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Enrique Lihn. El circo en llamas. Ed. de Germán Marín.
Santiago de Chile. LOM ediciones. 1997.

Por Niall Binns
Universidad Complutense de Madrid
En Anales de Literatura Hispanoamericana, 1998, N°27



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Enrique Lihn (Chile, 1929-1988) es conocido principalmente por su poesía atormentada, autorreflexiva, despiadadamente crítica de sí misma, de su hablante, de la literatura y del mundo, que tuvo su apogeo en los años 60 con los libros La pieza oscura (1963), Poesía de paso (Premio Casa de las Américas, 1966). Escrito en Cuba y La musiquilla de las pobres esferas (ambos de 1969): poesía de tono conversacional, intensa, desmitificadora de los mitos de la chilenidad y el paraíso perdido de la infancia, participante crítica en la inflación política de esos años; una poesía de acuerdo con los tiempos, que constituye, junto a la de Juan Gelman, José Emilio Pacheco y Antonio Cisneros, quizás la más importante novedad de su época. Algunos habrán leído (o intentado leer) dos laboriosas novelas, La orquesta de cristal (1976) y El arte de la palabra (1980), que arrastran el lastre de las aficiones de Lihn por la teoría francesa: su narrativa más digerible, más interesante (a mi juicio) se encuentra en su primer libro de cuentos, Agua de arroz (1964).

Los ensayos de Lihn, en cambio, son poco conocidos; aparecieron periódicamente (o no aparecieron: hay varios inéditos en este libro) de modo disperso, en revistas y periódicos de diversos países, y hasta ahora nunca se habían reunido en un libro. Este circo en llamas recoge casi setecientas páginas de ensayos sobre temas literarios, que muestran una torturada lucha con y contra la obra propia y la ajena, una amplia muestra de lo que Germán Marín, en su prólogo, llama «un verbo en ignición que, aparte de tragarse a las fieras, a los saltimbanquis, a las ecuyéres, a los domadores, pertenecientes a ese circo nacional, (...) comenzaba también a devorar al autor en su propia tinta».

Marín se refiere a la «lucidez crítica» de Lihn, emparentándola en Chile con la de Gabriela Mistral (y con «breves momentos reflexivos» de Huidobro y Neruda), y en Hispanoamérica con la de Vallejo, Borges, Lezama y Paz. Pero quizás no sea lucidez lo que hay en estas páginas, sino una inteligencia angustiada, oscura, discrepante (el suyo fue un izquierdismo de los más díscolos), a veces cínica, frecuentemente agresiva contra escritores sobrevalorados (a su juicio) o mitificados, agresiva a la vez contra sus propias complacencias, una inteligencia que vuelve y re-vuelve cuestionándose sobre las mismas dudas, las mismas angustias existenciales y literarias. Esta implicación casi visceral del poeta en los temas que abarca y en el propio acto de escribir, resulta contagiosa para el lector, que se siente absorbido por las obsesiones del autor, incómodamente envuelto en la pesada trama que se va construyendo.

Lihn es un ensayista en guerra con los hombres, en guerra con sus entrañas, en guerra con su escritura, con la de su país, y con la de su continente, que sufre, a su modo de ver, «un subdesarrollo cultural parejo al económico». No tiene pelos en la lengua en su búsqueda, algo narcisista, de si mismo y de su propio lugar en el devenir de la literatura chilena e hispanoamericana. Así, por ejemplo, cuando habla de la poesía de Jules Supervielle es para contrastarla con «el desierto de la poesía chilena», extraviada ésta en «las ideologías que le marcan el paso; en el prosaísmo pedrestre que viene de un total descreimiento en su importancia; en la retórica miserable, inconsciente y engreída; en el hermetismo estéril; en la sencillez chapucera» (etc.). Arremete contra todas las vacas sagradas: contra el «galicismo mental» de Darío y Huidobro, pretenciosos e irremediablemente inferiores en su relación con la cultura europea (añade, de manera muy característica: «no descarto la posibilidad de que esa relación sea también, en otro sentido, la nuestra»); contra el gran enemigo, Neruda, una presencia todopoderosa en la literatura chilena, aun cuando su poesía, después de las Residencias, tendiera a «naufraga[r] en una mera abundancia y preciosismo verbales acuñados en la superficie del lenguaje», incluso en «esa montaña de retórica llamada (...) Macchu Picchu»; contra la «colonización mental» de los surrealistas chilenos de La Mandrágora, estériles imitadores de Breton; contra la complacencia de ciertos intelectuales chilenos —y los efectos que esa complacencia pudiera desencadenar en Chile— respeto a las posturas oficiales del gobierno cubano en el caso Padilla; contra la tendencia panfletaria de la poesía del exilio, posterior al golpe militar de 1973 (en una ponencia leída en un «Encuentro de poesía chilena en Rotterdam», Lihn —provocador como siempre, en una reunión de escritores exiliados— empieza por expresar y explicar la falta de confianza que le inspiran varios de los invitados, por sus actitudes y comportamientos de dogmatismo e intolerancia).

De un modo muy ligado a estos intentos de desbrozar el panorama poético chileno del peso de las vacas sagradas, Lihn vuelca su propio galicismo o europeismo hacia la obra de Supervielle, André Breton, Tristan Tzara, Bertold Brecht, y Kafka; celebra —desde una distancia— la poesía de Gabriela Mistral («el solo nombre de la Mistral me mueve, en seguida, a sumar algunos elogios delirantes a los que se le han dedicado de generación en generación, con todos los cuales estoy de acuerdo, salvo con esa obra maestra de la huachafería: ‘la divina Gabriela’»); la de coetáneos suyos como Carlos de Rokha, Jorge Teillier (antes de un célebre desencuentro, que terminó con un fallido duelo de pistolas que Marín recuerda en su prólogo), Alberto Rubio y el peruano Carlos Germán Belli; y la de varios poetas más jóvenes, notablemente Oscar Hahn, Juan Luis Martínez, Diego Maquieira y Rodrigo Lira. Pero por encima de todos, Lihn reitera, en una serie de trabajos que comienzan con un temprano ensayo de 1951, la importancia de la obra de Nicanor Parra, y el decisivo baño de desmitificación que éste trajo a la poesía chilena. En cierto sentido, de ninguna manera mimética, Lihn se reconoce como un continuador, o al menos un diversificador de la línea marcada por Parra; de hecho, el ensayo «Autobiografía de una escritura» termina con un párrafo que enumera las varias coincidencias que existen entre su propia poesía y la del antipoeta.

El libro consiste en secciones dedicadas a ensayos y notas periodísticas sobre diversos poetas; otra que consiste en trabajos sobre la propia obra de Lihn; una sección que trata la (in)compatibilidad de la poesía y el compromiso político, particularmente en relación con el caso Padilla y la Unión Popular, y en el contexto de influyentes críticos chilenos como Alone e Ignacío Valente; hay una sección de memorabilia, que incluye algunas notas de viaje muy relacionadas con el libro Poesía de paso; otra referida a ensayos escritos por y sobre Gerardo de Pompier, alter ego de Lihn durante los años de la dictadura, que aparece en sus novelas; y una última sección de ensayos sobre narradores hispanoamericanos como Gallegos, Borges, Marechal, Rulfo, Cortázar y Lezama. Los temas, como se ve, son variadisimos; la voz del ensayista siempre crítica, discrepante, e inmersa hasta el cuello en su afán indagatorio, en sus largas y torturadas incursiones en la literatura hispanoamericana de su tiempo, y dentro del turbulento mundo de si mismo y de su obra.



 



 

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