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LIHN

Por Carlos Orellana
Publicado en Araucaria de Chile, N°43, 1988



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Un mes después de su muerte, me sorprendí soñando un diálogo fantasmal con Enrique Lihn. Parece que yo me había propuesto una tarea tan extravagante como imposible: ordenar en el sueño las ideas que tuve a propósito de una entrevista frustrada que intentamos en el otoño de 1963. Enrique acababa de publicar La pieza oscura, y las preguntas que aquella vez no fui capaz de formularle descubrí que tampoco podría hacerlas ahora. Al cabo de veinticinco años, presentí que algunos enigmas de entonces me interesaban menos y otros ya no tenían la misma sobrecarga de misterio; paralelamente, habían surgido nuevos interrogantes, porque el universo del poeta se había hecho más vasto y profundo. Como quiera que sea, el todo sólo tenía la consistencia de la imagen de un pensamiento que se agazapa, mientras soñamos, en un rincón recóndito del espejo.

Pero lo que quiero contar es que cuando debí salir al destierro, atenazado entre la incertidumbre y el apremio (y la angustia) de aquellos meses finales del 73, sólo atiné a separar un libro a la hora de tener que armar el sumarísimo equipaje; fue justamente La pieza oscura. Este volumen de poemas y el cuento «Huacho y Pochocha» (en su versión primigenia, pero también bajo la insospechada forma de guión cinematográfico) agregarían en el exilio a las muchas razones que ya tenía para amarlos como textos literarios, nuevos motivos de aproximación, nacidos de una misteriosa comunión afectiva pactada entre dos seres en una época en que no podían siquiera presentir su encuentro ulterior, años después, ya en el destierro. Intentaríamos entonces recuperar esa memoria del futuro, buscando en las estaciones ferroviarias de los pueblos de España el muro donde Huacho y Pochocha habían escrito o terminarían por escribir sus nombres entrelazados. Entretanto en los dilatados espacios para la reflexión que suele hallar el exiliado maduraba una lectura nueva de los monólogos que Lihn hizo sostener al Viejo con la Muerte y al Padre con su Hijo de meses.

«Huacho y Pochocha» fue una de mis primeras experiencias excitantes como editor. Sentí, leyéndola, que me enfrentaba a una de las novelas cortas —o «nouvelle», o como quiera llamársela — fundamentales de la literatura chilena (como me había ocurrido, años antes, con la lectura de La última niebla de María Luisa Bombal, o con De repente de Diego Muñoz). Fue un acto de revelación instantánea, casi mágica, que me llevó a incluir el texto en la antología El nuevo cuento realista chileno y a proponer a Enrique la edición inmediata de un volumen con relatos suyos. Fue así como se publicó su primer libro en prosa, Agua de Arroz, que contenía el cuento del mismo nombre, el ya mencionado «Huacho y Pochocha», más «Estudio» y «Retrato de un poeta popular», joyita este último en que los entresijos del habla popular chilena están cogidos con una sabiduría que sólo han mostrado antes —creo— Manuel Rojas en sus novelas o José Miguel Varas en cuentos como «La denuncia».

La publicación de Agua de arroz es uno de los capítulos más estimulantes de mi peripecia en el campo de la edición. Ya olvidé el peregrinaje vivido antes de poder rescatar la única copia mecanografiada de «Huacho y Pochocha» (hallado sólo después de terca insistencia, en una carpeta que recogía el material excluido del tomo en que se publicaron los trabajos elaborados en un Taller universitario de Escritores). Olvidé también —o debería haberlo olvidado—las pullas recibidas por el impresor (mutado con los años de editor, incluso de otros títulos del propio Lihn) a causa de mis dificultades para completar el pago de los costos de elaboración del libro. Lo que vale en mi memoria es la convicción de que hiciste lo que sientes que deberías haber hecho. Como con El relato de la pampa salitrera o con Porai en la misma serie de Ediciones del Litoral, o como con tantos otros textos publicados muchos años después en Araucaria, el libro de Enrique logró gratificarme en aquello que es la razón y ser de la pasión del verdadero editor: sentir que no se es tanto un padrino como un descubridor.

El escritor no fue para mí ni mejor ni más importante que la persona, que el amigo. Como en muchos otros grandes artistas, en Enrique Lihn el hombre está virtualmente íntegro en su obra y no es fácil saber siempre si el interés por el personaje está inducido por el shock intelectual y emocional que la obra pueda habernos producido, o si la atracción de ésta radica (también) en la luz que proyecta sobre la intimidad y entraña del autor. No siento necesidad en este caso de dilucidar qué vino primero; lo que cuenta es la síntesis: una obra que proporciona la aventura estética deseada, y un autor que trasunta como hombre una necesidad furiosa de comprender y comprenderse, de descubrir, sin conseguirlo, la clave de la relación reposada y estable. De allí la máscara colérica, pero también el huracán de violenta y lacerada sinceridad.

Con Enrique fueron más intensos que frecuentes nuestros encuentros personales. Tuvieron cierta continuidad en los años sesenta, en una época en que todavía muchos escritores chilenos de nuestra generación (y ciertos marxólogos, más algunos «politólogos» entonces apenas en ciernes) saltaban sin mucha coherencia del escepticismo de jóvenes «universitarios» un tanto europeizantes, a una suerte de izquierdismo tercermundista imprecatorio y más o menos delirante. Hacia la segunda mitad de la década insistían en hacernos sentir que nuestra coloración exterior —sólo levemente escarlata, decían— apenas disimulaba el blanco culpable de nuestro fuero interior. Antes de esto, coincidimos en no pocas experiencias compartidas. Las aventuras de la antología de cuentos y de su libro; las veladas con Yerko Moretic y los demás compañeros del inolvidable grupo «del Litoral»; las jornadas de los viernes en el emblemático club social Balmaceda; su tránsito con Sibila, vivido como en puntillas; sus visitas a nuestra casa de Puente Alto, donde mis hijos convirtieron en leyenda de una primavera el paso fugaz entre sus juegos de un duendecillo bullicioso y a ratos huraño que ellos bautizaron como «Andrealin».

Después del golpe sólo lo vi ya unas pocas veces. En París, el 75. Una discusión con acentos más bien lúgubres. Los años de la Unidad Popular no lo habían tratado del todo bien; un mediocre burócrata radical (del Partido Radical, quiero decir) hizo en la Corfo, donde Enrique había hallado trabajo, todo lo posible por demostrarle lo inferior y humillable que puede ser un poeta sometido a la férula de quien detenta el pequeño (y eventualmente mortífero) poder de una jefatura administrativa. No logramos hallar un lenguaje común. Tampoco el 86 en Chile, a pesar de la sobrecarga afectiva del encuentro.

(En el verano de 1978 en Sitges, cerca de Barcelona, nos tocó hacer una ardorosa defensa suya. El director de un conocido conjunto musical chileno se escandalizaba de que pudiéramos amar el trabajo de alguien a quien él calificaba despectivamente de poeta «pequeño-burgués» y «anticomunista». Digamos de paso que un par de años después, el músico —que parece que también es filósofo — protagonizaría una espectacular voltereta de ciento ochenta grados en sus pasiones —que no posiciones — político-ideológicas. No era la primera, según se sabe, y probablemente tampoco será la última.)

Nuestra cita final fue en Madrid, el 87. El asistía al «Chile-Crea», y de su participación recuerdo sobre todo su lectura en el Círculo de Bellas Artes. Allí conocimos sus soberbios poemas en que con fondo de Paseo Ahumada, Lihn hace un retrato cortado a fuego del clima moral y emocional de Chile en los años más tenebrosos de la dictadura. Leyó también «La pieza oscura», la composición que da nombre al libro, retrotrayéndonos al paraíso perdido de nuestra década prodigiosa secreta a los dos únicos auditores que en esa velada podían —creo— sentirlo así, hasta el punto de tener que esconder alguna lágrima furtiva.

Después ya sólo fueron noticias premonitorias del fin inminente. El poeta se extinguía poco a poco mientras esperaba la muerte anunciada, y sus amigos, anticipándose a la crónica necrológica, en que de los elogios y protestas de admiración y amistad de todos modos el difunto ya no se enterará, decidieron escribir, homenajeándolo, mientras él estaba todavía en condiciones de hacerse eco del mensaje. Yo no tuve esa oportunidad, o quizás ni siquiera se me ocurrió. No es menor por ello ni el afecto por el hombre ni el fervor por su obra literaria.

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La necrología empieza a ser, para quienes escribimos, tarea más o menos frecuente cuando uno ha pasado ya, hace rato, la raya de los cincuenta años.

De aquellos cuentistas amigos y afines que Moretic y yo agrupamos en 1962 en la antología del Nuevo cuento realista chileno, no sólo perdimos este año a Enrique Lihn. También se ha ido Armando Cassigoli. No disponemos aquí de espacio para recordar todas las historias vividas en común, asociadas al cúmulo de peripecias políticas y culturales que conmovieron a nuestra generación. Sólo evoco al chileno de presencia italiana exultante, su risa, el ímpetu, el frenesí vehemente de un niño que perdió su inocencia pero se negó a crecer y buscó desasosegado amparo en el regazo de cien amantes-madres.

También Juan Lenin Araya, hermano entrañable, auténtico «gran señor» (no como el personaje de su cuento), de la estirpe de un Señorío conforme lo entendemos en un tiempo en que los antiguos Señores han empezado a dejar de serlo. No puedo decir nada, esta vez, sobre el amigo y compañero magnífico, escritor voluntariamente inédito y activista sin fatiga y perspicaz de la literatura y de la política; intérprete inimitable de «Churrasquita» y «Rubias de New York» y depositario de un doble legado familiar: Selva Lírica y el don del humor satírico sabio y contagioso. Le debo algo más que unas líneas volanderas. A él y al grupo (Luis Bocaz, Jorge Soza, Carlos Ossa y, desde luego, Franklin Quevedo y Yerko Moretic) que en la década de los 60, desde sus comienzos, intentaba configurar avant la lettre el cuadro de una «nueva mentalidad» posible, sembrando las semillas, sin saberlo, de los códigos de estilo, comprensión y conducta que desarrollaría muchos años después la revista Araucaria. Pero todo esto, como suele decirse, forma parte de otra historia.


 



 

 

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