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Recordando sin ira a la Generación del 50

Por Enrique Lafourcade
El Mercurio, Domingo 11 de Mayo de 2003

 


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Grandes escritores, con premios y otros sin ninguno. Definitivos en nuestra literatura, con sus nuevas voces, sus curiosidades por la literatura experimental europea y norteamericana. José Donoso, Jorge Edwards, Claudio Giaconi, Pablo García, Fernando Emmerich, Luis A. Heiremans, Enrique Lihn, Alberto Rubio, Alejandro Jodorowsky, David Rosenmann, Jorge Teillier y muchos más... ¿Vamos a olvidarlos tan pronto?


Miro y escarbo en un viejo libro, la "Antología del Nuevo Cuento Chileno", de mi autoría, editado en 1954 por Zig-Zag, texto fundacional de eso que se llamó "La Generación del 50". 

Quedan muy pocos. ¿Qué fue lo que fundamos? Nada. Éramos entonces, y aún lo somos, uno por uno. Decidimos en un momento de soledad conformarnos en una generación, en una sociedad de amigos para soñar juntos. ¿Qué mejor pretexto que este de participar en una Antología de Cuentos? En lo que, por supuesto, imitábamos a otros escritores, a otras generaciones. En los pasos de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim y su controvertida "Antología de Poesía Chilena Nueva", Zig-Zag, 1935. En ese libro omitieron a Gabriela Mistral y a varios enemigos de Huidobro, quien, desde las sombras, eligió a los talentos. Gran escándalo. Mucho menor el de nuestro libro, formado por desconocidos.

Éramos cuentistas. Hijos, nietos, de emigrantes. Convoqué a mis amigos que acudieron con sus trabajos. Veinticuatro, dos docenas. Rompiendo una tradición, no me incluí entre los escritores, aunque hice un lamentable prólogo al libro, anunciando las dos docenas de talentos que llegaban a renovar nuestras letras.

Del libro en cuestión, tres italianos: Armando Cassígoli, Claudio Giaconi y Enrique Moletto (se puso Molleto para que no supieran en su familia que el heredero de una gran industria textil se dedicaba a escribir cuentos).

Dos franceses: Luis A. Heiremans y quien esto escribe. Años más tarde se agregaría a este grupo Jorge Teillier. Cuatro alemanes: Fernando Emmerich, María Elena Gertner, David Rosenmann y Herbert Müller. Dos ingleses: Enrique Lihn y Jorge Edwards, y un ruso, Alejandro Jodorowsky. Ninguno sabía - o sentía- que era vagamente extranjero. Entiéndase que éramos hijos o nietos de extranjeros. Por cierto en el libro estaban algunos hispanos, como Margarita Aguirre, Fernando Balmaceda, José Donoso, Alfonso Echeverría, Mario Espinoza, César R. Guerra, Yolanda Gutiérrez, Pilar Larraín, Jaime Laso, Gloria Montaldo, Alberto Rubio y María E. Sanhueza. La publicación y la crítica de esta obra, más ciertas escandalosas presentaciones públicas, produjeron gran alboroto.

Hoy, nadie sabe a ciencia cierta qué sucedió con estos talentos. ¿Cuántos sobrevivieron al hambre de la gloria? Mejor no paso lista. Como diría Neruda: "La poderosa muerte me invitó muchas veces". De la Generación del 50 - a la que rotundos contradictores llamaran "La Degeneración del 50" y otros "La Generación del 5%"- deben quedar vivos unos ocho.

Sabíamos que no éramos inmortales. Al atardecer, suelo divisar en el fondo de un café, por el barrio Lastarria, a Claudio Giaconi. No, no es un fantasma. Según mis informaciones, Jorge Edwards, Enrique Moletto, Fernando Emmerich, Fernando Balmaceda, María Elena Gertner y Alejandro Jodorowsky están vivos. Algunos de ellos, paladeando el éxito. Sí, nuestras vidas son los ríos. Pero están hechas no de agua, sino de tiempo. Y de trabajos felices, imperceptibles. Por algún motivo personal llamo trabajo feliz a la literatura, a la poesía, al arte todo. Cuando lo hacemos nuestro como el aire, transformándolo en otro modo de respiración.

Y esta Generación del 50, a la que recuerdo evitando que se me piante un lagrimón, hizo sus trabajos. Había talento. Hay.

Parece que fue ayer

El tiempo es como mi gato gris-azul: no se nota. Apenas maúlla. Siempre parece estar ausente. Pero late adentro, es mauloso, le gusta jugar como el gato maula con el mísero ratón. Borges es mi gato, buen cazador de ratas. No ha mucho llegó a dejar su ofrenda, cola y cabeza de dos ratones de monte, de cerro, del cerro San Luis. Con tanto alboroto de empresas constructoras que están erosionándolo, deshaciendo sus flancos con dinamita, arrojando rocas a los edificios próximos, el cerro ya no es refugio tranquilo, ni siquiera para apacibles colonias de roedores que han vivido allí. Sin invadir las casas. Son ratas finas, del Club de Golf y los bosquecillos de jardines.

E1 libro que da lugar a estas divagaciones me devuelve. Tal vez vivimos regresando. Era Píndaro, si recuerdo bien, quien decía: "La vida es el sueño de una sombra". Bien dicho. Los chicos del 50. Adolescentes y sonrosados, conmovidos con las aventuras del Gran Meaulnes, con las desventuras de Rilke. Vamos por parte, "la emoción se me sube a la cabeza", como diría Nicanor Parra, uno de nuestros distraídos gurúes. Enrique Lihn envuelto en Kafka. Jaime Laso, llorando por el Forestal, leyendo a Camus. Apocalípticos y dionisíacos. Todos soñando con la fuga. Europa, las viejas catedrales, los museos y las ruinas, tras las huellas de Ulises y de Malcolm Lowry y Hart Crane. Los que despreciaban a Marcel Proust y amaban a Dostoievski. Adoradores de George Trakl y Vladimir, de Maiacovski y Cesare Pavese y de todos los suicidas. ¡Generación del 50! ¿Por qué no te detuviste, cuando eras tan bella? Crane y Lowry se arrojaron de los buques en que regresaban a Ítaca, al mar. El alcohol, la soledad. Nosotros bebíamos leche, jugos de fruta y algo de cerveza. En ocasiones especiales, vino. Sufríamos para amar mejor. Amábamos para sufrir. En el Forestal aparecían algunas prerrafaelistas, ciertas venecianas inalcanzables que buscaban nobles burgueses. Era un parque elegante, entonces. Por lo menos, limpio y seguro. Algunos de nuestros amigos poetas solían dormir allí, en cálidas noches de verano.

El sueño rimbaudiano

Teníamos listo nuestro maletín de viaje. Abandonar el hogar, los padres, correr a las ciudades sagradas, buscar gurúes. Jodorowsky entra a París, pasada la medianoche y corre a llamar por teléfono a Breton. Según Jodorowsky, el propio Gran Papa Negro del Surrealismo lo atendió interrumpiéndole muy enojado sus gritos de: "¡Maestro, maestro! ¡Vengo a unirme a tu causa!" o algo parecido, con un feroz:

- ¡Mire, joven! ¡éstas no son horas para llamar a nadie!

La primera Antología del 50 traía algunos cuentos excelentes. No todos, por cierto. Recuerdo al paso "El ángel muerde sus cadenas", de Pablo García. Y "China", de José Donoso. Inolvidable "Aquí no ha pasado nada", de Claudio Giaconi. En la casi académica literatura chilena de mediados del siglo XX, con muchos relatos didácticos, varios edificantes y de visibles catequesis religiosas, costumbristas, políticas, estos aprendices arremetían con asuntos y prosas de alto rango estético. Nos dieron duro. Éramos anarquistas, endemoniados, con mala ortografía y peor gramática. Tuvimos dos o tres defensores, encabezados por Ricardo Latcham y Francisco Dussuel. Titubeante, Hernán Díaz Arrieta.

Una tradición literaria controlada por la Academia de la Lengua, y por historiadores y profesores de Castellano, trató de ponernos en nuestros lugares. ¿Cuáles eran éstos? Por algún motivo que jamás entendí, Eduardo Anguita nos fustigó en varios artículos. Neruda nos bendijo sin gran entusiasmo. Lo que ignoraban los consagrados, los premios nacionales, era que no había tal generación, ni grupo hermético, con programas y metas claras. Como lo probamos cuando se iniciaron las fugas. A Francia, a Italia, a Estados Unidos, a España. A Inglaterra. A China. A ciudades del norte y del sur de Chile. Al fondo-fondo de una vieja casa de un antiguo barrio de Santiago. Cuesta nombrarlos. Todo hecho cenizas, casas y poetas. Casi todo. "La muerte que no puede vivir sin nosotros" - nos había enseñado Huidobro.

Libros, poemas volanderos, memorias de lentas conversaciones y paseos por la noche de Santiago, y viajes en autobuses por los pueblos de Chile, en trenes, en camiones. Muchos de estos escritores eran afuerinos, de Tocopilla, de Curicó, de Lautaro. Dejamos novelas, libros de cuentos, de poesías, obras de teatro como los extraordinarios trabajos de Luis A. Heiremans. ¿Nadie ha pensado en representarlos hoy en que la televisión se llena de improvisados y mediocres dramaturgos? Los poemas neo-vallejianos de Alberto Rubio, su soneto "Señoriales señoras" en verdad deslumbrante, con versos como:

¡Alto departamento que brilla allá en los cielos!

Los balcones se asoman, silenciosos y solos y más adentro de ellos las señoras conversan, sentadas mutuamente, señoriales y altas".

Cuando en verdad sí existían esos departamentos frente al Forestal y en calles elegantes del Santiago antiguo, donde actuaban unas refinadas y afrancesadas viudas millonarias junto a linajudas solteronas y a esposas de grandes empresarios y políticos. La Generación del 50, salvo, tal vez, José Donoso, que perecía por estas aristocráticas veteranas, no llegó a conocerlos. Ni habríamos ido. Secretamente prefe-ríamos los cafés, las cervecerías, los bares de los viejos barrios. Rubio y el poeta David Rosenmann Taub chisporroteaban con sus creaciones. "Amor mío, mi amor, por fin te quiero!/ como debía yo haberte querido/ siempre/ siempre, mi amor, mi amor querido:/ sólo sé que te quiero, que te quiero" - empezaba un excelente poema erótico de Rosenmann Taub. Investigamos a la destinataria a la que le decía: "Quiero saber que me amas, amor mío/ labio con labio, entrega y derrotero/ lengua de amor en gozo verdadero/ alegría de entrañas, amor mío". No faltó el humorista que nos aseguró que la musa era un muso, que se trataba de otro hombre. Hoy, famoso escritor. Según Luis Oyarzún, que investigó el asunto, descubrió fundamentos para sostener esta teoría. Luis solía citar versos como: "¡Oh tu pelo! En tu pelo/ se me antojara/ enloquecer...".

Nosotros solíamos reír a gritos de estos específicos versos-gemidos eróticos. La risa aumentó con los años, ya que su hipotético muso se quedó enteramente pelado. Lo que fuera esta verdad, lo cierto es que Rosenmann Taub junto a Rubio y, tal vez, Enrique Lihn, aparecen como cumbres líricas mayores de esta Generación del 50.

Ya casi no quedan

Se desvanecieron. Nos estamos borrando. La muerte, esa mala costumbre que todos tenemos. Mi Antología, amarilla de tiempo, a la que le falta la última página, alcanzará a despedirnos. ¿Nosotros?

¡Contento, Señor, contento! - como decía el padre Hurtado. O, si prefieren, con las palabras finales del maravilloso cuento de Katherine Mansfield "Casa de muñecas":

- Vi la lamparita.

 


 



 

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El Mercurio, Domingo 11 de Mayo de 2003