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El escritor cumple 90 años:
El legado literario de Enrique Lafourcade
Por Ricardo Baduell
Editor y redactor español
Revista de Libros de El Mercurio. Domingo, 15 de octubre de 2017
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Quizás siempre haya sido así, pero en la era mediática lo es de un modo mucho más inapelable: cuando un escritor alcanza el reconocimiento, por lo general se convierte en un personaje mucho más famoso que cualquiera de los suyos, a menos que este éxito se encuentre ligado al protagonista de una serie, como Harry Potter o Kurt Wallander. La imagen del escritor reemplaza, o al menos desplaza, a su propia obra, atrayendo la atención del público lector sobre una simple figura cuyo nombre se ha hecho marca, en lugar de hacia la visión que desea transmitir. Los comentaristas, en su mayoría, urgidos por las prisas de la actualidad, empezarán a dar sus obras por ya leídas, enumerándolas en rápida revista al comienzo de cada reportaje, para centrarse en un autor que rara vez, por muy bien que hable, lo hará mejor de lo que escribe. Eso cuando no basten la foto y un breve epígrafe que, sin espacio para el complejo desarrollo de una novela, se contente con repetir cualquier tópico por el que se identifique al artista de turno: su condición de firmante de su novela más difundida, o de ciudadano del sitio que se supone que retrata. En el caso de Enrique Lafourcade, cuya imagen es la de un novelista pero también la de un periodista, profesor, animador cultural, polemista y personaje de la televisión, y cuya obra incluye novelas, cuentos, fábulas, ensayos, artículos y crónicas en estilos muy diversos, el problema se vuelve aún más complejo. Lafourcade, autor de medio centenar de libros publicados, se ve reducido a menudo a "el autor de Palomita blanca, la novela más vendida de la historia de Chile". Un poco como Anthony Burgess, que parece jamás haber escrito otra cosa que La naranja mecánica. El hombre es conocido, su nombre resuena en el oído de los lectores, pero su vasta obra permanece en un segundo plano, a la sombra de su propio autor, como la parte invisible del iceberg, cuya masa es tanto mayor que la visible. Para descubrirla hay que sumergirse, es decir, leer.
Enrique Lafourcade cumplió ayer noventa años. Ya no escribe, pero lo ha hecho constantemente desde muy joven y hasta hace algunos años. Su primer libro apareció en 1950 y los últimos ya en este siglo. Mientras publicaba a razón de una y a veces más obras al año, se hacía tiempo para dedicarse a otras cosas por las que también se hizo notar, a lo largo de toda su carrera literaria y en paralelo a ella. Primero como líder de la "generación del 50", a la que él mismo bautizó y de la que fue el principal teórico y divulgador a través de debates, antologías y ensayos. Poco después, como profesor de literatura en prestigiosas universidades estadounidenses. Y luego, a medida que la política iba ocupando un mayor sitio en su obra, como polémico columnista de una independencia en ocasiones desconcertante. Por fin, más tarde, ya mayor, como desdeñoso jurado del popular concurso televisivo ¿Cuánto vale el show? Pero la pregunta es otra: ¿cómo compaginar al superador del anticuado criollismo literario, al audaz escritor experimental y severo crítico social, con el animador de tertulias televisivas dirigidas al público más masivo, incluso masificado? ¿Cómo explicar esta figura o superposición de figuras contradictorias? Un recorrido por algunas de sus novelas puede descubrirnos la coherencia secreta de una trayectoria que ilumina, además, desde ángulos inesperados, la historia del largo medio siglo durante el que fue gestada.
Primero fueron los cuentos, propios y ajenos, reunidos en las antologías que lanzaron a la Generación del 50. Pero pronto a Lafourcade le bastaron sus propias obras para ofrecer una variedad de enfoques muy rara de encontrar en el catálogo de un mismo autor. ¿Qué tienen en común sus dos novelas de 1959, Para subir al cielo, dedicada al desgarro entre el amor divino y el amor profano en un Valparaíso del que se convirtió en libro emblemático, y La fiesta del rey Acab, sátira feroz de la dictadura de Trujillo en Santo Domingo? ¿Y qué las vincula a la siguiente, El príncipe y las ovejas (1961), tan alejada del criollismo que transcurre en la Costa Azul, donde el mundano demonio Mardus y el ex seminarista Lanzarote se disputan el alma de la poseída Valérie en una especie de folletín metafísico? ¿O a Invención a dos voces (1963), donde el autor traspone su experiencia de los enloquecidos Estados Unidos de los 60 en una enloquecida carrera a Nueva York que deja a su paso varios cadáveres, incluido el de una muchacha convertida en muñeca para que jueguen los niños? No se trata, a pesar de lo entretenido que Lafourcade pueda ser, de la preocupación por no aburrir. Ya que, a pesar de la variedad de escenarios y de géneros, hay constantes que se mantienen a lo largo de su narrativa: las referencias bíblicas y las problemáticas religiosas, manifiestas en la historia de Acab así como en los conflictos desplegados en otras novelas, la incansable pulsión sexual animando a unos personajes muy diversos entre sí, la constante ondulación entre la lírica y la sátira, o la manera de arrojar los personajes a escena casi sin presentarlos ni explicar las situaciones, dejando que sea el lector quien se oriente solo a partir de su conducta. Pero si estas constantes no producen un efecto de estabilidad sino todo lo contrario, es porque lo que una y otra vez encontramos es el enfrentamiento y las diferencias entre individuos, grupos y clases sociales incompatibles arrastrados, sin embargo, por un mismo flujo de acción y palabra, una lógica que parece responder a una brújula desquiciada pero no por eso es menos determinante en sus consecuencias, lo que se agravará en las obras que el autor compone a su regreso a Chile.
Pues Novela de Navidad (1965), Frecuencia modulada (1968), Palomita blanca (1971) o En el fondo (1973) son novelas en las que al registro inmediato de la realidad social del momento en Santiago, ya se trate de la vida de los niños de la calle, la picaresca nocturna, la llegada de Allende al gobierno o su incierta vía al socialismo, se superpone un lenguaje que, contra el paisaje unificado que podía pintar el viejo "criollismo", hace estallar todas las irreconciliables diferencias y distancias hasta entonces latentes y que ahora, como en el país, ya no pueden ocultarse por más voluntad ideológica o de censura que se opongan. Variaciones sobre el tema de Nastasia Filippovna y el príncipe Mishkin (1975), en su audaz trasposición del triángulo entre el violento Rogozhin, el idealista Mishkin y la díscola Nastasia de San Petersburgo a Santiago, va aún más allá en su puesta al rojo vivo de la dificultad o imposibilidad de conciliación y es quizás la obra maestra secreta de este convulso período.
Siguieron otras ficciones más transparentemente políticas, aunque no menos provocadoras: Tres terroristas (1978), donde un rico venezolano, una chilena educada por las monjas y un ex seminarista uruguayo, refugiados en la embajada argentina de Chile, repasan su militancia política y reflexionan sobre su desvío del destino para el que fueron educados; Adiós al Führer (1982), narrada por el ex comandante nazi Martin Bormann, quien cuenta su fuga de Alemania acompañado por Hitler y Goebbels y la lamentable supervivencia de los tres en el Chile actual; o El gran taimado (1984), donde el ataque a un Pinochet que se defiende como gato de espaldas del paso del tiempo y de la resistencia que finalmente se levanta contra él se manifiesta ya sin máscaras apenas.
Resulta difícil pensar en un novelista de esta fuerza ocupando el extenso sitio de un jurado de televisión. Es decir, interpretar este grado de integración en un disidente, "anarcocapitalista", como lo llamó, bromeando, Neruda. Pero la negativa a separar lo culto de lo popular, la posibilidad cierta, en una época que coincidió con el de la gestación de su obra, de levantar esa frontera antes de que el conformismo generalizado sustituyera el autoritarismo académico por la demagogia mediática, es un eje en la literatura de Lafourcade y puede servir de justificación a su actitud desprejuiciada. En las novelas de su último período, desde Las señales van hacia el sur (1988), en la que el narrador da cuenta de la fracasada búsqueda espiritual de su amigo David, perdido entre drogas y alcohol en los Estados Unidos cuando aún podría recibir la rechazada herencia de su madre, o Mano Bendita (1993), finalista del Premio Planeta, en que un viejo campeón de box evoca el Santiago de sus días gloriosos en contraste con los difíciles años de su retiro, hasta El inesperado (2004), biografía novelada del paradigma de los poetas rebeldes, Arthur Rimbaud, último esfuerzo literario del autor antes de su retiro, se produce una suerte de mirada retrospectiva que reencuentra algunos de sus temas iniciales, como la religiosidad, el destino singular y la poesía. Las experiencias narradas suelen parecerse a las de obras anteriores, pero su exposición tiene otra distancia y otro sosiego, desprovisto ya de la urgencia de los tiempos de Palomita blanca, cuando Lafourcade trasponía unos hechos que estaban teniendo lugar prácticamente mientras escribía.
La obra de Enrique Lafourcade se encuentra cerrada desde 2004. Sin embargo, su vastedad todavía nos desborda. Parte de ella puede considerarse, además de por su valor literario, casi como un documento histórico del estado de la cultura durante una época de grandes mutaciones en el marco de una violencia singular: la del american way of life retratado de manera alucinatoria en Invención a dos voces, la satirizada en La fiesta del rey Acab o en El gran taimado, o la que amenaza y eventualmente estalla en el Chile socialista de Palomita blanca o En el fondo. Pero queda además un ejemplo que en toda época puede ser reivindicado y es digno de emulación: el de su atrevimiento, que le permitió sostener el difícil desafío al realismo burgués con que se iniciara hasta sus últimos libros y desarrollar así una ficción libre de estereotipos, o sea, capaz de crear sus propios arquetipos. Los lectores de hoy y mañana pueden seguir encontrando allí mundos cuya puerta no se abre en ninguna otra parte.