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Lihn: El arte de la palabra
Por Diego Zuñiga
Publicado en Qué Pasa, 11 de Enero de 2018
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Cuando Enrique Lihn supo que iba a morir, en marzo de 1988, empezó a escribir un diario de esos últimos días, un diario de muerte. Pidió a los doctores que no le dieran ningún medicamento contra el cáncer que le hiciera perder la lucidez —probablemente uno de sus mayores atributos— y escribió todo lo que pudo.
La crítica Adriana Valdés —quien fue una de las personas que lo acompañaron hasta el final— cuenta en un ensayo conmovedor sobre esos últimos meses de Lihn, y recuerda una imagen brutal que resume, en parte, el vínculo del poeta con la escritura, con la literatura.
Lihn sabía que escribía contra el tiempo, contra la muerte, así que no podía perder ni un segundo. Sin embargo, a veces las fuerzas no eran suficientes y entraba en un delirio que no le permitía avanzar en su empresa. Cuenta Valdés que estando en cama, Lihn perdía tantas veces el lápiz, que un día le pidió que se lo amarrara a su muñeca.
Detengámonos en esa imagen: un moribundo que escribe un libro sobre lo que significa estar desahuciado, pertenecer al mundo de los enfermos, al mundo de los que se van. Un moribundo que repasa su vida, que se enfrenta a la muerte con un lápiz amarrado a su muñeca.
Cuenta Valdés:
“Una mañana, cerca del final, la enfermera llamó a mi oficina (…). Enrique quería que lo vistieran: estaba desesperado por eso; quería salir. Le dije a ella que no lo contrariara, y partí a verlo. Estaba parado al lado de una mesa. Tenía puesto un traje que le colgaba, camisa, calcetines, zapatos. Había enflaquecido muchísimo. De la muñeca colgaba su lápiz. Y con los ojos muy abiertos, se le veía desorientado
—había hecho el gesto de levantarse, y luego, como al querer dictar los poemas que no alcanzaba a escribir, había perdido el impulso. Si no hubiéramos estado en un tercer piso sin ascensor, tal vez podría haberlo llevado en auto algunas cuadras. Pero allí sólo pudo tenderse otra vez, vestido, mirando hacia arriba.
Parado cuando llegué, con ese traje y esos ojos —y ese lápiz colgándole de la muñeca—, parecía un reportero de la muerte, pensé después. Se había levantado para trabajar”.
Lihn resistió los dolores del cáncer con estoicismo por casi cuatro meses hasta que ya no pudo más; perdió la conciencia y en un estado semicomatoso fue apagándose lentamente: murió el 10 de julio de 1988, horas después de que le entregara a Valdés el manuscrito de ese diario que iba a ser su último libro: Diario de muerte.
Han pasado ya casi 30 años desde que Lihn se fue, y sin embargo sus libros no han dejado de reeditarse en estas últimas décadas: su poesía, su narrativa, sus textos sobre arte, sus cartas. De hecho, en estas semanas nos encontramos en el mesón de novedades de las librerías con dos títulos de él: la reedición de Pena de extrañamiento (Ediciones UDP), uno de sus libros que mejor registra su madurez creativa, y Porque escribí (Fondo de Cultura Económica), una antología de su poesía, publicada originalmente en 1995, que fue durante muchos años la única forma de acceder a parte importante de su obra poética; hoy acaban de reeditarla en una versión aumentada. Y vendrán más publicaciones.
Difícil pensar en otro escritor chileno que a tantos años de su desaparición siga tan vigente, tan actual, tan necesario.
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“No me voy de esta ciudad con la resignación de los visitantes en tránsito/ Me dejo atar, fascinado por ella/ a los recuerdos del presente:/ cosas que no tuvieron, por definición, un futuro/ pero que, ciertamente, llegaron a envejecer, pues las dejo a sabiendas/ de que son, tal vez, las últimas elaboraciones del deseo/ los caprichos lábiles que preanuncian la vejez”…
Así empieza “Pena de extrañamiento”, el poema que abre el libro homónimo, publicado originalmente en 1986, y que funciona como el registro de distintos viajes que realizó Lihn entre los 70 y los 80, donde plasmó las preocupaciones que marcaron su poesía de aquellos años: calles, parques, museos, ciudades y mujeres que aparecen y desaparecen en estas páginas, Joseph Cornell y Kandinsky, Nueva York y su soledad, Barcelona y la noche, Santiago y su lugar de origen, desolado, oscuro, como una pesadilla.
—Aquí hay un Lihn más descarnado, un Lihn con menos adorno, más directo— dice Matías Rivas, director de Ediciones UDP y quien ha sido uno de los responsables de que una buena parte de la obra de Lihn se haya reeditado en estos últimos años. En Ediciones UDP, de hecho, cuentan con once de sus títulos: en 2017 publicaron sus Cuentos reunidos, y si nos remontamos al origen de la editorial, descubrimos que el segundo título de su prestigiosa colección dedicada a la poesía fue El Paseo Ahumada, libro clave de Lihn que publicaron en 2004 y que era, en ese entonces, imposible de conseguir.
—Era quizá su libro más mítico, casi no se conocía. Además que en ese tiempo se hablaba de Lihn como un poeta intelectual, y para mí era bastante animal, con una potencia emotiva tremenda, conectado con la calle, y ese libro lo muestra así —explica Rivas, quien adelanta que probablemente este año publiquen la poesía reunida de Lihn en su colección Poesía Iberoamericana, donde compartirá catálogo junto a César Vallejo, Nicanor Parra, Idea Vilariño y Ernesto Cardenal, entre otros.
A fines del año pasado, además, la Universidad Diego Portales inauguró el sitio Cultura Digital UDP, en el que están subiendo contenido digitalizado de algunos materiales que han comprado en los últimos años. Y entre esos, hay una colección dedicada a Lihn, de la cual se puede ver hoy, en línea, tres álbumes manuscritos que son realmente un lujo: poemas; anotaciones de viajes por Estados Unidos, Canadá y Perú; fotos de algún cuadro de Hopper o de ese gato hermoso y grande, Athinulis, que inspiró varios de sus poemas; dibujos y más poemas, algunos inéditos como “Lima revisited” y otros cuyas versiones finales podemos leer en Pena de extrañamiento, por ejemplo. O versos conmovedores, como esos que anotó en 1981: “El hombre y la mujer se tomaron/ de la mano mientras hablaban de otra cosa/ Sintieron que ese pequeño contacto/ otoñal los redimía de las ilusiones/ ofreciéndoles, por fin, un buen/ motivo de contraconversación/ que no los desviara de lo esencial/ en el tema/ Pudieron presentir que el invierno/ no sería nunca una estación helada”.
—Queda material por publicar —dice Rivas—. Hay mucho epistolario. Lihn escribía grandes cartas.
Y sí, lo descubrimos en 2012 cuando DasKapital publicó las cartas que le enviaba a Pedro Lastra, y lo volvimos a disfrutar en 2016 cuando Ediciones Overol lanzó el hermoso libro inédito Las cartas de Eros. Ellos mismos, este año, publicarán Diálogo de desaparecidos, una obra de teatro que escribió en los 70.
—Son cuatro diálogos. Es lo que se conserva, y será lo primero que se publicará de su teatro inédito —cuenta Andrés Florit, editor de Overol—. Su proyecto era una obra sobre los desaparecidos, pero por las circunstancias políticas de la época nunca publicó nada de eso.
A esto se sumará que en España la Editorial Candaya editará La pieza oscura, y entre junio y julio, acá en Chile, la Editorial Universidad de Valparaíso reeditará sus dos primeros libros: Nada se escurre (1949) y Poemas de este tiempo y de otro (1955). Podremos leer, entonces, a un jovencísimo Lihn, un veinteañero que unos años más tarde deslumbraría a todos con ese libro único que es, justamente, La pieza oscura. Después de eso vendrían más poemas y cuentos y novelas y textos sobre artes visuales y ensayos literarios y obras de teatro y Gerard de Pompier, y performances y películas y cómics. Y siempre la generosidad inmensa de un escritor lúcido, inquietante, infinito.
Pasarían los años y ese hombre con un lápiz atado a su muñeca terminaría escribiendo un diario contra la muerte, un libro devastador. Pero unos años antes de eso, en 1986, decidiría cerrar Pena de extrañamientocon uno de sus mejores poemas, y quizá la mejor forma de cerrar este texto —que en realidad es sólo el comienzo de esta conmemoración por los 30 años que se cumplen de la muerte de uno de los escritores más extraordinarios que hayan nacido en Chile— sería transcribir ese poema, titulado “Disparan en la noche”, y que dice así: “Los anónimos de siempre disparan en la noche/ a la que no se puede entrar de la que no se puede salir/ coto de caza y placer de las hienas/ Los leones mismos se pervertirían si tuvieran como ellas la exclusividad de la selva/ Suenan esos disparos como algodón en los oídos/ empapados de nuestra sordera son el éter que nos trae la noche/ y henos aquí tendidos en nuestros lechos de operaciones/ Mañana habrá muertos, eso es todo/ Mejor que se guarden la noticia/ Por sus prontuarios no los conoceréis./ Un coto de caza del tamaño del país/ para que no haya que darle explicaciones a nadie./ Se descansa en la prohibición de entrar en la zona de peligro/ el corazón, órgano del miedo, funciona bien bajo las balas del éter/ Dormir en paz, ya que no lo hacen los muertos. /Estas líneas fueron escritas/ con el canto de la goma de borrar”.