Me persiguen los anti-héroes. Mas, afirmo que los héroes son justamente los anti-héroes, esos seres moribundos insertos en el gran yo colectivo. Pienso en Lord Jim y sus hermanos. Los héroes anti-héroes vagan, fantasmales, por la tierra. Al menos, por la tierra de la memoria. Pero, ¿cómo advertirlos para celebrarlos?
Peregrino a Charleville
Escribí sobre esto varias veces. Encuentro rastros de un viaje que hiciera hace más de 25 años, a visitar a Juan Arturo, el desesperado. Me estaba penando, "comme d'habitude". Llegamos en el atardecer, con dos grados bajo cero, nieblas, atravesando bosques de coníferas. Ese sábado la Gran Place estaba encendida, olorosa, viejos tabacos turcos, holandeses, cubanos. Bellísima con sus arcos y sus adoquines simétricos, donde se extendían los mercados de quesos, de endibias, de frutas secas, de nueces y pájaros. Pajarería encerrada revoloteando entre acelgas y coliflores. Y flores, sobre todo flores, tulipanes y violetas, jacintos fragantes. ¿Qué hacían allí, tan temprano? Quizá ya había concluido el invierno. Ramilletes de dafnes, de muguet. Y puestos de libros viejos y casacas militares y vitrinas donde vendían condecoraciones de la guerra del 14. Y pirámides de champiñones y morilles y otros hongos malvas ocres, celestes, misteriosos.
La Grand Place, conjunción de simetrías puras, con sus mansardas, sus techos de pizarra grises, puro siglo XVII, estructurada en la sucesión de pórtales con pequeños cafés y pastelerías. Allí se avituallaban. Ese fue el sitio. Bares de vinos rojos, jugadores de ajedrez. Quizá Juan Arturo escribió en una de esas mesas de hierro y mármol, fumando su pipa de yeso, bebiendo la cerveza dorada. Su pipa flaca e insolente, él, joven y bello, extranjeros entre sus vecinos, en otra parte, como lo estuviera siempre.
Preguntábamos por el cementerio. Las edificaciones lo habían encerrado. Bloques de edificios por todas partes. Laudas de mármol y ferreterías lujosas. La tumba de Jean-Nicolás-Arthur Rimbaud, casi elegante para un poeta. Compartida con su hermana Isabel y con su madre. Vi un tulipán natural, envuelto en plástico, sobre esa lápida. Alguien como nosotros tal vez ("me pregunto qué habría sido de mi vida si no hubiera conocido a Rimbaud", cuenta Reverdy). El tributo de una muchacha que soñaba, de un lector asustado. Hacía mucho frío. Veo unos pensamientos raquíticos, quemados por la nieve, blancos sobre blanco. Me robo dos o tres y los meto entre las hojas de un libro. Advierto una corona de bronce con unas bellas rosas de porcelana. No resisto. Acúsome padre de haber robado una de estas rosas. Desde entonces, la deuda con el poeta.
En el "Café Royal"
Pero no estaba allí la huella definitiva, la emanación suave. Sino en la Grand Place, en el "Café Royal", en los ojos y en la voz de ese viejo sarmentoso que bebía aguardiente y al cual le pregunté por el Museo Rimbaud. Y él, orgullosísimo, me acompañó unos pasos, abandonó su grupo, me indicó entre los altos de lechugas, castañas, patos y carnes sonrosadas, el fondo de una calle, un edificio señorial, entre exclamaciones sobre "le poéte", como si éste hubiera sido un compañero de juegos, olvidando tal vez que su abuelo con otros ancianos del lugar pudieron haber integrado esa raza de lapidadores. ¿Qué pudo haber hecho un adolescente en medio de ese orden? ¿Un niño que vivía entre el sueño y los ensueños? ¿Qué otra podía haber hecho sino huir?
La tibia burguesía
En el museo no había demasiado que ver. Cartas, algunos manuscritos, copias de cuadros, el de Fantin Latour, ese que muestra a Rimbaud hirsuto, afiebrado, arrogante, junto a Verlaine y otros amigos, haciendo "vida literaria". Vi, además, una terrible serie de pinturas estilo "homenaje a" hechas por aficionados. Ya casi era de noche. Los mercaderes de la Grand Place comenzaban a guardar sus tesoros. Los campanarios, a sonar sus campanas. Hubo que abandonar Charleville en dirección a Luxemburgo. Hora del aperitivo y del dominó. Las casas se cierran y adentro se está bien, hay calor, se reza, la chimenea está encendida, la familia está encendida.
Mientras Rimbaud huye con sus enormes pies, va a París varias veces caminando, recorre Europa, huye hacia el Oriente, quiere luchar en el ejército colonial holandés para ganar dinero. Busca exterminarse en una cantera en Chipre, o irse secando en Aden, en Harrar. Hacer dinero, ahorrarlo, comprar tierras en su lugar, en Roche, o en las afueras de Charleville, ser un propietario y casarse y tener hijos. Le escribe a su madre, a su hermana Isabel: "podría ir a casarme entre ustedes, en la primavera próxima". Le dice a Isabel: "¿Creen que pueda encontrar alguien que consienta en seguirme en mis viajes? Ese "alguien" resuena increíble, tristísimo. Rimbaud tiene oro. Se mueve entre Aden y Harrar, dos infiernos. Especialmente Aden. El se acercó a la ciudad por su sonido. Los ingleses la llamaban "Eden" y él oía "Edén". Rimbaud se movía dirigiendo sus caravanas de camellos y mulas, con su cinturón cargado de monedas de oro, armado, hermético. "Se vuelve uno cada vez más avaro aquí, es espantoso", le explica a un amigo. Isabel tendría que resolverle el problema, elegirle la novia, la esposa.
En Harrar (¡Hárrar! ¡Horror!) vivió con una bella muchacha negra, alta y de bella sonrisa, de una piel negra púrpura. Ella tenía 12 o 14 años. Se la llevó a Aden, la puso en un colegio de misioneras para que aprendiera francés y a usar zapatos. La pasión duró dos años. Pero algo andaba mal. Su amada añoraba las grandes llanuras, las praderas, llenas de leones y gacelas. El, su pueblo, su casa. La novia no cesaba de llorar cuando él partía con sus caravanas a
vender café, nuez moscada, pieles, fusiles, sándalo, marfil, clavo de olor. Las monjitas del convento se asustan. La novia del Extranjero que no hablaba nunca, y de la que se ignora todo, incluso su nombre, se estaba desvaneciendo. Rimbaud la encuentra casi muerta. Revive al verlo. Ella fumaba sin cesar. El la cuida. Le lee Historia de Francia, la hace reír. Tenían un departamento en Aden, con azotea. Subían a ver las estrellas. Pero ella no para de soñar con leones que van a devorarla, con sus hermanos dispersos. Oye tambores que parecen llamarla. Un día, el poeta la provee de algún dinero y la envía de vuelta a la selva. No se sabe mucho sobre esta mujer. Nada, en verdad. Referencias a ella en algunas cartas. Originaria del Tigré, de la tribu galla. "Era muy dulce... él quería instruirla y casarse". En otra carta: "No salía más que de noche en compañía de Rimbaud, por las calles obscuras de Aden, uno y otra hoscos y silenciosos". Según otros testimonios ella era muy alegre. Rimbaud la despide. Y recomienzan sus ansias de regresar. Ya había escrito en un texto juvenil "Mala Sangre" cosas como: "Volveré con los miembros de hierro, la piel oscura, la mirada furiosa: por mi máscara me creerán de la raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan de esos feroces inválidos que vuelven de los países cálidos".
¿Premoniciones? El Pigmalión fracasado pidiendo ayuda a su hermana para encontrar el amor y la paz.
Extrañas preguntas
Lo que yo me preguntaba esa noche avanzando hacia Luxemburgo entre hielos y escarchas era el sentido de la rebelión de un hombre. Rimbaud atraviesa Francia desde Marsella hasta la granja de su madre, ya sin su pierna gangrenada, acurrucado en un vagón de tren entre dolores y sueños. Tiene los cabellos blancos, está en los huesos. Aún conserva su mirada azul de galo acosado. Al pasar por París su hermana le propone un descanso, tal vez ver a algunos amigos. "Eres el poeta más famoso de París, de Francia", le explica. Por obra y gracia de Verlaine que no cesa de escribir sobre su amigo, de publicarle su obra dispersa. El se niega. El feroz inválido está muerto hace muchos años. Isabel le habla de poesía y honores. El hace planes agrícolas mirando los campos de su madre. Le lleva oro. El 25 de junio de 1891, consciente de que su tumor canceroso sigue avanzando, escribe: "Nuestra vida es una miseria, una miseria sin fin. ¿Para qué existimos, entonces?".
¿Dejó una obra abandonada en Harrar, en Aden? Según uno de sus biógrafos, Enid Starkie, Rimbaud no cesó de escribir nunca, en sus horas muertas, después de las fatigas de traer y llevar sus caravanas con fusiles, carne seca, café, placas de sal, azafrán. ¿Que habría abandonado varios baúles llenos de manuscritos? ¿La rebelión de un ser humano? Tal vez no sean sus agonías, su vida de autolaceraciones, el sentirse sucio y culpable ante su madre y sus hermanos. Quizá la rebelión se rebele contra este modo de vivirla. Hoy, podríamos creerle más a Saint-Exupéry que a Rimbaud o que a Camus. El primero afirmó que la rebelión era: "Tener un deber sencillo que cumplir".
Indignación privada
Vi, de las varias películas que se han filmado sobre Rimbaud, la que le hicieron los mercaderes de Hollywood. Con un relamido y azucarado Rimbaud, ese tal Di Caprio con su rostro de guagua querubínica.
Todo o casi todo es una burda falsificación. ¿Que se amaron con Verlaine, mutuamente deslumbrados por sus talentos? Sí. ¿Que Rimbaud era homosexual? No. Era un niño que descubría su cuerpo y por timidez. "Oisive jeunesse/ a tout asservie (Par délicatesse) J'ai perdu ma vie..."
Miedo al otro, a las mujeres, sobre todo. ¿Qué mujer podría reemplazar a su madre? El odio-amor por su madre, por su hermana. Intentó formar una novia africana. No pudo reformarla. Se le escapaba siempre. "Yo es otro", había escrito.
Verlaine sí lo amó hasta el fin. Lo lanzó a la fama. Verlaine era bisexual. Rimbaud fue el ángel exterminador. Recuerdo, hace años, en una comida en mi casa con Borges y Nicanor Parra, haberle escuchado al primero
palabras muy rotundas sobre el talento de Verlaine. "Muy superior a Rimbaud" dijo. No pude estar de acuerdo. Aunque sí, acercándome algo más a la obra del primero, lo descubro con alguna sorpresa. Pero Verlaine es una capilla para los caminantes. Y Rimbaud una catedral para los desesperados. Cuando pienso que la gente joven pasa por esos tiempos de esplendores sin haber siquiera sospechado que existió un Rimbaud, el estepario absoluto, el luminoso desesperado...
Verlaine no dejó de amarlo. En el camino conoció a otros hombres y a varias mujeres. Ya
anciano, divorciado, cuidado por una tal madame Krantz, se enamoró de Esther, su hija. Estaba enfermo de muerte y se lo peleaban estas dos mujeres. Llegaban los poetas amigos a homenajearlo. El gritaba que lo dejaran morir en paz.
La última noche Verlaine se cayó de la cama. Tal cual lo leen. Esas camas francesas antiguas, altas. Cayó al suelo y agonizó en la tierra. Es el único poeta en el mundo al que le sucede algo semejante. Un "caído del catre" diríamos aquí, con cierta crueldad. Darío iniciará su responso a Verlaine en el que reconocería su genio, con un entusiasta: "Padre y maestro mágico, liróforo celeste...".
Allah Kerim
Volvamos a Jean-Arthur. Tiene 37 años. Es ya un anciano. Corre del hospital de Marsella a despedirse de sus Ardenas, de esas colinas suaves, de los bosques de hayas rojas, de los pinos y arroyuelos, de las granjas bajo la lluvia, de las papas en azules y lilas floraciones, de las fresas, las muguet, las erikas. De las calles de Charleville, donde comenzó su juventud de caminante ("¿No tuve yo una juventud heroica, fabulosa?"). Tiene que volver al hospital de La Concepción, en Marsella. Allí dejó su pierna derecha, ya muerta. Lo está llamando. Ahora va a entregar lo que queda de un poeta. Su hermana Isabel no lo abandona. Se habla de una conversión al cristianismo. Paul Claudel insiste en ello. Al parecer, la fe de su
infancia había sido suplantada. Moribundo, repite sin cesar, como los musulmanes, Allah Kerim. En el coma, gritaba llamando a Djami, su joven criado africano. La víspera de su muerte dicta una carta, para reservar un pasaje a bordo de un buque que viaja a Abisinia. "Yo estoy completamente paralizado —explica—, por eso deseo encontrarme cuanto antes a bordo. Dígame a qué hora debo ser transportado a bordo". Esto pasó el 10 de noviembre de 1891. El barco de la muerte lo recibió como a un vikingo.
La rosa de porcelana que sustraje de su tumba se la regalé, años después, a mi hijo Octavio, tan parecido físicamente a
Rimbaud, a su manera un solitario refugiado en su laúd, vagando por Europa. Le expliqué el origen. Prometió guardarla y quererla.
Años más tarde tuve que correr a un hospital de España; Octavio había sido arrastrado por un tren. Estaba casi moribundo. Perdió una pierna. ¿Simetrías? Con algún estremecimiento me sentí culpable de algo, que aún no logro entender. Octavio, recuperado plenamente, toca laúd mejor que nunca. Tal vez con alguna tristeza. Como si dos personas tañieran ese instrumento. Como si Rimbaud le hablara desde su poesía. Así es esta vida. Todos parecemos ayudarnos. Quizá, todos nos ayudamos.
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Rimbaud, el Bello Desesperado.
Entre la Tibia Burguesía y la Acción Suicida.
Memorias sobre el fundador de la nueva poesía en este mundo.
Por Enrique Lafourcade
Publicado en EL MERCURIO, 18 de febrero de 2001