LA PIEZA OSCURA
La mixtura del aire en la pieza oscura, como si el cielorraso hubiera amenazado
una vaga llovizna sangrienta.
De ese licor inhalamos, la nariz sucia, símbolo de inocencia y de precocidad
juntos para reanudar nuestra lucha en secreto, por no sabíamos no ignorábamos qué causa;
juego de manos y de pies, dos veces villanos, pero igualmente dulces
que una primera pérdida de sangre vengada a dientes y uñas o para una muchacha
dulces corno una primera efusión de su sangre.
Y así empezó a girar la vieja rueda—símbolo de la vida—la rueda que se atasca como si no volara,
entre una y otra generación, en un abrir de ojos brillantes y un cerrar de ojos opacos
con un imperceptible sonido musgoso.
Centrándose en su eje, a imitación de los niños que rodábamos de dos en dos, con las orejas rojas —símbolos del pudor que saborea su ofensa— rabiosamente tiernos,
la rueda dio unas vueltas en falso como en una edad anterior a la invención de la rueda
en el sentido de las manecillas del reloj y en su contrasentido.
Por un momento reinó la confusión en el tiempo. Y yo mordí, largamente en el cuello a mi prima Isabel,
en un abrir y cerrar del ojo del que todo lo ve, como en una edad anterior al pecado
pues simulábamos luchar en la creencia de que esto hacíamos; creencia rayana en la fe como el juego en la verdad
y los hechos se aventuraban apenas a desmentirnos
con las orejas rojas.
Dejamos de girar por el suelo, mi primo Angel vencedor de Paulina, mi hermana; yo de Isabel, envueltas ambas
ninfas en un capullo de frazadas que las hacía estornudar —olor a naftalina en la pelusa del fruto—.
Esas eran nuestras armas victoriosas y las suyas vencidas
confundiéndose unas con otras a modo de nidos como celdas, de celdas como abrazos, de abrazos como grillos en los pies y en las manos.
Dejamos de girar con una rara sensación de vergüenza, sin conseguir formularnos otro reproche
que el de haber postulado a un éxito tan fácil.
La rueda daba ya unas vueltas perfectas, como en la época de su aparición en el mito, como en su edad de madera recién carpintereada
con un ruido de canto de gorriones medievales;
el tiempo volaba en la buena dirección. Se lo podía oír avanzar hacia nosotros
mucho más rápido que el reloj del comedor cuyo tic-tac se enardecía por romper tanto silencio.
El tiempo volaba como para arrollarnos con un ruido de aguas espumosas más rápidas en la proximidad de la rueda del molino, con alas de gorriones —símbolos del salvaje orden libre— con todo él por único objeto desbordante
y la vida —símbolo de la rueda— se adelantaba a pasar
tempestuosamente haciendo girar la rueda a velocidad acelerada, como en una molienda de tiempo, tempestuosa.
Yo solté a mi cautiva y caí de rodillas, como sí hubiera envejecido de golpe, presa de dulce, de empalagoso pánico
como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor de su edad, la crueldad del corazón en el fruto del amor, la corrupción del fruto y luego... el carozo sangriento, afiebrado y seco.
¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó a encender la luz, más rápido que el pensamiento de las personas mayores.
Se nos buscaba ya en el interior de la casa, en las inmediaciones del molino: la pieza oscura como el claro de un bosque.
Pero siempre hubo tiempo para ganárselo a los sempiternos cazadores de niños. Cuando ellos entraron al comedor, allí estábamos los ángeles sentados a la mesa
ojeando nuestras revistas ilustradas —los hombres a un extremo, las mujeres al otro—
en un orden perfecto, anterior a la sangre.
En el contrasentido de las manecillas del reloj se desatascó la rueda antes de girar y ni siquiera nosotros pudimos encontramos a la vuelta del vértigo, cuando entramos en el tiempo
como en aguas mansas, serenamente veloces;
en ellas nos dispersamos para siempre, al igual que los restos de un mismo naufragio.
Pero una parte de mí no ha girado al compás de la rueda, a favor de la corriente.
Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas
dulcemente abrumado de imposibles presagios
y no he cumplido aún toda mi edad
ni llegaré a cumplirla como él
de una sola vez y para siempre.
THE DARK ROOM
The air's heaviness in the dark room, as if a vague bloodlike drizzle threatened to come down from the ceiling.
We inhaled some of that brew, our noses dirty, a symbol of children acting like grownups
to go on secretely with our struggle, for some cause we did and didn't know;
a game of hands and feet, twice as rough, but just as sweet as paying back tooth and nail for the first blood drawn or for a young girl
sweet as the first trickle of her blood.
And that's how the old wheel —symbol of life— began ro turn, getting stuck between one generation and the next
as if it couldn't fly off, caught in the wink
of bright and dim eyes
with an imperceptible, mossy sound.
Pulling into its center, imitating us, kids spinning around two at a time, our ears red
—symbols of a modesty that delights in its crime— furiously tender,
the wheel gave a few false turns as in the age before the invention of the wheel
clockwise, and then counter clockwise.
For a second confusion ruled over time. I slowly bit into the neck of my cousin Isabel,
in the wink of the eye of he who sees everything, as in
the age before sin
because we pretended to struggle in the belief that this is what we were doing; a belief bordering on faith as the game on truth
and the facts could hardly dare to prove us wrong
with our ears red.
We stopped rolling around on the floor, my cousin Angel winner over my sister Pauline; and I over Isabel, two nymphs
wrapped up in a cocoon of blankets that made them sneeze —the mothball smell on a fruit's downy skin—.
Those were our victorious and their defeated weapons each taken for the other, like nests for cells, cells for hugs, hugs for chains tying down hands and feet.
We stopped rolling around, overcome by a strange feeling of shame, without managing to come up with another reproach than the one for finding such an easy victory.
The wheel was already turning perfectly, as in the age it appeared in the myth, as in the day
it was first carved in wood
with a sound of medieval sparrows' song;
time was flying in the right direction. You could hear it moving toward us
quicker than the dining room clock whose ticking grew louder to break so much silence.
Time flew as if to roll us up with a sound of foaming water that rushed faster near the mill's wheel, with
sparrows' wings —symbols of savage free order—
with itself as the only overflowing thing
and life —symbol of the wheel— moved ahead to storm by making the wheel turn faster and faster,
as in a mill furiously grinding time.
I let my captive go and fell on my knees, as if I had suddenly grown old, seized by a sweet, cloying panic
as if I had known, beyond love in its prime
the heart's cruelty in the fruit of love, the fruit rotting and then... the bloody pit, feverish and dried out.
What has become of the children we were? Someone hurried to turn on the light, faster than the thoughts of grownups.
They were already looking for us inside the house,
around the mill: the room dark as a clearing in a forest.
Bur there was always time to win before the never quitting child hunters got there. When they came into the dining room there we were, angels sitting around the table,
looking at the pictures in our magazines —men at one end, women at the other—
in perfect order, before the bloodshed.
Going counter clock-wise, the wheel broke loose before it began turning and we couldn't even find each other on the other side of dizziness, when we entered time
as in calm waters, serenely quick;
we scattered ourselves forever in the waters, just like pieces of the same shipwreck.
But part of me hasn't turned in time with the wheel, gone along with the current.
Nothing is real enough for a ghost. Part of me is that boy who falls down on his knees
softly crushed by unbearable omens
and I haven't come of age yet
nor will I reach it like him
once and for all.
MONÓLOGO DEL PADRE CON SU HIJO DE MESES
Nada se pierde con vivir, ensaya;
aquí tienes un cuerpo a tu medida.
Lo hemos hecho en sombra
por amor a las artes de la carne
pero también en serio, pensando en tu visita
como en un nuevo juego gozoso y doloroso;
por amor a la vida, por temor a la muerte
y a la vida, por amor a la muerte
para ti o para nadie.
Eres tu cuerpo, tómalo, haznos ver que te gusta
como a nosotros este doble regalo
que te hemos hecho y que nos hemos hecho.
Cierto, tan sólo un poco
del vergonzante barro original, la angustia
y el placer en un grito de impotencia.
Ni de lejos un pájaro que se abre en la belleza
del huevo, a plena luz, ligero y jubiloso,
sólo un hombre: la fiera
vieja de nacimiento, vencida por las moscas,
babeante y resoplante.
Pero vive y verás
el monstruo
que eres con benevolencia
abrir un ojo y otro así de grandes,
encasquetarse el cielo,
mirarlo todo como por adentro,
preguntarle a las cosas por sus nombres
reír con lo que ríe, llorar con lo que llora,
tiranizar a gatos y conejos.
Nada se pierde con vivir, tenemos
todo el tiempo del tiempo por delante
para ser el vacío que somos en el fondo.
Y la niñez, escucha:
no hay loco más feliz que un niño cuerdo
ni acierta el sabio como un niño loco.
Todo lo que vivimos lo vivimos
ya a los diez años más intensamente;
los deseos entonces
se dormían los unos en los otros.
Venía el sueño a cada instante, el sueño
que restablece en todo el perfecto desorden
a rescatarte de tu cuerpo y tu alma;
allí en ese castillo movedizo
eras el rey, la reina, tus secuaces,
el bufón que se ríe de sí mismo,
los pájaros, las fieras melodiosos.
Para hacer el amor, allí estaba tu madre
y el amor era el beso de otro mundo en la frente,
con que se reanima a los enfermos,
una lectura a media voz, la nostalgia
de nadie y nada que nos da la música.
Pero pasan los años por los años
y he aquí que eres ya un adolescente.
Bajas del monte como Zaratustra
a luchar por el hombre contra el hombre:
grave misión que nadie te encomienda;
en tu familia inspiras desconfianza,
hablas de Dios en un tono sarcástico,
llegas a casa al otro día, muerto.
Se dice que enamoras a una vieja,
te han visto dando saltos en el aire,
prolongas tus estudios con estudios
de los que se resiente tu cabeza.
No hay alegría que te alegre tanto
como caer de golpe en la tristeza
ni dolor que te duela tan a fondo
como el placer de vivir sin objeto.
Grave edad, hay algunos que se matan
porque no pueden soportar la muerte,
quienes se entregan a una causa injusta
en su sed sanguinaria de justicia.
Los que más bajo caen son los grandes,
a los pequeños les perdemos el rumbo.
En el amor se traicionan todos:
el amor es el padre de sus vicios.
Si una mujer se enternece contigo
le exigirás te siga hasta la tumba,
que abandone en el acto a sus parientes,
que instale en otra parte su negocio.
Pero llega el momento fatalmente
en que tu juventud te da la espalda
y por primen vez su rostro inolvidable en tanto huye de ti que la persigues
a salto de ojo, inmóvil, en una silla negra.
Ha llegado el momento de hacer algo
parece que te dice todo el mundo
y tú dices que sí, con la cabeza.
En plena decadencia metafísica
caminas ahora con una libretita de direcciones en la mano,
impecablemente vestido, con la modestia de un hombre joven que se abre paso en la vida
dispuesto a todo.
El esquema que te hiciste de las cosas hace aire y se hunde en el cielo dejándolas a todas en su sitio.
De un tiempo a esta parte te mueves entre ellas como un pez en el agua.
Vives de lo que ganas, ganas lo que mereces, mereces lo que vives;
has entrado en vereda con tu cruz a la espalda.
Hay que felicitarte:
eres, por fin, un hombre entre los hombres.
Y así llegas a viejo
como quien vuelve a su país de origen
después de un breve viaje interminable
corto de revivir, largo de relatar
te espera en ti la muerte, tu esqueleto
con los brazos abiertos. pero tú la rechazas
por un instante, quieres
mirarte larga y sucesivamente
en el espejo que se pone opaco.
Apoyado en lejanos transeúntes
vas y vienes de negro, al trote, conversando
contigo mismo a gritos, como un pájaro.
No hay tiempo que perder, eres el último
de tu generación en apagar el sol
y convertirte en polvo.
No hay tiempo que perder en este mundo
embellecido por su fin tan próximo.
Se te ve en todas partes dando vueltas
en torno a cualquier cosa como en éxtasis.
De tus salidas a la calle vuelves
con los bolsillos llenos de tesoros absurdos:
guijarros, florecillas.
Hasta que un día ya no puedes luchar
a muerte con la muerte y te entregas a ella
a un sueño sin salida, más blanco cada vez
sonriendo, sollozando como un niño de pecho.
Nada se pierde con vivir, ensaya:
aquí tienes un cuerpo a tu medida,
lo hemos hecho en la sombra
por amor a las artes de la carne
pero también en serio, pensando en tu visita
para ti o para nadie.
THE FATHER'S MONOLOGUE WITH HIS INFANT SON
You lose nothing by living, try it out;
here's a body just your size.
We have made it in darkness
out of love for the arts of the flesh
but also in earnest, thinking about your visit
as in a new game that's joyful and painful:
out of love for life, out of fear of death
and life, out of love of death
for you or for no one.
You are your body, take it, show us you like it
as we do this double gift
that we have made for you and that we have made for ourselves.
Sure, just a little
of that degrading first mud: the anguish
and pleasure in a shout of impotence.
From far away not a bird opening in the beauty
of the egg, in broad daylight, weightless and jubilant,
just a man: the
beast old from birth, defeated by flies,
drooling and panting.
But live and you will see
the monster that you are with kindness
to open an eye and another so wide,
to get the sky into your head,
to look at it all as though from within,
to ask things what their names are
to laugh with what laughs, cry with what cries,
to tyrannize cats and rabbits.
You lose nothing by living, we have
all the time in the time ahead
to become the emptiness that we are inside.
And childhood, listen:
theres no madman happier than a sane boy
nor a wise man so sure like a mad boy.
Everything we live we already lived
more intensely at the age of ten;
desires then
would fall asleep on each other.
Sleep came constantly, the sleep
that restores the perfect disorder in everything,
to free you from your body and soul;
there in that unreal castle
you were the king, queen, your henchmen,
the buffoon who laughs at himself,
the birds, the melodious beasts.
For lovemaking, your mother was there
and love was the kiss on the forehead from another world,
which comforts the sick,
a soft-spoken reading, the nostalgia
of no one and nothing that music gives us.
But over the years the years go by
and here you are an adolescent already.
You come down the mountain like Zarathustra
to fight for man against man:
a serious mission no one sends you on;
you inspire distrust among your family,
you talk about God in a sarcastic tone,
you come home a day later, dead.
They say that you are charming an old lady,
they have seen you doing somersaults in the air,
you prolong your studies with studies
which make your head swim.
There's no happiness that makes you so happy
as falling headlong into sadness
nor a grief that hurts you so deeply
as the pleasure of living for no reason.
A serious age, there are some who kill themselves
because they can't put up with death,
who give into an unjust cause
in their bloodthirsty desire for justice.
The bigger they the harder they fall,
we lose track of the litde ones.
All are betraved in love:
love is the father of their evils.
If a woman feels tenderness for you
you'll force her to follow you to your grave,
to leave her family right away,
to move her business somewhere else.
But fatally the moment comes
in which your youth turns its back on you
and for the first time its unforgettable face runs away from you as much as you chase it
with a sidelong glance, not moving, seated in a black chair.
The moment to do something has come
it seems the whole world tells you
and you say yes, nodding your head.
At the height of metaphysical decadence
you now walk with a little address book in your hand,
impeccably dressed, with the modesty of a young man making his way in life
willing to do anything.
The plan you made takes on air and
sinks in the sky leaving things just as they were.
For some time now you move among them like a fish in water.
You live on what you get, you get what you deserve, you deserve
what you live;
you are on the right path with your cross on your back.
Congratulations!
you are, finally, a man among men.
And so you reach old age
as someone who returns to his homeland
after a brief, endless trip
too short to be relived, too long to tell about
death waits for you inside you, your skeleton
with open arms, but you hold her back
for a moment, you want
to look at yourself long and hard
in the mirror that clouds up.
Helped along by distant travelers
you come and go dressed in black, at a trot, talking
to yourself shouting, like a bird.
There's no time to lose, you are the last
of your generation to put out the sun
and turn to dust.
There's no time to lose in this world
made more beautiful by its end so near.
You are seen everywhere spinning
around anything, as if in ecstasy.
Whenever you go out to the streets you come back
with your pockets stuffed with odd treasures:
pebbles, wild flowers.
Until one day you can no longer fight
to the death with death and you give in to her
to a sleep with no way out, paler each time
smiling, crying like a baby.
You lose nothing by living, try it out:
here's a body just your size,
we have made it in the dark
out of love for the arts of the flesh
but also in earnest, thinking of your visit
for you or for no one.
CUBA, 1969
Hace diez años tomábamos el sol en Isla Negra
y nada daba señales de nada, tampoco esa mañana en que el mar se enfureció
hasta que olieron a podrido las olas
fue, por así decirlo, un signo de los tiempos, dueños de un mundo a la medida de nuestras pequeñas historias
preferíamos el bar como lugar de reunión y ese espectáculo desembocó en el acto
en una charla delirante sobre toda clase de monstruos.
La Historia, en cambio, nos había adelantado esa mañana
únicamente la hora de nuestros aperitivos
para ser más exactos, en esos días
—y estábamos incluso informados de ello— La Flor del Trópico era bautizada de nuevo
a sangre y fuego como es lo normal en estos casos.
Pero las noticias atrasadas pecaban alegremente
de la ambigüedad necesaria
como para despertar entusiasmos irreconciliables, de manera que nosotros
no supimos que esos eran los días de nuestra declinación
y que ya éramos un grupo de viejos en un verano ruinoso
y no supimos que en vez de transfigurar el mundo
simplemente lo que estábamos haciendo
eran buenos recuerdos en el estilo de otra época.
CUBA, 1969
Ten years ago we were sunbathing on Isla Negra
and nothing showed signs of anything, not even that morning when the sea grew stormy
till the waves smelled of rot
was, so to speak, a sign of the times, masters of a world the size of our little stories
we decided on a bar as a place to get together and that scene right away spilled over
into wild small talk about all kinds of monsters.
In turn, all that History did that morning was move up our cocktail hour,
to be more exact, during those days
—and we had even been informed about it—The Flower of the
Tropics was baptized again
with blood and fire, which is normal in these cases. But delayed reports were cheerfully ambiguous enough
to arouse irreconcilable hopes, as a result
we didn't know that those were the days of our decline
and that we already were a bunch of old fogeys off on a ruinous summer
and we didn't know that instead of changing the world all we were doing
just made for good memories in the style of another age.