel Sada”


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Fotografía: Pascual Borzelli Iglesias

 

 

 

 

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La Caza del Tigre.
La poesía de Eduardo Lizalde.
Por Marco Antonio Campos