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Lihn, el otro cuentista
Cuentos Reunidos, Enrique Lihn, Ediciones UDP, 2016, 353 págs.

Por Roberto Careaga C.
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 5 de febrero de 2017




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Ampliamente reconocido como poeta, Enrique Lihn también fue un narrador retórico que dio novelas casi experimentales. Pero primero partió escribiendo relatos, hoy casi inencontrables. Ediciones UDP repara la ausencia con el volumen Cuentos reunidos, del que entregamos un extracto del prólogo, escrito por Roberto Careaga. En el libro se advierte que el poeta siguió una ruta a contrapelo de la narrativa chilena de su tiempo.


En 1962, el joven editor Carlos Orellana visitó sucesivamente el departamento que Fernando Alegría tenía frente al Parque Forestal. Buscaba algo que parecía definitivamente perdido: un cuento de Enrique Lihn. Novelista, ensayista y académico de la Universidad de Berkeley, Alegría era un hombre poderoso en las letras chilenas. También antojadizo. Unos meses antes había recibido de manos de Lihn un relato para la revista Atenea, pero él lo excluyó sin dar explicaciones. Cuando el poeta lo pidió de vuelta, Alegría se desentendió. Una y otra vez. Lo que era un problema, pues esa era la única copia mecanografiada y corregida del texto. Entonces apareció Orellana, quien necesitó tres visitas al escritor e infinitas conversaciones para conseguir que se decidiera a revisar entre múltiples carpetas hasta encontrar lo que buscaba: el manuscrito de "Huacho y Pochocha".

La misión de Orellana no era desinteresada. Quería el cuento de Lihn para una antología que estaba editando junto a Yerko Moretic, El nuevo cuento realista chileno. Publicado en 1962 al alero de Editorial Universitaria, el volumen, además, traía relatos de Poli Délano, José Miguel Varas, Jorge Teillier, Margarita Aguirre y Armando Cassigoli, entre otros. Toda una camada de narradores en ciernes que orbitaban en un circuito ligeramente paralelo a la plana de la Generación del 50, impulsada por Lafourcade. Unos más, otros menos, todos adscribían al ideario comunista. De hecho, la antología fue el trampolín para que sus editores lanzaran Ediciones del Litoral, un sello que, como le dijo Lihn a Pedro Lastra en sus célebres conversaciones, pretendía "sostener la apuesta que representaba la antología a favor de un realismo abierto, que liberara a los escritores marxistas del fantasma del realismo socialista tradicional".

Y ahí estaba Lihn, tratando de ganar la apuesta. No era el típico escritor comunista, pero ahí estaba, firme junto al grupo de Moretic y Orellana: al año siguiente de lanzar La pieza oscura (1963), el libro que lo consagró como poeta, publicó con Ediciones del Litoral su primer volumen de narrativa, los cuentos de Agua de arroz. Eran cuatro relatos en los que, a primera vista, aparecen tópicos más o menos obvios del temario socialista —personajes populares, lucha de clases, pobreza—, pero después se hace evidente que el juego de Lihn está en otra parte: el realismo socialista no es su problema, su asunto parece ser severamente literario: cómo hacer que la retórica supere a la cháchara y se convierta en contenido.

"El lenguaje tiene sus mañas y quiere ser exhaustivo", se lee en un paréntesis de "Los gatos", el primer cuento del libro La República Independiente de Miranda (1989). La frase funciona como una confesión —y quizá también como una disculpa—, que permite leer toda su obra narrativa: sus novelas, sobre todo, son piezas de fina palabrería, que operan como trampas para cazar los discursos circulantes de su época y retorcerlos hasta volverlos tema y trama. Lo hizo con la política, también con las teorías culturales. Fue en los cuentos donde Lihn activó ese mecanismo y el libro que ahora edita Ediciones Universidad Diego Portales permite ver todo ese recorrido: acá están los relatos publicados por el poeta que, digámoslo de una vez, no era un cuentista por vocación.

En este volumen se encuentran los cuatro relatos de Agua de arroz, y los ocho que aparecen en La República Independiente de Miranda. Los más de 20 años que cubren los textos, justamente en los que estalló el Lihn más rabiosamente iconoclasta, no pasaron en vano: si al inicio sus cuentos están cargados de una gravedad de ribetes personales y sociales, al final será un cuentista ligero, paródico y disparatado. Nunca, sin embargo, perdió el control. De eso se trata su narrativa. Eso es lo que vemos en "Huacho y Pochocha" y por ello fue tan importante que Orellana lo rescatara de los papeles de Alegría: más que al desarrollo de una historia, el lector asiste a la misma composición de la historia. Acaso a la inauguración de una poética.

"Este es el viejo cuento de cómo se escribe un cuento", le explicó Lihn a Lastra hablando de "Huacho y Pochocha". En el relato, un escritor echa a andar la máquina de la ficción a partir de un esmerado grafiti que ve en las afueras de la ciudad en que se lee nada más que "Huacho y Pochocha". Una declaración de amor. A partir de esa sola provocación empieza a contar quiénes son o quiénes podrían ser esos personajes y cómo su historia de amor se encaminó o se habría encaminado hasta ese mural. Cada elección narrativa está expuesta en el relato y así sus costuras constituyen el relato mismo. Lo magnífico es que más allá del exhibicionismo técnico, Lihn consigue lo más preciado: no solo que Huacho y Pochocha tomen sustancia, también que sean dos personajes conmovedores. Inolvidables en su precariedad proletaria y en la fortaleza de su amor.

En la nota de la contraportada de Agua de arroz, el mismo Lihn escribió que esos cuatro relatos eran los únicos que "sobrevivieron a una larguísima serie de frustrados experimentos para acuñar una prosa pasable". Pero ambición no le faltaba y quizás asumiendo el aliento marxista del grupo de Moretic y Orellana que por entonces compartía, añadió: "Me gustaría presentar a mi país, como en un 'espejo de verdad y vicio' algunos de sus rostros inobservados, que expresen nuestras enajenaciones y señalen, por sí mismos, entre el temor y la esperanza o aun en medio de su pequeña alegría la necesidad de revolucionar el mundo de nuestras relaciones materiales y espirituales".

¿De verdad creía Lihn que podía plantearse siquiera la posibilidad de cambiar algo del país a través de cuatro cuentos? Más allá de lo que creía, los relatos son solo parcialmente reflejos de "rostros inobservados" (¿desposeídos?), pero con toda seguridad son retratos. Cuadros de situación en los que la acción es mínima. En "Retrato de un poeta popular" pasa poquísimo; lo que importa es la voz del narrador, un empajador que, como dice, "le pego también a lo que es discurso u oratoria o lo que sea, conforme a la ocasión". Ante un grupo que él identifica como "poetas cultos", él echa mano de toda su capacidad retórica para relatar un regado encuentro de camaradería de la Asociación de Empleados y Obreros en Puente Alto. Lo central es el acto de modulación que hace Lihn de una voz que no es suya. Es casi una actuación.

Perfectamente Lihn podía ser uno de esos "poetas cultos" a quienes les habla el "poeta popular" del cuento. Más allá de que su familia viniera en una parsimoniosa decadencia, él era de clase alta. Era un pije que en el cuento está exhibiendo su capacidad de manejo de un discurso que no le pertenece —un poco a la manera de Parra, exagerándolo— y al hacerlo, inevitablemente, lo caricaturiza. Y toda caricatura es en el fondo burlesca. Lo de la burla no es gratuito porque ahí se incuba el desacato tan típico de Lihn. El estético y el vital. De hecho, el libro Agua de arroz, más que una pieza de la "apuesta por el realismo abierto", comandada por Moretic y Orellana desde Ediciones del Litoral, es la aparición de una narrativa inédita en la literatura chilena: dubitativa ante el relato, basada en las ideas, explícitamente consciente de su condición literaria y que le confía el rol protagónico, al mismo tiempo, a los personajes y al lenguaje.

Y aunque los cuentos son una rareza en su obra, también experimentaron cambios a lo largo del tiempo. Desde que Lihn se convirtió en el sátiro personaje Gerardo de Pompier, a mediados de los setenta, ya nada volvió a ser lo mismo: el tono del personaje se aferró a su escritura para dotarla de una potencia paródica inquietante y enigmática. La frontera del realismo dejó de tener sentido. Uno está tentado a creer que los relatos de La República Independiente de Miranda habitan en la fantasía.

Publicado un mes después de Diario de muerte, en julio de 1989, La República Independiente de Miranda recoge ocho cuentos. Cinco de ellos son esquirlas sueltas fuera de programa. Los otros pertenecen al impulso de la novela El arte de la palabra, que precisamente está ambientada en aquella república ficticia. ¿Cuba? ¿Chile? ¿Qué país parodiaba Lihn?, se preguntó Jorge Edwards al leer el libro, reduciendo a dos las posibilidades. Es cierto que Miranda, tal como ambos países en esos años, lo dirige un gobernante que parece haber estado por siempre en el poder y las reglas de convivencia se han vuelto absurdas, pero quizás hay otra opción: que el poeta parodie también la idea de lo latinoamericano, donde cualquier exotismo, incluso los derechamente mágicos, sea posible. Lo que despista es que a Lihn no le interesa el campo, ningún Macondo se huele en sus libros, sino las ciudades y sus habitantes alienados.

Los cuentos sobre Miranda incluidos en el libro -"Los secos y los húmedos", "Panorama artístico en la República Independiente de Miranda" y "Lagarto islote"- operan como nuevos capítulos para describir la forma de vida en aquel país. Son informes, levantamientos técnicos sobre hechos inesperados. Inundaciones que desarticulan el orden social, transformaciones geográficas y, en el caso más sorprendente, su historia artística: un abatido crítico de arte intenta dilucidar por qué diablos sus pares han pasado por alto que antes que ningún lugar del mundo, fue en Miranda donde apareció el cubismo. No hay trucos, si surgió fue nada menos porque el paisaje del país es literalmente cubista. Los de Miranda son artistas realistas a fin de cuentas. Aquellos relatos son algo así como nuevas entradas a la enciclopedia de Tlön y la referencia borgeana es tan evidente que el mismo Lihn la mencionó hablando sobre El arte de la palabra.

A veces, Lihn suspende toda la artillería retórica y sencillamente cuenta una historia. Y brilla. Sucede al menos dos veces. En dos cuentos sueltos, sin contexto al que ligarlos, "Tigre de Pascua" y "Para Eva". Lo inesperado del Lihn narrador son este tipo de cuentos: los convencionales. Son los menos de todos los que publicó. Quizás otros de este tenor terminaron quemados o en la basura, junto a los "manuscritos condenados". Lo que sabemos, lo que podemos leer, es que en la mayoría de sus relatos Lihn prefirió experimentar nuevos caminos, cruzar las fronteras del género y convertirlos en la materia de sus preocupaciones formales. Aunque cualquier hipótesis es exagerar: al lado de sus más de 20 libros de poemas, sus tres novelas publicadas y sus innumerables intervenciones críticas, estos cuentos son apuntes al margen. Ejercicios de estilo. Restos de una obra mayor. Ni siquiera su revés, quizás su eco deformado.

Quizás sean algo más. Quizás estos cuentos son el plan de una ruta abandonada. Los primeros puntos de un esquema desahuciado, en el que "Huacho y Pochocha" era la Piedra Rosseta: escribir cómo se escribe un cuento mientras se cuenta un cuento es describir un idioma en que realidad y ficción conviven en un mismo plano, lo relatado puede ser, a la vez, un repertorio emocional y una postura estética, y un relato no es solo un conjunto de hechos en movimiento encaminados hacia una resolución, sino también el retrato de cómo un momento se convierte en un momento en el mundo (y a veces, en un mundo inventado). Pero aunque Lihn haya desistido de ese hipotético camino, dejó estos cuentos mordaces y sorprendentes, capaces incluso de carcomer el candor realista que domina el panorama general del cuento chileno. Que hayan sido tan poco leídos hace de esta nueva recopilación una invitación a levantar el secreto.



 

 

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