Carta antigua pero actual al capitán general
[En la revista Convergencia socialista, Stgo., N° 17, 1990, firmada por Gerardo de Pompier,
escrita presumiblemente en 1987]
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Excelencia:
Se ha convertido en triste hábito nacional importunarlo a usted con cartas abiertas y comprendo muy bien que no haya leído ninguna de ellas, celoso de sus derechos a la privacidad en la correspondencia. No temo pues que me honre con la necesidad de agradecerle la atención prestada. Publico esta carta para tranquilidad exclusiva de mi propia conciencia y porque, con su perdón, prefiero hacerlo sin la intercesión de Correos y Telégrafos, organismo que me merece desconfianza. Recibo cartas, en efecto, de viejos amigos europeos que vienen herméticamente abiertas en sobres plásticos sobreañadidos, como desinfectadas del virus extranjero. Pero en fin, otro es mi tema de fondo. Se trata, señor, de una sugerencia de alta política (de la política del espíritu, mi especialidad) que, por obra y desgracia de la política contingente, coincide, en su apariencia, con la que en el decir de esos políticos desplazados que manipulan la empresa Diagnos, le estarían haciendo a usted el 83,5 por ciento de los chilenos; es decir, la masa amorfa. Le sugiero, en suma, que renuncie a su consustancial investidura de jefe supremo de la nación, justamente para que esa minoría amorfa de políticos masivos no se salga con la suya.
Como usted tan bien lo sabe, hay un peligro que, gracias a su histórica gestión, se ha limitado a amenazar durante más de un lustro a este país, en lugar de hundirlo en la perversión intrínseca: el peligro rojo. Usted sigue y debiera seguir combatiendo a ese dragón, a la cabeza de un gobierno que cuenta con la simpatía de la República Popular China y que es comparable, en la firmeza de sus convicciones, a los de Paraguay y África del Sur. Por desgracia un poco de blanco, una mínima distracción de la memoria, basta para que el rojo —el más camaleónico de los colores, cómplice de las astucias del infierno— derive hacia el color de rosa.
Ahora resulta, señor, que los propios cardenales del comunismo chileno se hacen chiquititos y declaran que su partido no es más que un club social, poco numeroso y, a lo sumo, disciplinado. Y lo que es peor, esos señores quizá no mientan. Y que esa insignificancia objetiva les permita dar un gran salto cualitativo e inundar, de pronto, el territorio nacional; al modo de esas catástrofes naturales que afectan a este país. Pues mire usted, algo que sabe: el germen del comunismo es la democracia irresponsable, sin apellido, que pretende acceder a la unidad "sin ideologismos divisionistas", como dicen los políticos bisóños.
Desde que cunde la especie, como la mala hierba, de que no se puede dialogar con usted y que se le imputa un estado permanente de pecado mortal, mientras la iglesia no lo defienda de ese y otros cargos, los rojos pueden guardarse su pigmento en el ojo. Seguros de que el virus democrático trabaja a favor de ellos y en contra suya, mi capitán general. Los tiempos, señor, han cambiado y aunque somos eternos, como desde ya lo asegura la posteridad, y aunque el tiempo sea, como observó Platón, una móvil imagen de la eternidad, debemos ajustar nuestra voluntad de hierro a las movilidades contingentes de esa imagen eterna. Hay que resignarse, históricamente, a la idea de que es muy difícil (aunque no imposible, en otras condiciones) restablecer la monarquía tradicional. Por lo tanto, hasta nueva orden, "la soberanía reside en el pueblo". Es importante que no recaiga en la chusma, hay que traspasársela a los industriales ilustrados, a los grandes poetas y a los filósofos de mayor prestigio o, en su defecto, a una democracia conservadora, que nos defienda del enemigo principal. Por una paradoja histórica, su renuncia, excelencia, es lo único que puede salvarnos del marxismo y para eso está usted preparado. "La abnegación del guerrero —escribió Alfred de Vigny en Servidumbre y grandeza militares— es una cruz más pesada que la del mártir. Hay que haberla llevado mucho tiempo para saber cuál es su grandeza y su peso" y, aunque "la autoridad absoluta que ejerce un hombre le obliga a mantener una reserva perpetua" cierto estoy que la abdicación será, sino el mayor de sus triunfos, la perla que los corone. Y que bajo esa corona, que no es la de la monarquía, sostenida por el ángel de la abnegación en el aire, un hombre pasará en gloria y majestad a la historia al retirarse, con modestia, a su vida privada.
A sus pies.