La crítica literaria periodística no es metodológica sino polémica en la medida en que diversas y encontradas opiniones suscitan el interés en torno a un libro.
Este tipo de agitación crítico-polémica —un fermento cultural de importancia mayor— ha desaparecido aquí en la uniformidad chata y monótona que presenta el llamado panorama cultural o la llamada actualidad literaria.
La viejísima generación crítica se eclipsa en un primer plano del escenario, en medio de la chochera total, y el resto dogmatiza, radicaliza sus opiniones en la medida, quizá, en que imagina, en lugar de un lector discrepante, un rebano de catecúmenos o un disperso grupo de ausentes.
Para qué hablar, en cambio, de quienes preparados en su tiempo para arriesgar una opinión, prefieren el escapismo de un periodismo cultural regresivo, pasatista, vuelto hacia un pasado intemporal, el de la historia universal de la cultura con sus nombres y periodos tabúes; o, lo que es peor, hacia épocas y autores que fueron en sí mismos, y respecto de sus respectivos contextos, subversivos —es el caso, por ejemplo, del surrealismo y de hombres como Duchamp o Buñuel— pero que han sido ya canonizados, de manera que se los puede despojar de su carga de peligrosidad.
Los periodistas culturales mienten descaradamente por omisión cuando tratan, impunemente, de temas como ésos.
Quiero dar cuenta aquí de tres libros de la verdadera poesía chilena, de los cuales, se hablará, seguramente, muy poco, nada o en forma confusionista.
Dos de ellos: Oscuro de Gonzalo Rojas y Arte de morir de Oscar Hahn, se publicaron este año en Venezuela y Argentina, respectivamente, después de haber pasado años en el limbo de una editorial nacional, en el caso de Arte de morir. El tercero, Mester de Bastardía, del más joven de los poetas de esta tríada ocasional, es obra de Manuel Silva Acevedo y el único de los publicados, marginalmente, en Chile, vale decir en forma meritoria pero precaria, por un escritor-editor argentino chilenizado, radicado ya en Buenos Aires (de donde vuelve, a intervalos, traído por su propio mester), Armando Menedín.
Menedín vivió cerca de treinta años en Chile, periodo en el cual desplegó un paciente y obstinadísimo trabajo al publicar treinta y tantos autores en una pequeña colección —El viento en la llama— que constituye, en la actualidad, un puñado de curiosidades bibliográficas.
Manuel Silva Acevedo
Empezaré por Mester de Bastardía, pues no sigo un orden axiológico ni cronológico, pero deseo relevar la mínima actividad de interés que se realiza en el país en prosecución de nuestra auténtica tradición poética. A Manuel Silva se le debe el estudio de un texto suyo Lobos y ovejas que tuvo en 1972 el Premio "Luis Oyarzún", publicado en 1976, el cual fue elogiado por la crítica pero bajo la perspectiva de una interpretación mutiladora.
Ese poema seriado —varios textos que se integran en una imagen sadomasoquista de la violencia, en una fábula de animales— espera su lugar en una antología esencial de la poesía chilena.
El nuevo título de Manuel compite bastante bien con Lobos y ovejas, aunque mis preferencias estén con el texto premiado en 1972 en un concurso de cuyo jurado formé parte.
La calidad de bastardo —"que degenera de su oficio o naturaleza"— atribuido al oficio medievalizado del poeta, alude vindicativamente a su condición segregada en un medio hostil, a la inanidad de la palabra poética ("A quien pueden servirle mis palabras / nada eterno contienen".), de una palabra —si uno se atiene a lo que ella dice expresamente de sí misma— que renuncia a la "corrección" ("para qué corregir estos versos"), a la eternidad y/o a la duración de la obra artística, y al aura de la misma ("que me importan los tiempos venideros"), a la fe o a la creencia ("el poeta ya no cree en nada"), a la "dignidad" fundada, es claro, en la privacidad y en el secreto farisaico ("En estos versos me muestro de cuerpo entero / me exhibo como el cobarde que soy . . ./ Pasen señores a ver al poeta que aspira algodones empapados en éter").
Siempre al nivel de la denotación o de lo que se dice expresamente y/o sugiere en forma no menos clara, la palabra poética, el poeta o quienes como el fakir, "Fausto" o "El bufón" lo representan, son presentados bajo un aspecto degradado, y "un trozo de papel manuscrito / que el agua y el lodo desleen poco a poco" es en el "Diluvio universal" el testimonio postrero de la palabra poética en un mundo apocalíptico que barre con ella y la penetra diluyéndola, efímera, en una temporalidad catastrófica.
La contrapartida de la inanidad de Una palabra que se declara aplastada por la historia, está en la afirmación, más o menos explícita, de un cierto poder de la palabra y de su mágica vitalidad. Esta creencia (que no obliga a ninguna otra, compatible con el mayor nihilismo) subyace siempre a la creación poética, la cual sería imposible de no mediar la euforia en que se funda y que le sirve así de premisa "visceral".
El Vate (adivino) degradado al papel de bufón, del fakir o de ese módico Fausto que, habiéndolo perdido todo —dientes y muelas— se acomoda no obstante, fruiciosamente, "en la última cuenca / donde arde la lampara votiva de Luzbel, luz más que bella", el poeta, repito, puede haberse reducido a una figura grotesca, pero no por ello cabe olvidar su temible condición demoníaca, aunque esa terribilitá sólo le sea dada, en un mundo zoológico y tecnológico, para enredarse consigo mismo.
En los poemas de Silva pervive, junto con la euforia del lenguaje poético, el mito del poder de la palabra creadora que patentizó Baudelaire para la poesía moderna prohijando a los "poetas malditos".
En "Decadencia de la dinastía" —uno de los poemas del Mester de Bastardía— el bufón a quien el rey le perdona la vida, se dirige a su señor: "Y ahora una adivinanza —¿qué es lo que guarda esta joroba / horrible y prominente? / Pues la cabeza de mi anterior amo / segada por su pueblo."
La palabra poética o la categoría de lo imaginario que la engloba se siente o se declara anulada o degradada por una realidad catastrófica, vacía y muda —la del "diluvio universal donde todo está desierto / los anuncios luminosos anuncian nada a nadie", pero aun así, esa palabra rivaliza ontológicamente con la realidad (se siente más real que lo real, en nombre de lo imaginario), opone una amenaza a otra. De la veta de este romanticismo burlesco brota un pequeño torrente lírico: "la poesía es una perra caliente" que corrobora el viejo credo desesperado en el lenguaje poético, el de las iluminaciones, el de la sobrenaturalidad.
Manuel Silva prolonga este mito, lo comparte a la vez que reniega del mismo corroborándolo, finalmente, en el plano de lo burlesco. La poesía, en este punto, autoparodia su presunción de ser más real que lo real, una actividad demiúrgica y clarividente. El poeta maldito, depositario mísero de esas propiedades mágicas, es un sujeto que tiene sueños reales (por lo demás de fácil comprensión sicoanalítica), sueños, quiero decir, que actúan sobre la realidad según el orden de la causa y el efecto y que anulan -en lo imaginario- la diferencia entre lo imaginario y lo real para mal de los pecados del sujeto de los textos:
Soñé que un automóvil arrollaba a un hombre
Hoy abrí el diario
y vi la foto de un hombre arrollado por un automóvil
y al volver a mi casa por la noche
vi a un automóvil arrollar a un hombre
En ese instante me tocaron el hombro
y al volverme alguien dijo:
Acompáñeme a la policía.
La imaginación es burlesca en Mester de Bastardía: se sabe literatura, texto; pero de ahí, también, una euforia de lo imaginario. Una realidad abominable debe ser exorcizada por un lenguaje terrible (en el sentido de "los niños terribles") que juegue como ella con lo absurdo, que transponga al lenguaje la irresponsabilidad de un mundo de "incineraciones fisiones desintegraciones".
Hay en Mester de Bastardía, en lo sustancial, no la negación de lo real por parte de una poética idealizante centrada en los cómodos valores eternos supuestamente incontaminados por el discurso de la historia; en este libro, la poesía produce en el lenguaje su propio diluvio universal, pero también lo combate con el ritual de la palabra, lo distancia con el humor negro, le opone una catarsis verbal y, hasta cierto punto, una creencia que se confunde con la imaginación como distanciamiento y con la simpatía, en el humor.
La libertad de este lenguaje se opone de por sí a la "Esclerosis" (título del primer poema) de lo real y de lo que representa a esa esclerosis en el lenguaje mismo, hipercodificado, mecanizado que se utiliza en el mundo real, como medio de incomunicación:
Cierta viuda
Según los expedientes, a fojas trece
su señor esposo alquiló este cuarto
se tendió en esta cama
se introdujo este revólver en la boca
y gatilló . . . perdone la crudeza.
Ayudándola a sentir,
muy buenas tardes.
Silva Acevedo se articula con la poesía chilena de los últimos veinte o veinte y cinco años y con la anterior, a través de una red de diferencias y semejanzas genealógicas. Y recibe, por cierto, en forma directa o indirecta, las instancias de la poesía moderna a partir de las cuales se ha configurado, entre nosotros, un cierto sistema poético abierto a esas instancias.
La presencia del surrealismo de ciertos surrealistas, en la línea abierta por Apollinaire, es palpable en Manuel Silva. Voy a nombrar, simplemente, a Benjamín Péret o a Robert Desnos y referirme a quienes, dentro de la corriente o en sus márgenes practicaron, junto con el humor (heredado, también, de Alfred Jarry) un lenguaje desenfadado, legible y comunicativo, incluso "popular", entremezclando los lugares comunes del habla y los de todas las retóricas.
El surrealismo chileno, derivado, discipular, no gozó de esas libertades. Padeció, en general de un sobreexceso provinciano de ortodoxia culteranista; fue literaturesco y afectó una gravedad enigmática; ahora es un fósil académico.
En 1954, los Poemas y antipoemas de Nicanor Parra postularon para la poesía chilena un equivalente del surrealismo heterodoxo a pesar o por la relativa indiferencia de Nicanor por la poesía francesa en la que se "limitaba", según creo, a la inmensidad de Lautréamont. En la línea de esa correspondencia con un surrealismo sin escuela y hasta sin autores que incluye la exposición del absurdo y el humor correlativo, se ha movido, de distinta manera, desde Parra, una parte importante, decisiva de nuestra producción. Yo inscribiría en esa línea a Mester de Bastardía.
Oscar Hahn
El único libro de Oscar Hahn —Arte de morir, ediciones Hispanoamérica; Buenos Aires, 1977— es un libro único. El de un autor que no reconoce modelos generacionales y que organiza sus antecedentes en el aislamiento de su palabra. Un nadador solitario braceando contra las corrientes inmediatas, que recibe el impulso de un sector distante de la macrohistoria de la poesía, filtrando pacienzudamente sus fuentes de las que hace para sí un motivo de originalidad.
Alguien, para desautorizarlo poéticamente, ha dicho: poesía de y para profesores de literatura. Se sigue creyendo que la única influencia antiliteraria es la que uno mismo ejerce sobre los demás, so pretexto de encarecer la relación de la literatura con alguna especie de lo real.
Pero resulta así una suerte el que Hahn haya aprendido en el siglo de Oro —obligado o no por sus profesores del Instituto Pedagógico donde efectivamente estudió literatura hace algunos años— en lugar de hacerlo en Neruda, Huidobro, De Rokha, Nicanor Parra o en el "Surreachilismo". Pues estos autores y otros tuvieron demasiados continuadores, por lo menos Neruda y Parra, que los han calcado sin pena ni gloria.
Han faltado más bien, en la poesía chilena, profesores de literatura, capaces, como Gonzalo Rojas y Oscar Hahn, de hacer poesía a partir de amplias intertextualidades, de inscribir su obra en la desembocadura de las tradiciones, sin pecar, tampoco, de escritores de una erudición excluyente como la que tuvieron otros.
Ni la ignorancia ni el saber exquisito garantizan, es claro, nada; pero el culto a la espontaneidad creadora ha hecho estragos en la poesía chilena. Como asimismo la idea de que escribir como se habla —nadie lo hace— significa combatir la retórica. Esa retórica que nadie ha definido entre nosotros como no sea del modo más superficial, confundiéndola con una de sus figuras: la metáfora o con la insustancialidad del contenido y los excesos verbales que nunca han definido a la retórica misma sino a la decadencia de la retórica.
La naturalidad ha formado parte de la mitología anti-intelectualista, una naturaleza del hecho literario, inaccesible por lo inexistente, o todo lo más, fabricable, esto es, una naturaleza artificial.
Este tipo de errores de concepto, fatal para los mediocres, ha sido, no obstante, productivo en un caso clave —el de Nicanor Parra— que ejerce una retórica desprovista de figuras aparentes, en parte una narrativa metafórica con figuras de uso y un lenguaje que produce el llamado "efecto de evocación por el ambiente", esto es que reproduce y/o produce, macarrónicamente, distintos estilos: el del periódico, el de las necrologías, el de los discursos inaugurales y petitorios académicos, etcétera.
El prejuicio contra las teorías del lenguaje o la erudición profesoral, por otra parte, es un tópico en el que se han ejercitado Rojas: (Los Letrados "lo prostituyen todo/ con su ánimo gastado en circunloquios") y Hahn (Invocación al lenguaje: "Aquí te quería ver / hijo de la grandísima...").
No hay literatura sin antiliteratura, y en eso, aunque sea un slogan iliterario esgrimido también por los analfabetos, coinciden siempre los buenos escritores.
La poesía de Oscar Hahn acusa, pues, con premeditación y alevosía una relación simbiótica pero independiente con los ademanes lingüísticos de los siglos XVI y XVII; esto es, esa poesía sostiene una relación modesta pero no subordinada, con el Siglo de Oro; recrea en un cierto sentido a sus precursores remotos, los revive desde una situación para ellos inimaginable. Quiero enfatizar la originalidad de esta actitud por contraposición a otros momentos de la poesía española e hispanoamericana en los que se ha rendido homenaje a Góngora o Quevedo, imitándolos fervorosamente pero sometiéndolos a tal o cual proceso de modernización.
La familiaridad de Hahn con sus "modelos" es desenvuelta o desenfadada, heterodoxa, sobre todo, diría yo, práctica en la medida en que conlleva la apropiación de tales o cuales modos de producción del lenguaje poético que tienen una permanente vigencia. Para empezar no se ha rehusado Hahn al latineo que se le recomendaba, en el prólogo de Don Quijote, a Cervantes (Canis familiaris, Tractatus de sortilegiis) ni a los signos de una erudición (un anónimo francés del siglo XII, dos líneas del Mamsala Purva, texto sánscrito milenario), índices ambientadores de una poesía cuya erudición real será la de su relación con el barroco y que, como éste pero con éste, no reconoce fronteras entre el lenguaje culto y otros lenguajes de grupo: la jerga adolescentaria, los chistes de colegio ("Heráclito tenía la barba luenga / y lengua, larga para lamerte mejor", "unas rosas re raras, oh", ". . . cachái, ganso? ", etc.).
Lo notable es la integración a la vez que el choque de los distintos actos del lenguaje, una convivencia democrática de lo culto, lo popular, lo banal, lo religioso, etc., que recuerda esa actitud barroco realista en el mejor sentido de esta palabra, la del realismo temático a la vez que lingüístico de La Danza de la Muerte, del Ars Moriendi, por oposición a idealizaciones o sublimaciones de contenido y al ilusionismo de las formas.
La materialidad de esta poesía arraigada en las palabras de las que se constituye, al pie de la letra, su corporeidad verbal, es otro o el primero de los aspectos de ese realismo al que me refiero del que como de la carnalidad lingüística de la gran poesía española, arranca, "naturalmente", como vivido "en carne propia" la "Visión de Hiroshima" o el temple apocalíptico con que el texto titulado "Reencarnación de los carniceros" arranca de una cita de San Juan.
Es esta densidad de un lenguaje poético lo que emplaza los textos en el dominio barroco sin que las citas del estudiante de literatura parezcan o sean injustificables desde el punto de vista del sistema adoptado.
El poeta matiza el furor cómico de la "Invocación al lenguaje" con un verso —"de tanta esquividad y apartamiento"— que proviene o remite al parlamento de Salicio en Egloga 1 de Garcilaso de la Vega: "Por ti la esquividad y apartamiento", reemplazada Galatea por el Curso de Lingüística General : "con tus significantes y tus significados".
Púrpura nevada o nieve roja, un verso de Góngora típico y tópico, titula el desarrollo que le imprime Hahn a partir de "Está la sangre púrpura en la nieve" en un soneto erótico y elegíaco, sexual y funerario donde esta especie de figuras emblemáticas que son el soldado y la novia del soldado, populares y genéricas, vinculan la antítesis gongorina a su antecedente medieval. Pues el "hispanismo" de Hahn revive o recrea a su modo la desatención del Siglo de Oro —señalada por Curtius— a los modelos clásicos de la Antigüedad o a las supuestas reglas de Aristóteles pues "Tanto en sus fuentes como en su ideología bebe en las fuentes jamás agotadas de una tradición que nunca rompió con la Edad Media".
Voy a detenerme —como no lo hice en mi prólogo a Arte de morir— en esta filiación de la poética de Hahn con "la Edad Media Intemporal" de Curtius, siempre y cuando pueda entendérsela como una estructura literaria susceptible de ser actualizada en las más distintas situaciones.
Como en los misterios medievales, el personaje alegórico de la muerte protagoniza los versos de Oscar Hahn, en los que el terror y el igualitarismo de la muerte reciben el ingrediente de una relación promiscua con aquélla, ligándose el terror a la reconocida connotación erótica del miedo a la muerte. Ver al respecto: "La muerte está sentada a los pies de la cama", el soneto extraordinario "Cafiche de la muerte" y otros textos, como por ejemplo: "la muerte tiene un diente de oro".
Esta familiaridad en que lo igualador agónico se confunde, en el terror, con una suerte de "imagen original" freudiana, incestuosa, del morir, es una peculiaridad de esta poesía. Y su correlato lingüístico dice relación con una palabra castigada, austera, pero proliferante y lúdica. El perfecto equilibrio varias veces logrado por Hahn entre la seriedad trágica del "misterio" y la profanación burlona de esa sacralidad a través del juego y del correlativo juego de palabras, debe considerarse al hacer el inventario de la semejanza y la diferencia respecto de lo que, para abreviar, llamo la danza de la muerte.
Esta, "personificada en un esqueleto o un cadáver semicorrrupto, obliga a los mortales a bailar una danza macabra, después de recordarles cuál es el fin de los goces humanos", en la versión que se nos ofrece desde el siglo XV, increpante, igualitaria, demoledora tanto respecto de las jerarquías cuanto de las ilusorias diferencias ontológicas que arraigan en aquéllas y en el mundo de la desigualdad.-Dice la muerte del siglo XV:
A la danza mortal, venit los nascidos
que en el mundo soes de cualquier estado,
el que non quisiere, a fuerza e amidos (= de mala gana)
facerle he venir muy toste priado.
y Oscar Hahn:
Venid a la danza mortal los nacidos
Gamuzas y ojotas venid a la danza
Aquí no se inclina jamás la balanza
Lacayos y reyes lanzando bufidos
Tomados del brazo ya danzan unidos
Un ropavejero será tu pareja
Tendrás que entregarle tu carne más vieja
Y en puro esqueleto dar saltos tullidos.
Versión en que al grotesco emparejarse del sujeto del texto y del ropavejero para la danza igualitaria, se sigue la entrega de aquél a éste de la carne (ropa) mas vieja, como medida compensatoria de la diferencia anterior hasta la desnudez de un esqueleto que baila arrastrando el lastre de su despojo: "dar saltos tullidos".
El juego, que es como la concreción en las palabras del sincretismo de lo sagrado y lo profano con ocasión del "misterio", da cuenta acaso de una dialéctica de la vida y la muerte a nivel verbal, a partir de un lenguaje —un cuerpo verbal— germinativo, que lucha contra la transparencia y se resiste a morir en el sentido. El texto disfruta así con la morfología de palabras que como correveidilero se fragmenta en segmentos vivientes —corre, ve y diles—; deriva, por homofonía, una palabra de otra: "entréme y encontréme"; avanza por aliteraciones, rimas internas o anagramas: "heráclito tenía la barba luenga / y la lengua larga para lamerte mejor".
En este aspecto, la poesía de Hahn responde a la instancia de la "edad media eterna", es claro, desde una poética moderna: ("Todo elemento de la secuencia es una comparación". Jakobson.) y encuentra la adecuación entre la materialidad de un lenguaje intransitivo y el trance agónico al que la obliga la danza mortal; entre el realismo de la igualdad medieval y el realismo de un lenguaje que arranca el sentido del sonido y/o integra, en una unidad indisociable, todos sus niveles y estratos. El Arte de morir se postula o efectúa así desde el temple de ánimo de una epifanía vital que es también una técnica, un "arte de la palabra". La danza de la muerte es también "la danza de la boca", una fiesta mortal del lenguaje. Si se ha elegido, es claro, como nudo de la trama poética el tema de La Danza de la Muerte no ha sido para sustraerse a la carga satírica del mismo, a su carácter explosivo, como lo apreciará cualquier lector de este libro.
Gonzalo Rojas
La aparición, hace cerca de treinta años, de La miseria del hombre, un libro de poesía de Gonzalo Rojas, premiado en 1946 por la Sociedad de Escritores de Chile, fue una explosión de vitalidad poética que no tuvo entonces, ni tiene ahora, un correlato crítico suficiente, una respuesta que asumiera ese desafío.
No me propongo, en lo que serán cinco carillas, colmar esa laguna de muchos años, sino en señalarla y lamentar que, en lo sucesivo, esté destinada, por lo menos en Chile, a un ahondamiento vicioso. Pues nuestra actual crítica literaria, de una sola barricada, tiene por delante la pobre tarea —en la que ha descollado ya— de las adulaciones o de los silencios cautelosos, y se dedica, en general, a la inflación del nombre literario de unos cuantos mediocres, ciudadanos estables y dignos de confianza en el mercado de las Bellas Letras. "La miseria del hombre, junto con algunos inéditos de diversos plazos, desde 1936, anteriores a mi paso por la Mandrágora" (el grupo surrealista chileno), algunos textos tomados de Contra la muerte —el segundo libro de Gonzalo Rojas editado en 1964 y que era ya una primera refunción del primero— mas algunos textos publicados en revistas en los últimos años y "los inéditos escritos en el último plazo en la luz de nuestra Venezuela", forman ahora la materia de Oscuro, título que ha dado Gonzalo Rojas a su autoantología publicada recientemente por Monte Avila Editores.
Se trata de un libro formado por más de ciento veinte poemas y proyectado, para mayor dificultad exegética, como la reordenación de la mayor parte de los textos, que se presentan así bajo una nueva perspectiva y con resonancias nuevas, según el sistema que insurge acronológicamente de sus interdependencias.
Resultaría imprescindible, para empezar, la relectura del libro torrencial del autor, La miseria del hombre, una rareza bibliográfica de la que no dispongo. Forzado a los recuerdos y a las impresiones personales respecto de la situación —el periodo literario— en la que el poeta definió la posición de su palabra con un libro torrencial y matriz de lo que luego ha escrito, pienso en su amistad literaria con Nicanor Parra, hacia los años cincuenta —luego enemistad injuriosamente versificada por una de las partes— cuando se reunían en la casa de Parra, en los Guindos, para intercambiar, como escribió éste, "la llave de la poesía negra y la llave de la poesía blanca".
Lo que hacía Rojas, en el marco de esos intercambios, era distanciarse de una ortodoxia surrealista de la que nunca fue tan devoto, felizmente como sus amigos Braulio Arenas o Jorge Cáceres.
En una antología de esa época, no muy clarividente pero tampoco ciega, la de Hugo Zambelli (uno de los antologados desaparecidos de la circulación poética) —13 poetas chilenos. 1938-1948— aparecen en textos de los poetas mandragóricos mencionados, tres de los vastos Antipoemas de Parra y algunos poemas de La miseria del hombre.
El parentesco entre las "voces" de Nicanor Parra y Gonzalo Rojas, parece si no nulo ante todo negativo: se deja sentir por la oposición de los poetas de Los Guindos al trovar clus, a toda especie de preciosismo o manierismo; también al que practicaba, en este país, un surrealismo muy literario, calcado de la poesía francesa, abarrotado de esas imágenes que hundieron bajo su proliferación los libros de poemas de André Breton, si se exceptúan textos que como "La unión libre" justifican el abuso del "estupefaciente imagen".
Para Nicanor Parra ni el surrealismo ni la poesía francesa en general, que asociaba, ante todo a "las acrobacias verbales", eran santos de su devoción ni de su mayor conocimiento. En la declaración de principios que cada autor entregó al antologador junto con sus poemas, Parra especifica: "huyo instintivamente del juego de palabras. Mi mayor esfuerzo está permanentemente dirigido a reducirlas a un mínimo. Busco una poesía hecha de hechos y no de combinaciones o figuras literarias". Rojas se abstiene, en su declarado vitalismo patético, incluso de esas generalidades:
"Acabo de publicar La miseria del hombre, pero en realidad sé muy poco sobre poesía. Tal vez podría examinar el simbolismo de algunos poemas, las vivencias correspondientes, el primer estallido, las determinaciones en la palabra, lo que falta, lo que sobra, pero siempre estaría empezando a explicar cosas que a nadie sino a mí pertenecen."
Se infiere de ello, además de la declarada capacidad para correlacionar la escritura y la experiencia, el postulado de una suerte de yo trascendental que desprecia su intimidad (la poésie du coeur) para dar, dramáticamente "testimonio de lo efímero". Cuando no se puede vivir sin dar un testimonio, hay que escribir aunque todo se oponga, aunque la Poesía se vuelva contra nuestro cuerpo efímero y lo devore. ¿No es esto ya una prueba de que ella es más grande que el hombre?
La tonalidad neorromántica de esta defensa de la poesía, hay que confesarlo, está más de acuerdo que el distanciamiento de Parra con la actitud general de los antologados; pero los poemas mismos salvan a Gonzalo Rojas de las actitudes operáticas en que se quedan aquéllos, atenidos a sus turbulentas o graves, trágicas palabras preliminares, como si luego no les saliera la voz.
A estas alturas, parece increíble que poetas tan malos se tomaran tan en serio. Era de rigor pues, que cualquiera emprendiera una "búsqueda desesperada", "definiera lo indefinible", apelara a una "libertad atroz", "nuestro único dominante poético" o visitara "la sima profunda". Única explicación plausible: la influencia de personalidad: Neruda de las Residencias, Pablo de Rokha; y de la lectura caótica de esos autores de otras épocas de los que cada época puede, según sus preferencias, hacerse eco, ya sea para prestigiarse y prestigiarlos en esa frecuentación o para arruinarlos y decir, en su nombre, toda clase de tonterías.
La jerga de uso hacia 1950 combinaba, pues, o mezclaba al buen tuntún, las sentencias de los románticos alemanes, los simbolistas, los surrealistas, con las intemperancias o las astucias de los "genios" locales. Sea como fuere, creo que existió un acuerdo entre Rojas y Parra, sobre la base de una voluntad común de historizar, en poesía, testimonialmente, en contraposición a los ademanes "olímpicos" de sus eventuales compañeros de ruta o de antología.
Ambos admiraban a los grandes barrocos españoles "realistas" y fantasiosos, un gusto en que se reencontraban con Neruda y la Mistral; y ambos citaban Los cantos de Maldoror —el canto, por ejemplo, de las matemáticas— esto es, a un autor que el surrealismo había rescatado de los elogios dudosos de sus contemporáneos (Leon Bloy y Remy de Gourmont), pero que diverge por completo de las presuntas espontaneidades del discurso automático y sus secuelas, tratándose de un manipulador frenético que instaló su centro de operaciones en la sala de la máquina retórica y que hizo estallar muchas de las pretensiones y terrorismos del lenguaje poético.
Para Gonzalo Rojas, "Lautréamont con su látigo centelleante" puede haber sido, como para los surrealistas mismos y, en especial, para Philippe Soupault, un profeta, un arcángel, un endemoniado, un maldito, visión de la que da cuenta un texto clave de Oscuro: "Publicidad vergonzante". Es también el lejano motivador de cierta terribilitá que encara al sol en poemas como "Leo en la nebulosa" ("Salud, oh tigre viejo / del Sol") y que escenifica imágenes de lujuria y muerte: ("me besa con lujuria / tratando de escaparse de la muerte, / y, cuando caigo al sueño, se hospeda en mi columna / vertebral, y me grita pidiéndome socorro, / me arrebata a los cielos, como un cóndor sin madre / empollado en la muerte.")
Aunque de distintas maneras, Lautréamont para Nicanor Parra y para Gonzalo Rojas parece haber significado una misma vía de acceso para el reprocesamiento de ciertos lugares comunes de la retórica de la poesía negra. El humor frío de Parra pone en relación las imágenes tremendistas provenientes del folletín y de la novela gótica con situaciones módicas y banales y obtiene de ese encuentro o contraste efectos propios de la comicidad del absurdo. Rojas prefiere a las evidencias del collage, recordar, en sus poesías, el énfasis elocutorio, la amplitud, la cosmicidad y la tenebrosidad del lejanísimo modelo.
Oscuro profesa una especie de creencia en la imagen del poeta que sus textos asumen, respecto de la cual Maldoror es el gran precursor satánico y André Breton uno de sus austeros profetas iluminados. La vinculación y la desvinculación de Gonzalo Rojas con el surrealismo pasa por los cantos de Maldoror y remite a Baudelaire en el punto en que se aparta de su nunca olvidado André Breton, en lo que respecta a ciertos aspectos de doctrina o de creencias o de fijaciones. Baudelaire, en este contexto, es quien lleva a Gonzalo Rojas, en un texto como "Contra la muerte" (Contre le mort es uno de los secretos del arte mágico del primer manifiesto del surrealismo) a una reflexión muy distinta a la que se habrían permitido los surrealistas. La obsesión de la muerte en Rojas se traduce en pura desesperación: ("no quiero ver, no puedo ver morir a los hombres cada día").
El "horno duplex" baudelariano, católico y luciferino, eternizado por la temporalidad del Spleen —del aburrimiento, véase "Naturaleza del fastidio"— obsesionado por una muerte que se vive como la pasión de una eternidad contrariada, es en parte el hablante de los poemas de Gonzalo. El tiempo es su enemigo mortal ("seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir / fuera del tiempo oscuro"). Hombre de poca fe, por lo demás, que no cree en lo que desea bajo la especie de la vida eterna, ese hablante se desliza continuamente o más bien debe resolver su contradicción en el ámbito de la herejía considerándola, en este contexto, como el modo en que una religiosidad hace crisis de manera insoluble pero sin que el agente de esa crisis abandone el campo de los valores religiosos:
Me hablan de Dios o me hablan de la Historia.
Me río de ir a buscar tan lejos
la explicación del hambre que me devora,
el hambre de vivir como el sol
en la gracia del aire, eternamente.
Puede pensarse, al menos, que la formación católica de Gonzalo Rojas ha dejado en él una huella imborrable por borrosa que parezca, y que lo conduce una y otra vez a la encrucijada de la herejía, al encuentro, en la palabra, con el padre de los poetas malditos, con el primero de los poetas modernos luciferinos: profanación de lo sagrado, o sacralización de lo profano. El hecho es que raras veces la poesía de Gonzalo Rojas, se coloca al lado de un materialismo arreligioso, y Si alguien quisiera ver en esto una imposibilidad de la poesía misma, encontraría un buen ejemplo en el autor de Oscuro. Los valores de lo efímero material deben postularse aquí como contravalores, bajo la especie de sacralizaciones negativas, como los desafíos del hereje que, como no puede creer, se complacen en la culpabilidad y a falta de un cielo o de El Cielo, eligen, en la tierra, poblarla de evocaciones infernales. Así ocurre, al menos en lo que respecta al erotismo, y esta poesía no deja nunca de ser erótica. o casi nunca.
"Perdí mi Juventud" es un texto que parodia la confesión pública de un testigo de Jehová, un remedo del discurso confesional del "canuto" como se le llama entre nosotros al tartajeante pero discursivo adepto de esa secta: "Perdí mi juventud en los burdeles / pero no te he perdido / ni un instante, mi bestia, / máquina del placer, mi pobre novia / reventada en el baile."
El texto sube, desde el primer momento, de tono para hacer la apología de una prostitución sublime, a la manera de Fourier pero en la línea herética de Baudelaire: ("L´amour peut dériver un sentiment genéreux: le goût de la prostitution; mais il est bientôt corrompu par le goût de la proprieté") provocativa y transgresora.
La prueba de que se trata de una provocación, la de sostener lo que se postula como insostenible, es que el ethos de muchos otros textos posesivos y moralistas niegan el pathos de esa imagen de la prostituta sublime y maternal. Decididamente en el plano de lo que se puede llamar la ideología consciente, lo que prevalece es el muestrario de una conciencia desgarrada, ya sea que se explote este tema deliberadamente o que ya no se trate sino de una incoherencia aparentemente involuntaria.
Voy a rebasar el límite que me he fijado para este artículo, en media carilla, para hacer algunos alcances tentativos, que rebasen, a su vez, en cuanto tales, las limitaciones de una nota referida, en particular, a sondear el aspecto-sustancia del contenido cultural de Oscuro.
Volviendo a la relación que creo indispensable y que he llamado aquí "los poetas de Los Guindos", creo que Gonzalo Rojas y Nicanor Parra no son, en definitiva poetas codescendientes —no hay en ellos una comunidad genealógica, de descendencia— sus rasgos comunes tienen que ver con la voluntad común de filiar el arte con la vida y solo presentan, para seguirlo diciendo en el lenguaje aquí metafórico del evolucionismo, "características análogas de adaptación".
De la voluntad de ese vínculo emerge en Gonzalo Rojas, la pasión de un sujeto existencial y trascendentalista, algunas de cuyas alternativas tienden a retornar ciertas instancias discursivas emparentadas por así decirlo, aristotélicamente, antes con la retórica que con la poética, antes con el panfleto que con "la lengua poética" la cual "debe tener un carácter extraño, sorprendente".
El "grueso" de la obra de Gonzalo Rojas, si se me perdona esta (innecesaria) expresión cuantitativa, es de una naturaleza felizmente más oscura, que lo devuelve, justamente, a la necesidad de una lengua poética propiamente tal y a su particular gesticulación sintáctica, a las figuras de palabras que, como el juego de contrastes y antítesis del barroco español, culminan en la formalización de lo indecible. Dejo el estudio de ese repertorio, de esa técnica, para otra ocasión.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Enrique Lihn. Poetas fuera o dentro de Chile '77.
Gonzalo Rojas / Oscar Hahn / Manuel Silva.
Santiago, Chile, septiembre de 1977.