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        Diamela Eltit y el imaginario de la  virtualidad
          
          Julio Ortega
          En "Una poética de literatura menor: La narrativa de Diamela Eltit" de Juan Carlos Lertora
        Cuarto propio, 1993
        
          
          
           
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        Aunque Lacan creyó que la mujer está excluida del reino de lo simbólico y que su amor por lo literal es de índole materna, el trabajo  narrativo de Diamela Eltit (Chile, 1949) forma parte de una más amplia  reapropiación del discurso de lo figurativo que varias escritoras  latinoamericanas se han propuesto. Y no sólo desde el feminismo igualitario (una  de las fuerzas más creativas en el proceso democratizador de la vida cotidiana en  América Latina) sino también desde el post-feminismo (su fase política actual, que  reafirma las diferencias del género en la paridad del diálogo). Habiendo desarrollado  toda su obra bajo la dictadura literal de Pinochet, Diamela Eltit comparte con los  nuevos escritores chilenos la práctica de una escritura de resistencia y de  alegorización, que disputó al discurso autoritario no sólo el significado de los  nombres sino la misma significación de nombrar. Sobre las prácticas diarias de  la carencia, su trabajo ha buscado actualizar el imaginario de la virtualidad.
         En su primera novela, Lumpérica  (1983), la plaza  pública es una metáfora de la comunidad ausente, convocada en un largo asedio; en su  relato neo-épico Por  la patria (1986)  lo comunitario es  el espacio del sujeto  femenino subvertor; y en El cuarto mundo (1988) la familia es el "cuarto propio" (Virginia Woolf) que  se vuelve ajeno para el mundo simbólico del cuerpo. La dimensión "literal" de  este proyecto narrativo radica fuera de la "ficción" en la "verdad" reformulada como el texto implícito, subyacente,  de cada novela. La dimensión "figurativa", en cambio, es la hipótesis  de trabajo (y de placer) que reformula la naturaleza genérica de la novela.  Cada texto se cumple en su propia estrategia, tentativo y a la vez irrepetible;  como otra instancia de la imaginación utópica y radical que en este tiempo y  destiempo histórico reafirma los márgenes de la diferencia latinoamericana.
         Precisamente,  en la narrativa postmoderna de Diamela Eltit ya no se trata de la polaridad  literal/simbólico, verdad/ficción, empiria/trascendencia, objeto/nombre,  dualismos estos que construyen las jerarquías del poder excluyente,  predominantemente patriarcal y autoritario. Se trata, más bien, de una  escritura que narra el desplazamiento de los opuestos, no para abolir los  contrarios (como hacía la escritura vanguardista), ni siquiera para demostrar  su carácter construido, ideológico (como hace la contra-cultura feminista),  sino (más radicalmente) para asumir la dualidad históricamente dada,  culturalmente sancionada, socialmente inscrita entre el hombre y la mujer en  un sistema de oposición de todo orden de desigualdades. A partir de allí es  preciso recomenzar en un proyecto de reidentificación e ir más allá de la  disociación cultural e ideológica. Es un proyecto, así, político, de política  cultural, porque replantea lo femenino como una hipótesis de fundación: como  virtualidad compartida.
         No  se podría adelantar una reconciliación de los antagonismos cuando el debate  apenas ha empezado, pero la hipótesis narrativa de Diamela Eltit lleva, como  una reserva cultural de reparaciones, las respuestas necesarias para  fundamentar su práctica desconstructiva. Otra vez, si el relato es figurativo  (hasta porque su sintaxis es elíptica), su sentido apela a producir, simbólicamente,  lo literal como reconstrucción práctica del sujeto en el discurso. El discurso  de lo literal, entonces, estaría por hacerse: la literatura viene de sus  versiones, insuficientes, las rehace y las replantea; lo empírico está por ser,  ya que no es aún, ahora (como la mujer misma, dice Julia Kristeva). La  escritura, esta escritura, es la primera materialización de ese universo  figurativamente propuesto como lo literal —lo idéntico a sí mismo pero  posterior a su nombre. Lo literal sería, así, lo cambiante, lo revisable, la  materia de que está hecho lo simbólico.
         ¿Cómo, en efecto, reemplazar al padre,  cuya autoridad sostiene el reino simbólico con la palabra del yo y de la ley?  Porque, justamente, el riesgo está en que la mujer suele confirmar el poder  represivo masculino en los mismos gestos con que los confronta. (Dicho de otro  modo, no se trata de reemplazar a Pedro Páramo con la Mamá Grande, sino de subvertir  el poder que los iguala). Reemplazar el patriarcado con el matriarcado sólo  confirma las jerarquías. Se trata, por lo tanto, de poner en crisis el sistema  mismo de la representación, la lógica que divide y define lo masculino y lo  femenino como destino biológico, roles sociales, economías discursivas, fábulas  de la identidad y verificaciones del poder. Desconstruir el discurso de la  representación para construir el habla de un sujeto femenino plural, hecho por  su deseo y su rebeldía, por sus carencias históricas y sus promesas actuantes,  es el proyecto que la escritura de Diamela Eltit adelanta como un drama  (desgarrado, novelesco) y un programa (crítico, radical).
         De allí que Lumpérica  ponga en cuestión,  desde su primera frase, la imagen del sujeto femenino. Para contradecir el  conocimiento que del sujeto femenino se presupone (control, represión) en el  discurso logocéntrico, esta novela no nos da el "nombre" sino el  "seudónimo" de su personaje (L. Iluminada). Y en lugar de su rostro  nos muestra su máscara:
        
          "Lo que resta de este anochecer será un festín para L. Iluminada,  esa que se devuelve sobre su propio rostro, incesantemente recamada, aunque ya  no relumbre como antaño cuando era contemplada con luz natural. Por eso la luz  eléctrica la maquilla fraccionando sus ángulos, esos bordes en que se topa  hasta los cables que le llevan la luz, languideciéndola hasta la acabada de  todo el cuerpo: pero el rostro a pedazos" (7).
        
        Vemos que empieza a plantearse el drama  de un espectáculo como el escenario del relato: la noche es aquí la  indeterminación, la materia que desata los códigos de la representación. La  "luz natural" es desplazada por la "luz eléctrica" en la  noche del "ornamento", del artificio, donde se gesta el discurso  novelesco y donde la identidad prefijada se  disuelve en el "contraluz". Por eso, el aviso luminoso de la plaza es  lo que hace al personaje "iluminada", a la vez hecha por la luz del  artificio y por la figuración escénica. En la plaza ella asume "un nombre  propio", esto es, otro nombre, porque la luz del letrero la re-nombra como  parte del paisaje (suplementario) de la plaza (margen del discurso) que, a su  vez, le da su "identificación ciudadana": o sea, su carácter no  natural. De este modo, la novela excede la demanda de identidad esencialista,  nominal y caracterológica impuesta por los discursos dominantes. Como ha dicho  Foucault, la identidad que ata al individuo es una fuerza coercitiva social.  Derrida, en Spurs  (1978), nos advierte  que la noción de mujer tal vez no sea una identidad determinable. La mujer  sería, más bien, "una no-identidad, una no-figura, un simulacro"; y,  por eso, "el distanciamiento de la distancia, la cadencia del intervalo,  la distancia misma".
         Es revelador que Lumpérica (título  que nombra una virtualidad: la saga por formularse sobre el lumpen, es decir,  una contra-retórica) presente a su sujeto como un pre-sujeto, como una  hipótesis en la intemperie, en la distancia promediada de la plaza pública  ceremonial. Leemos:
        
          "Llegan los desarrapados de Santiago, pálidos y malolientes a  buscar su área: el nombre y el apodo que como ficha les autorizará un  recorrido"; son "nombrados genéricamente pálidos como escalafón  provisorio". Comienza así el ritual:
            "L. Iluminada en el centro de la plaza empieza otra vez a  convulsionarse. Los pálidos rotan sus cabezas para tener un mejor ángulo y sólo  entonces se dispersan sobre el césped. Atentos, fijan sus miradas en el  bautizo, mientras el luminoso acomete directo en ella que, frenética, mueve las  caderas bajo la luz: sus muslos se levantan del suelo y su cabeza colgante se  golpea por tantas sacudidas contra el pavimento" (7-8).
        
         Este juego gratuito es una reinscripción  del cuerpo, nombrado y renombrado por la luz de la plaza. Pronto, ella actúa  "por el puro placer del espectáculo", y congrega a los mendigos que  "como productos comerciales, se van a ofertar en esta desolada  ciudadanía". En la economía del espectáculo todo se constituye como signo  intercambiable: la figuración de la marginalidad convierte en energía  transfiguradora a las evidencias. Por ello, la novela puede volver a comenzar,  a replantear sus signos de combinación y canje. La luz que reinstaura el espectáculo  es "una proposición de insania". La representación natural ha sido  puesta en crisis y será sustituida por el recomienzo sin tregua, por el  replanteamiento contra-discursivo de una novela sin fábula que (homologa a la  "plaza pública", su referencia virtual), está abierta al espectáculo  de su propio descentramiento.
         Este nacimiento del sujeto femenino en la página pública de la  escritura pasa de la máscara a la identidad plural. Leemos: "Pero no está  sola allí. Todas sus identidades posibles han aflorado por desborde ...  sobrepasándola en sus zonas" (9). El espectáculo excede a los personajes  y hace del sujeto un espacio de canjes y permutaciones. El recomienzo de la  gesta distingue a los mendigos, héroes del contra-discurso:
        
          "Con sonidos guturales llenan el espacio en una alfabetización  virgen que altera las normas de la experiencia. Y así de vencidos en  vencedores se convierten, resaltantes en sus tonos morenos, adquiriendo en sus  carnes una verdadera dimensión de la belleza" (10).
        
        L. Iluminada es vista como  "teatral" y, en seguida, como objeto de una toma fílmica: los puntos  de vista que testimonian el nacimiento de su cuerpo en la plaza-página, en el  centro del "lumperío", se convierten ellos mismos en el proceso del  relato (11-12).
         Esta primera parte de Lumpérica está  hecha de cuatro escenas con sus resúmenes, variaciones y enumeraciones que en  cada una reescriben la notación del ritual (bautizo, reconocimiento) de L.  Iluminada y su cohorte de "pálidos" (los "pálidos  ofendidos" de un poema de Vallejo). En el proceso, ella irá a adquirir  "otra identidad" y se "reconoce en su propia imagen",  refractada. El ritual callejero y nocturno se convierte, en las asociaciones  propuestas por la escritura, en una "fiesta bautismal colectivizada"  en la que "el sacramento en la plaza" es una "borradura del  pasado" (20-21). Estas funciones virtuales de la plaza pública evocan, por  cierto, las teorías de Bakhtin, sólo que aquí se busca poner en crisis la misma  representación, radicalizar el emblema de la plaza, vaciada de su razón  comunitaria. Se trata, por lo mismo, de recomenzar. Así, bajo la luz que les da  "una alterada magnitud", el sujeto "ha desorganizado el  lenguaje"; parece "muda", "enferma" (30). Sangra,  siente tristeza y placer, pone la mano en el fuego; estos gestos implican el  bautizo pero también el sacrificio: el nacimiento del propio sujeto.
        La puesta en crisis de la identidad no es aquí una pérdida sino una  gestación y, por eso, un nacimiento subvertor. Esa desidentidad opera  críticamente porque inicia el cuestionamiento de las funciones codificadas  tanto de la escritura como de la lectura. De allí que el texto sea el producto  mismo de este gesto de reinscribirse como desrepresentación. No porque meramente  se rehuse la fábula, sino porque rehusa representarse en términos de las  validaciones y codificaciones dadas, y requiere problematizar su propio  nacimiento para radicalizar sus demandas. Esta práctica de la postmodernidad  narrativa adquiere en Diamela Eltit una nueva dimensión: el sujeto femenino ya  no corresponde al repertorio crítico reivindicativo del feminismo sino a lo que  podríamos llamar la pragmática crítica del postfeminismo, que en la escritura  requiere ir más allá de los repertorios para subvertir el relato y recodificar  sus operaciones. Por eso se parte aquí de una crítica de la presencia  codificada y de una puesta en escena de la escritura como espectáculo del sujeto  virtual. La escritura se convierte en el espacio propio de este nuevo sujeto  femenino, no en el mero instrumento del lenguaje institucionalizado y central.  Esa transferencia, esa reapropiación, es decisiva para el proyecto más audaz de  esta escritora: su construcción de un discurso que rearticule la experiencia  histórica y social chilena y latinoamericana desde los márgenes y  descentramientos de la condición femenina. En Lumpérica ese proyecto sólo empieza; adquirirá su  mejor desarrollo en Por  la patria; y en  El cuarto mundo cuajará en una alegoría desfundadora.  Pero en cada texto todo recomienza: el sujeto, la comunidad, la familia. Y en  cada uno se trata de trascender el "yo" en el espacio alterno del  "otro"; se trata de proyectar el diálogo sustantivo que rehaga la  noción del "nosotros;" de subvertir lo que pasa por  "natural"; y, en ese proceso, de reconocer un lugar y un hablar  hispanoamericano, alterno. El rigor de este proyecto es notable, tanto por la  calidad indagatoria de su empresa como por su original despliegue de recursos y  estrategias narrativas. Sin concesiones, con la convicción artística de una  identidad creadora alerta, Eltit nos convoca a una lectura comprometida y  exigente; por un lado, la inteligencia formal de sus textos es intrigante y  brillante; por otro, la reformulación de la experiencia que exploran propone  nuevas y poderosas imágenes de un mundo hecho más vivo por las demandas  interpuestas por el sujeto femenino.
        Volvamos al proceso de Lumpérica. La  segunda parte es un diálogo referido: la víctima reconstruye el interrogatorio  a que la somete el victimario. La pregunta del policía ("¿cuál es la utilidad  de la plaza pública?"), abre paso a la serie de posibilidades  convocatorias de la plaza; aunque la autoridad (cuya noción de uso es de una  "objetividad" represiva, codificada) busca siempre un propósito  sancionable, de modo que la represión y la censura que ejerce requiere del  discurso de la representación, del lenguaje articulado por su supuesta y  manipulada objetividad. Otra vez desdoblada en cine, la escena deja paso a la  protesta ciudadana: la plaza es el lugar de las "manifestaciones, los  desfiles, el fervor" (47). El lenguaje de la plaza (marginal, subrepticio)  se opone al dominante del poder.
         La tercera sección del libro es una secuencia de escenas de lirismo  barroquizante en las que el sujeto protagoniza el espectáculo público con voces y gestos de un  teatro (evocativo de Artaud), que es de una expresividad primaria, pre-verbal,  física. Con la cuarta secuencia ("Para la formulación de una imagen en la  literatura") volvemos a la dimensión autorreferencial (¿habíamos salido  de ella?); y ahora se trata del sujeto (L. Iluminada) que atraviesa otra  crisis: la de su cuerpo en la enfermedad. Pronto, la auscultación de su cuerpo  en un hospital ocurre más bien en la película que está siendo filmada sobre la  historia de esta mujer plural; y, en seguida, entendemos que ese doble proceso  culmina en una tercera instancia: la escritura, a la que la protagonista (y  proto-agonista) accede desde su cuerpo. Cuerpo y escritura son una materia  significante paralela, el proceso que decide la significación. Irrumpe luego el  yo autorial en una letanía de identificaciones metafóricas con L. Iluminada:
        
          "Su alma es ser L. Iluminada y  ofrecerse como otra. Su alma es no llamarse diamela eltit/ sábanas blancas/  cadáver.
            Su alma es a la mía gemela" (81).
        
        Ese otro, sujeto de la escritura, se ha convertido en figura de la  equivalencia: sustituye al sujeto (yo pluralizado) en el escenario de una  feminidad comprensiva, virtual. Esta densa secuencia culmina en otra  interrogación: el desgarramiento del núcleo familiar, con la madre y el padre  en la escena de un nacimiento (el del sujeto). Y termina con la lengua  popular, con gestos de escarnio. De este modo alegórico, la  "literatura" es aquí una forma vital y radical: nace del cuerpo, y  con ella se pretende rehacer el lugar del cuerpo en los discursos que lo  controlan.
         "¿Quo vadis?", la quinta sección, da curso a un habla desenfadada  que ejerce su libertad:
        
          "Como un zoom es la escritura. Reaparece la mujer que duerme o  quiere dormir, pero no es así: es el placer de extenderse jugando con el  deleite de su propia imagen. Infantil tendida es ésta. De mentirosa lo hace.  Porque jugar a la distorsión de la mirada por falta de luz, ha sido una  actividad explotada hasta el cansancio" (91).
        
        La ironía subraya el recuento:
        "Asumió la retórica del acertijo, hundida en lo cotidiano de esa  situación trepó en lo indescriptible. Se supuso: con neones, sortijas, aretes.  Cuadriculada de fetiches volvió a la letra trazada con guante de seda brillante  —enteramente significativa— se interroga a sí misma en lenguaje poético y  figurado. Rompe su modelo, se erige en capítulo" (92-93).
        
        El sujeto se ha hecho espectáculo por la  mirada y el recuento; este repaso de lo escrito vuelve la mirada también hacia  los mendigos de la plaza, ahora cubiertos de plástico bajo la lluvia.  Testimoniar (ver, escribir) es también leer en el drama el texto de una  recuperación:
        
          "Para ser leídos desde atrás de los plásticos que los salvan de  la lluvia y por eso descifrados, mirada y texto, cuerpo y mente se refrotan. Se  abre así la novela, surgen los personajes, se los lee bajo la iluminación de  la plaza" (97).
        
        Y al final:
        
          "Tinta fue esa lluvia que ha negociado el gris perfecto de su  vestido... Para que esos dedos entintados la trazaran entera, estamparan su  indeleble huella y así el fugaz rayado de la plaza se seriara sobre sí y ella  misma acudiera entonces a los bancos, los árboles, los faroles, el pasto,  toda esa plaza al fin pudiera almacenar la tinta para repetir otros  escritos" (106).
        
        Esta reescritura del mundo se propone,  con fuerza lírica, abrir un escenario maternal, original, donde la realidad se  gestase desde un alfabeto común.
         La sexta secuencia deja paso a "los grafitis de la plaza".  Otra escritura, esta vez civil, convoca al "usted" del texto, al  lector público, quien debe optar entre las distintas funciones de la escritura,  que los mendigos "tematizan sobre otras fundaciones" (111). La  escritura como "proclama", "desatino", "ficción",  "seducción", "engranaje", "sentencia", etc., es  contrastada en cada ejemplo por frases de L. Iluminada, de tono erótico. La  descripción urbana —donde cosmos, ciudad, historia y cuerpo funden sus  imágenes— es respondida por el testimonio (lacónico pero pleno) de esta voz  desde una zona cierta de luz que, al final, verifica: "Escribió:  iluminada entera, encendida" (124).
         Teresa de Lauretis ha postulado que la especificidad de una teoría  feminista no puede ser encontrada 1) en la idea esencialista de la feminidad  como más cercana a la naturaleza, el cuerpo o el inconsciente; 2) tampoco en la  idea de una tradición femenina marginal, privada, intacta, y por ello instalada  fuera de la historia y supuestamente por descubrirse; 3) menos aún en las  fisuras de lo masculino, oculta bajo las refracciones del falocentrismo. De  Lauretis cree que esa teoría está, más bien, en las prácticas que permiten a la  experiencia histórica femenina producir la identidad de la mujer como su propia  interpretación. Esas prácticas son diversas y la escritura es sólo una de  ellas. En el caso de Diamela Eltit, se trata de una práctica inclusiva:  trabajar desde la escritura es operar sobre los discursos referenciales de las  otras prácticas (políticas, artísticas, psiconalítica, comunitaria) siempre  desde la perspectiva de una escritura no femenina ( no hay esencia de género en  la escritura) pero sí inscrita en y hecha desde lo femenino; esto es, desde un  sujeto históricamente situado en la escritura como fuerza de imantación,  desconstrucción y reformulación de los órdenes atados por los lenguajes de la  representación naturalizada. Por lo primero, el sujeto está abierto, no  determinado, y contamina su indeterminación a una escritura desatada de los  códigos de la representación; en la sexta secuencia, por ejemplo, cada uno de  los casos de escritura pública pasa por la imantación del sujeto femenino; lo  cual supone 1) que no hay escritura puramente objetiva, ni siquiera la pública;  y 2) que el sujeto (L. Iluminada) "enciende" (o escenifica, decora)  cualquier modelo escritural. En cuanto a la desconstrucción suscitada, el  sujeto femenino está, precisamente, en esos blancos, pausas, espacios que son  la sintaxis de la escritura; signos o gestos que operan como la espacialización  de la materia inscrita; esta puesta en página de la letra equivale a la puesta  en escena (ante un público lector y teatral, cinemático y espectacular) del  sujeto. Plaza, página: el sujeto es enmascarado para que su identidad surja no  como un rostro sino como una energía del desplazamiento figurado. Por eso, es  el relato (la narración clásica del nacimiento de un sujeto en el contexto que  lo define) lo que es desconstruído: los blancos desarticulan la  "historia" para que se mueva otra, disforme y previa. Este sujeto da  cuenta de su propio nacimiento (sin cuento) en el único contexto donde podría  adquirir su identidad libre, entera: la plaza/página, es decir, la escritura.  Es en la escritura donde el sujeto rehace su genealogía para liberarse como  fuerza teórica y práctica, como exterioridad formativa de la femineidad  histórica. De allí la necesidad de una reformulación. Ya no se trata de  replantear lo femenino como un repertorio reivindicativo; sino que, internalizando  su programa más concreto y actual, la novela debate los tópicos y dilemas pero  no fuera, sino dentro del texto. De modo más persuasivo y crítico, las novelas  de Diamela Eltit se internan en los discursos autoritarios para desde allí  horadarlos y transgredirlos. En Lumpérica todo  ocurre en y entre los discursos de lo literario. Se diría, incluso, que Eltit  ha decidido exteriorizar la literatura como un repertorio de decires  autoproblemáticos, y probar en cada formulación una reformulación  posible—irónica, lúdica, retórica.
         Ese despliegue formal (que evoca la parodia de la fábula que es  característica del nouveau  román)  es la otra inscripción del texto: su propio nacimiento en el registro  (anti-municipal, se diría) de una genealogía contestada. El texto no inventa a  sus precursores, ni siquiera a sus precursoras, sino que forja su propio  precurso, su gesto anti-canónico entre los textos, abierto a un parentesco  festivo y plural, y cerrándose sobre los hábitos de la lectura, cómplices de  una textualidad pasiva. En ese sentido, este es un texto en proceso  autorreferencial, un semi-texto (una semiosis del texto) y un archi-texto (un  mapa de caminos); siendo, como es, el ensayo de un relato posible sobre el  nacimiento del relato (femenino) en una gesta (colectiva) para rehacer una  historia de la carencia (la de la sociedad autoritaria). Escribir es, pues,  reformular: rehacer la hechura de la historia; quitarle la palabra para  devolverle la letra. Como ha demostrado Rodrigo Cánovas, durante la dictadura  de Pinochet se produce una literatura de apropiaciones y resistencias, una de  cuyas características es el trabajo sobre el discurso institucional desautorizado  en el texto.
         En la séptima secuencia retoma el interrogatorio policial, esta vez a  propósito del carácter sospechoso de L. Iluminada, cuya caída accidental en la  plaza es interpretada por la autoridad como una estratagema; y este es un gesto  típico de la teoría autoritaria de la conspiración, según la cual el universo  humano es dual—verdadero o falso, legal o desordenado, obediente o culpable.  La tiza que el personaje lleva en la mano es fuente (tinta) de la escritura  (grafitti) pública (subversiva). La interpretación implica a la lectura: la del  poder, la del arte, la del lector. "Sin recursos técnicos no había sino  una unívoca interpretación" (136), dice alguien, y ello alude también a la  necesidad de pluralizar la lectura para desfocalizar la lectura del poder, que  presume legislar sobre la única representación posible, aquella que lo  perpetúa. El objeto (como el sujeto) desnombrado y figurado ya no da cuenta  del código de su representación que es el sistema de su represión. Según el  poder autoritario todo es legible y, por tanto, todo es sancionable. Si una  política de la interpretación controla la lectura (el orden de los objetos en  el lenguaje) sólo nos queda fracturar ese orden, recusar su código ambivalente,  y demostrar que hay otras formalizaciones, opacas para la lectura única, que  potencian interpretaciones críticas; lecturas éstas en clave negativa (opuesta,  pero fuera del dualismo del sistema) capaz de convertir a la lectura dominante  en un reduccionismo del lenguaje.
         En este proceso, se trata del campo focal  de la mirada, de la visión (del ojo humano, del ojo de la cámara, de la mirada  narrativa), que es el escenario del ojo histórico (de su testimonio y  documentación) donde el sujeto (con los ojos del lector) se construye  reconociendo (viéndose ver) su entorno. Este repertorio (verdadera escuela  política de la mirada) sostiene la teoría femenina de estas novelas. Los muchos  ver-es acopian una subjetividad que rehusa el repertorio establecido del sujeto  situado (humanista, feminista, modernista...) y lo incumple en la exterioridad  que, al ser re-vista, se convierte en indagación (ritual) y espectáculo  (participante). Esta subjetividad femenina, así, se manifiesta rehaciendo los  términos de la representación. Lo femenino es lo no representado, esto es, lo  entre-visto, lo ya no subyugado. Se diría que la lección de Freud (vemos lo que  no queremos ver: el sueño es la memoria del olvido) es puesta al revés: no nos  vemos en la memoria porque el pasado nos niega (lo femenino es lo olvidado,  reprimido, por los discursos a cargo). Por tanto, la subjetividad no emerge en  el dualismo (típico de la interpretación freudiana) memoria/olvido; sino que se  constituye en los cortes y recortes de la visión, esto es, en las operaciones  subvertoras (negación, invasión, seducción) del cuerpo documentado por la  letra, por la materia escrita, esa metonima de lo femenino. La subjetividad,  así, sería la reconstrucción del escenario de una objetividad trashumante y  provisoria, donde la mujer (L. Iluminada, Coya, la Hermana) encarna un tiempo  sin pasado (sin memoria) y viene del olvido en el puro presente de su  transformación. Ese tiempo en proceso, abierto, es una promesa de la escritura  que excede tanto a la historia como a la utopía, y que crece en sus márgenes,  fuera de sus repertorios, allí donde nada ha concluido y donde nada empieza  aún. Esto es, donde todo es parte y reparto, entre-visto y entre-dicho.
         Si Lumpérica  es, pues, el proyecto  de la ocupación de una plaza (de un texto, de una máscara, de una  interpretación), lo es al modo no de un programa de haceres y decires sino de  otro, hecho de descuentos y recortes. No en vano, la sección octava,  "Ensayo General", intenta describir (leer) la fotografía de una mujer  (¿la autora en plan de lectora?, ¿la novela auto-gráfica?); imagen perturbadora,  porque esta mujer nos muestra sus brazos vendados y nos mira como si nos  hiciera testigos de su historia sin discurso. En la interpretación freudiana  ésta sería una imagen de otra, reprimida, que acusa a la lectura del padre.  Pero en el sistema del texto, esta imagen es la representación de la herida que  la lectura satura: leer es reconocer el cuerpo femenino como imagen de una  subjetividad (en devenir) manifestada en su zozobra. Esa inquietud ocupa la  mirada con su quieta evidencia; si el cuerpo es imagen, la lectura (y el  lector) es la herida: la transferencia es un canje, no una anomalía. Ese dolor  es ilegible pero nuestro. No es casual que a esta evidencia de la imagen  corresponda, en el texto, un lenguaje sincrético y balbuceante. Luego, las  vendas de los brazos son vistas como cortes, signatura de una violencia prolija  y sádica que la imagen delata como herida pura. Todo vuelve a la lectura, al  ojo:
        
          "El ojo que lo lee, errático, sólo  constreñido por su propio contorno, se encarcela en una lectura lineal. El ojo  que recorre la fotografía se detiene ante el corte (su corte) y reforma la  mirada ante una molesta, impensada interrupción. ¿Así el arte? 
            Trompe  l'oeil." (149).
        
        La lectura como espacio de la  interpretación: esta definición hace del sujeto un producto del diálogo, del  cuerpo un enigma de la mirada mutua.
          
          La novena secuencia nos vuelve a la plaza y al reiterado proyecto de  su ocupación por la "lumpenluminada". Y el texto concluye (o cesa)  con la décima secuencia, donde al borde del nuevo día L. Iluminada reinicia su  ritual de paradigma del espectáculo, como si ensayara la nueva fundación de la  comunitara ciudad por venir. Así, la saga del habitante marginal es una  "lumpérica" virtual; no cuenta la historia (la sabemos bien) sino que  reescribe la utopía (descartada por el conformismo del discurso dominante),  cuya lectura es antagónica a los poderes disuasivos. La historia empieza en la  carencia, la utopía es la mediación de lo virtual. Lumpérica hace el camino más difícil: el de las  redefiniciones.
         Por  la patria (1986)  es un proyecto mucho más ambicioso. También, más difícil y, en sus propias  reglas, más logrado. Se trata, pienso yo, de una de las más intrigantes  resoluciones narrativas del debate estético y político de la década; y de uno  de los mejores productos de la experiencia histórica femenina de América  Latina. Como en Lumpérica,  en esta novela el argumento  es mínimo y, sin embargo, decisivo: la historia de Coya, su familia y sus  compañeras de población, procede en una serie de transgresiones que subrayan el  espacio de marginalidad activa. Coya sobrevive la pobreza y la violencia de su  gestación de sujeto tanto como el cuadro edípico, y opone una práctica política  femenina a los programas previstos. Esta des-asimilación del sujeto femenino  tanto del esquema psicoanalítico como del social, suscita en cambio la noción  de una rearticulación política, de resistencia, oposición y transgresión. Sólo  que al revés de lo que ocurre tradicionalmente en el marco humanista, aquí la  política no es una racionalidad positiva sino una fuerza de la negatividad; la  política no es hija privilegiada del utopismo social ilustrado sino el poder  mismo de la orfandad, de la disrupción exacerbada. Por eso, la política como  actividad de lo femenino se figura aquí en los márgenes, sistemáticamente, como  un proceso de reconversiones capaz de ocupar (y defender) su espacio  "desértico" (al modo de una tabula rasa del  rehacer político). Proceso también capaz de forjar, desde la histeria y la  autodenegación, su control del lenguaje y del significado de su propia fuerza.
         Todo ocurre como un contra-programa que se demuestra a sí mismo desde  la perspectiva de la dificultad: el utopismo no es en Eltit una racionalidad  sustitutiva o equivalente; su persuasión política es más radical: suma la  "crítica negativa" (que Kristeva reclama para el discurso feminista)  a la crítica del dominante discurso "pluralista" (que es, en verdad,  liberal: integracionista vía el camino del medio). De ese modo, el  contra-programa no ilustra un progreso racionalista (humanista) sino una  progresión de sumas y restas, de avances y retrocesos, donde una práctica de la  marginalidad, e incluso una técnica del sujeto marginal, se construye como la  inquieta representación del imaginario colectivo, del Chile marginal durante  la dictadura de Pinochet. La novela traza el proceso de una épica popular  femenina desde su propia indagación como escritura (materia cambiante en el  margen de lo literario) y como espacio (margen propio en el espacio ocupado  por la vigilancia autoritaria).
         Esta novela es un díptico: 1) el escenario subvertido por el poder  autoritario; y 2) las respuestas de una épica de resistencia; y posee un  despliegue formal fragmentado por la pulsión indagatoria. Su estrategia formal  no es integrativa sino fragmentativa; su fragmentación no postula una suma  sino una dispersión. De allí el carácter nominativo, que empieza como una revisión  del nombrar y designar, que abre las palabras para redecirlas en partes  disímiles (juego verbal, paranomasia, raptus oral); y que termina como un  renombrar figurativo, hiperbólico pero objetivante. Este nominalismo  (resustantivador) comunica la densidad material, la textura angustiada y la  práctica de lo específico en un texto que rehusa representarse en términos del  código naturalista y la estética "realista" de la verosimilitud. Este  es otro rasgo de su exceso negativo, allí donde se dan las pruebas abundantes  de una carencia sobreimpuesta. Su contrato de veridicción es otro: puro  probabilismo, sus hechos se documentan en testimonios aducidos por el propio  texto, tanto como en la experiencia del lector, ese contexto que la novela  asume como horizonte de lo verosímil, tácito y cómplice. Su propósito es ir más  allá: añadirle a nuestra contextualidad histórico-política una textualidad  antitética. No un espejo para reconocernos entre los que tienen razón sino una  máscara, un simulacro, donde descubrimos que no tenemos razón suficiente, que  nos faltaban, precisamente, los nuevos textos de la imaginación y sus descontentos.  Esa otra política del margen es una épica imaginaria en esta novela  conmovedora. Nos hace testigos, por lo mismo, de su documentación probatoria al  modo de un cuerpo (texto) herido (pre-texto).
         De  tal modo que el análisis se da por frecuencia de la fragmentación: los  términos que recurren podrían ser leídos como indicios y tendríamos así la  sintaxis de esta épica de lo marginal numinoso. Una épica, se diría, desgajada;  literalmente arrancada, página a página, del libro sin nombre de la  marginalidad popular bajo la dictadura. El primer indicio es la sílaba (en  este caso "ma": "ame, madama, mama", etc., reduplicada en  "mamastra"); sílabas son también el padre, la madre y la hija, que se  conjugan en la lengua oral. La novela empieza en este silabeo, como un programa  de indagación por la enunciación paterna y el enunciado materno, que la hija,  Coa, potencia en su nombre (coa es uno de los nombres para jerga en Chile; y  Coya es, claro, princesa Inca en quechua, hermana y esposa). La escena primaria  del habla se inicia aquí entre voces de bar, evocaciones de gestación y  nacimiento, y sarcasmo demótico. En esta imbricación física, la identidad de la  hija es problemática: "Una vez me pasó y no me salió la voz, es decir, me  salió, pero la de ellos: parte de una frase de mi madre y la otra mitad de mi  padre" (15). Desde el comienzo los personajes subvierten su propio  paradigma: no están naturalizados por sus roles (padre, madre, hija) sino que  son ambivalentes, impredecibles. En un escenario promiscuo y desgarrado, la  humanidad de los padres aparece descarnada y culpable. Otro personaje  recurrente es Juan, quien desde el comienzo está "vendido a los  perros" (24), es decir, es un informante de la policía. Coa o Coya, el  sujeto que asume la voz narrativa, es doble habla: jerga secreta pero también  hermana, solidaria del habla comunitaria. La mujer es así lenguaje secreto  (Co-y-a) y habla nativa: popular e indígena; sílaba matriz del saber colectivo  y reprimido, margen del lenguaje y centro del habla.
        La policía asalta la población en pos de los supuestos sediciosos  (las amigas de Coa entre ellos), y la madre de Coa la protege: "es mía,  es sólo para mí la paria, decía, la parida no me gusta, no quiero partir sola  de nuevo". Este juego silábico alude al título: la paria es hija de la  patria. La patria es el lugar del padre pero en nuestra familia lingüística se  designa como femenino (madre patria); esa doble autoridad sanciona el carácter  paria del hijo. El padre huye de la redada mientras la hija quema los papeles  que lo implican. Por la patria, la identidad (el pasado) es tachada: el  presente es el estado de fuga. Se trata del discurso rehaciéndose sílaba a  sílaba, como historia familiar (balbuceo) y relato colectivo (testimonio),  entre los espacios del desarraigo (sin lugar social) y del arraigo (matriz  verbal popular). Así, el mundo del extrañamiento empieza a ser rehumanizado  desde el comienzo: desde el habla que lo disputa.
         Esa  habla es la instancia del pueblo pobre, y pasa por el autoescarnio de sus  hablantes en una suerte de sadomasoquismo de la expresividad. Pero Eltit no se  complace en el mero verismo dialectal sino que lo utiliza para situar su texto  en el más sensible tejido de lo popular: la voz, la dicción, ese hablar  lacerante y vulnerable del entorno, de la clase social, del mundo vuelto  idiomático. En el texto esa habla se amplía, habla otros idiomas; dialoga  con/entre otras lenguas. Al final de la primera secuencia ("Se ríen")  el padre vuelve a casa herido y la hija lo recibe en su cuerpo (ahora de palabras),  sobre el dictamen recusor del incesto, abriendo la historia a un yo/tú  narrador que incorpora el uno en el otro. Esa emotividad maternal de la hija  ante el padre a su vez se expresa (bajo la fuerza del tabú roto) en el habla  del Eros místico. No en vano en la próxima secuencia la hija se torna en madre  del padre.
         Aunque la narrativa de Eltit tiene en el discurso psiconalítico uno  de sus intertextos, no podría ser reducida al mismo. Es preciso, eso sí,  advertir que la experiencia no es aquí naturalizada o diluida por un código  externo; y, mucho menos, recusada por las censuras de la letra y sus decoros,  sino que, más bien, la escritura es el instrumento de rearticulación de la  experiencia (individual, de clase, comunitaria, política). Por un lado, la experiencia  irrumpe en el texto con toda su violencia, crudeza y arbitrio; por otro, la  escritura la precisa y expande. Con el incesto, por ejemplo, que pertenece a  la experiencia social, y con la violencia policial incruenta, tenemos dos  casos de violación pero también de definición de los agentes de la fábula de la  "patria", la narrativa autoritaria del padre. En cuanto al incesto,  la novela coincide con la idea actual de que la relación con la madre ha sido  desplazada, en la tradición freudiana, por la relación con el padre. Esta nueva  lectura lacaniana (como la de Luce Irigaray) resitúa el rol materno (y  femenino). Más allá de esas alternancias, en Por la patria es patente que la relación madre-hija es  fundadora de la diferencia sexual, pero también de la necesidad de recomenzar  desde la madre. En El  cuarto mundo (1988)  ese proceso culminará con una plena subversión de la escena familiar.
         Si se puede hablar de una literatura de compensación, en la que  experiencia y pérdida son una (Harold Bloom), esta novela es, más bien, de  descompensación, donde la pérdida es el punto de partida de una nueva  experiencia. Esa sería la parte positiva de una crítica negativa radical. La  experiencia en sí requiere ser rearticulada, en el texto, como la documentación  de una negatividad cuya fuerza recusadora acumula, sobre las ruinas, el  trayecto de un camino hacia fuera. Ese camino sólo es textual pero actúa como  la mediación de la pérdida, de la angustia, del dolor; y, por tanto, la otra  orilla donde el programa político del cambio (de lo nuevo) se levanta. La  culpa, el castigo, el dolor son mediados, así, por el deseo, el habla, la  emotividad. Este ritual de transgresión es también de purificación. No en el yo  sino en el Otro— de uno a otro el diálogo reordena las cosas. El orden no es  previo sino actual, inmediato a la escritura. Por eso, no hay un árbol familiar  sino un intercambio de funciones femenino-masculinas, no a nombre de una  androginia prediferencial sino a nombre de la necesidad incorporadora que suma  a los actores en el otro familiar. La madres (vacías) dan nacimiento a la  comedia; los padres (padre y patria) a la tragedia. La escritura los  travestiza, los intercambia, para internalizar sus identidades violentadas,  para cuidar de sus heridas elocuentes.
         La  sección "Estacas en las esquinas, alambradas" es de una sola página  (69) pero no en vano está señalizada: plantea el conflicto entre las fuerzas  policiales de ocupación de la sociedad civil y las fuerzas marginales, cuya  estrategia es el control de su espacio (los eriales); espacio sin salida,  enclaustrado, pero donde se reafirma la objetividad (enunciación, notación,  testimonio) de un nuevo discurso sobre la gesta popular. La secuencia  siguiente, "El cerco, el delirio, el cerco", replantea el origen de  esta nueva épica en la interacción de la hija y la madre, que aquí empieza por  redefinir los términos a partir del cuerpo, el vino (tinto y tinta), la sangre.  El flujo materno da a la hija su identidad imaginaria, que ella verifica en  seis consiguientes "visiones", letanías donde la escena primaria del  diálogo con la madre deriva o implica la indagación por la patria. Pero, a su  vez, esa identidad materna de la nacionalidad es puesta en duda: el sujeto vive  una suerte de comedia alucinatoria en la que sus papeles cambian para no  fijarse.
         Así, el desgarrado, urgente proceso de definiciones (matriz verbal:  las palabras responden por los padres) se trama con el cuento de la  insurrección y la represión (donde se construye la objetividad como el  escenario fracturado de lo social). El origen del sujeto épico es esa  intersección, esa articulación de lo materno y lo subvertido. Esta postulación  de lo femenino como el origen solidario coincide con la noción de Kristeva  acerca de que la práctica feminista sólo puede ser negativa; esto es, "la  función negativa" rechaza todo lo que está estructurado, lleno de significado,  definido en la sociedad.
         La postulación de Luce Irigaray de una "morfología femenina"  en un mundo morfológicamente masculino, es parte del programa de Por la  patria desde  su primer gesto: la conversión de lo "privado" (físico, orgánico,  sexual) en público. La ruptura de la censura y el tabú, sin embargo, están  articuladas a la necesidad de que la morfología de lo femenino se vertebre en  una "épica política", esto es, en una exterioridad (social, empírica,  popular) rehecha por la calidad subvertora de la parte femenina en tanto fuerza  desconstructiva. De allí que "Testimonios, parlamentos, documentos,  manifiestos" ceda la palabra (otro gesto de la objetividad en proceso) a  los personajes, a las mujeres que protagonizan, como un núcleo  "materno" de lo virtual, la épica de su propio relato diseminado.  Otra vez, la palabra del sujeto (ese yo interseccional) se trama con los hechos  de la política: asistimos a la destrucción del barrio por la policía, cuya  táctica es no sólo represiva sino recusadora del otro en su espacio; es el  espacio (ya marginal) el que es borrado, expulsado al borde sin nombre de su  intemperie social. Las madres "generan" a sus hijas en el testimonio  (la voz del padre está aquí ausente), y de ese discurso de expiación y  comunidad (desgarrado, entrañable) emerge Coya como el sujeto destinado a  "sobrevivir"; "Coya, reina electa y legítima estéril de esos  eriales" (149), líder del grupo de mujeres. Su padre ha sido asesinado;  Juan, el amigo, trabaja para la autoridad; pero ella, desde su nuevo  nacimiento, se promete "perdurar".
         Si esta primera parte de la novela posee la urgencia de su  documentación apelativa, la segunda ("Se funde, se opaca, se yergue la  épica") desarrolla el contrapunto de una voz colectiva hecha de las voces  de las mujeres del núcleo. En la suerte de vía crucis femenino que la novela  traza, esta parte se inicia con el grupo en la cárcel, víctima de la represión  y la tortura. Esta prisión es también una suerte de hospital donde Coya  empieza a escribir "desatada, desligada de todo", "cubriendo el  odio manifiesto que me encauza" (194). Los diálogos, actuales o transcritos,  que siguen recuentan la comunicación fecunda del grupo de mujeres, su  resistencia al enclaustramiento, su necesidad de ir más allá de la histeria,  hacia la identidad comunitaria. Las hablas compiten ahora por reformular un  consenso, una experiencia compartida. La "obstinada resistencia" ha  puesto a prueba el lenguaje, y gracias a él se ha salido del encierro hacia el  habla de una épica popular, hecha en los márgenes de los discursos y a nombre  de una patria virtual. Diamela Eltit, así, sitúa lo femenino como una fuerza  desfundante y fundadora que en el centro de la carencia trabaja la virtualidad.
        De este modo, la fragmentación y el hermetismo de la novela  corresponden al carácter regenerativo de su proyecto: el sujeto es su historia  familiar, pero es también el discurso con que resiste la violencia autoritaria  del poder; en esa resistencia, el lenguaje ligado ("objetivo") y  codificado ("natural") confirma al poder. En cambio, la fragmentación  supone el des-control pero también el proceso de retomarlo: desde la orfandad  política, el sujeto se construye un nacimiento colectivo. Ese proceso nos  resulta hermético porque no corresponde a nuestros hábitos genéricos de  lectura: esta novela se resiste a ser consumida en los términos previstos para  la lectura de novelas, un contrato hoy día poco exigente. Esa resistencia es  parte de su programa: nos exige el trabajo y las dificultades de su propia  formulación. Y así nos hace compartir su proyecto poético más audaz: la crítica  negativa se desdobla en afirmación creativa; el documento en promesa, la  historia en hipótesis; y, en fin, la novela en verdad del imaginario comunal.
         La Coya que el Inca Garcilaso de la Vega situó en el linaje materno,  allí donde el idioma nativo, dice, lo "bebí en la leche", es resituada  por Diamela Eltit en el linaje fracturado por la violencia deshumanizadora del  autoritarismo de todo signo. El sentido se vacía, y la carencia ocupa el  espacio destituido. Pero la novela remonta la historia a través del habla,  desde el cuerpo y mediante la crítica, para gestar el proceso alternativo de  una palabra de la resistencia; así, con los mismos materiales de la carencia  termina diseñando un mapa de la virtualidad. El sentido es ahora la abundancia  posible, entrevista en los márgenes, capaz de reanudar la emotividad quebrada  por el poder y reencauzada por la escritura.
         Por  la patria, por lo demás, participa de otros dos  debates no menos actuales. El primero tiene que ver con la representación  histórico-política de Chile bajo la dictadura. El segundo con la representación  anticanónica de lo femenino. Ambos dilemas implican, ciertamente, al discurso  literario y la formulación narrativa en esta saga popular, cantata heroica,  ópera de pobres, épica postmoderna. En cuanto a la dictadura, Diamela Eltit nos  lleva más allá del testimonio y más allá de la denuncia, y nos sitúa al día  siguiente de la angustia de culpa que reproduce una parte del exilio chileno.  Si La  desesperanza, de  José Donoso, es seguramente la mejor novela chilena sobre la agonía del fracaso  político, asumido como el significado (o pérdida del significado) que la  dictadura de Pinochet impuso a los hombres y mujeres de la Unidad Popular; y si  El anfitrión, de Jorge Edwards es una sátira  funambulesca del exilio chileno, de su retórica justificativa y de las  ilusiones de rehacer el pasado, Por la patria renuncia al balance (o sea, implica que  la experiencia de fracaso es ininteligible) y el discurso chileno del exilio  le es ajeno (o sea, implica que el hacer político es nuclear). En verdad, la  política es aquí lo empírico, esto es, la definición de las prácticas  discursivas. El universo chileno popular está allí— como el referente de la novela,  y sin duda son verificables sus rasgos humanos; pero lo son en tanto y gracias  a su urgencia discursiva. Esa condición objetiva es una representación del  discurso narrativo, de su poder de convocación, se diría, que hace de lo  empírico un acto de habla. Al renunciar al naturalismo (al saber histórico de  lo político) y a la biografía imaginaria (al fantaseo sobre el papel de cada  quien), Diamela Eltit se queda con el presente político, cuya presencia está  ocupada por la violencia de la reorganización económica (que la novela traduce  como una topología de exclusiones); y, al mismo tiempo, esta presencia está  vaciada por la práctica antidemocrática y corruptora del autoritarismo (de  palabra única, la del poder). Presente de presencia reprimida y de carencia  deshumanizadora, la política ocurre, entonces, en los márgenes: en la  conciencia no de las grandes ideas sino del cuerpo y sus demandas; no en la  memoria histórica sino en la historia privada; no en los partidos políticos  reprogramados sino en la familia políticamente alienada. Mucho menos, claro, en  los exilios culposos y/o exitistas sino en la marginación urbana, en la economía  política de un discurso antirretórico, hecha de los nombres mínimos. La  política, así, recomienza en lo privado, en el desgarramiento que supone la  confesión, la transgresión, la ruptura del tabú —en lo que Julia Kristeva llama  el lenguaje de la abyección—, aquel que se enuncia en la desposesión, y que se  levanta como el habla del subalterno. Esta economía de la representación,  entonces, confronta al discurso de la dictadura en su centro: en el presente  ocupado, donde se enuncia la palabra de la contradicción. Por eso, el nacimiento  del sujeto supone el de un lenguaje popular alterno. Y la desconstrucción del  género (del relato de lo político) implica la construcción de una textualidad  distinta; de una fábula del texto como proceso proteico, flujo dramático,  contrapunto desgarrado; lo que documenta su verdad histórica con la ficción de  su complejidad formal. Como si la discursividad histórica requiriese de una  práctica no prevista en la legibilidad, una práctica rigurosa y laboriosa, cuyo  trabajo intransigente nos compromete con una noción de la verdad no descifrada  sino cifrada. Lo político, en fin, es un hacer que está por culminarse; lo  histórico, un rehacer y recomenzar; lo novelesco, la fábula de estos decires  en un espacio homólogo por rehabitar.
         En cuanto a la representación  anticanónica de lo femenino, Por la patria hace de lo privado su primer gesto  político pero no para afirmar la subjetividad del sujeto y el relativismo de lo  político, sino para recobrar desde el cuerpo y su historia un habla  antirrepresiva; no sólo anti-burguesa, sobre todo exorcisada por la palabra  transgresiva. De ese modo, lo femenino emerge como habla purificadora,  antitraumática. El recurrente examen de la interacción de la hija y la madre,  por ejemplo, es de una intimidad descarnada, pero su crudeza está suturada por  el lirismo del recuento. Precisamente, lo femenino es aquí representado desde  su carácter residual, pre-codificado, de economía inversa; desde allí asume su  propia diferencia señalada por su no-lugar entre los códigos neutralizadores,  por su cuerpo abierto en diálogo. Lo femenino es un contradiscurso: su  representación una sustracción, una recusación de las normas. Es aquí, por lo  tanto, donde se funde lo privado: en lo íntimo hecho público y político. El  Sujeto (la hija portadora del habla) hace el proceso de su constitución como un  trabajo de identificación plural, lo femenino se forma en el re-conocimiento  de un discurso de la renominación. Como dice Irigaray: nuestra cultura no se  basa en el parricidio (Freud), sino en el matricidio, en la abolición del deseo  de la madre. Eltit, precisamente, empieza por recuperar el flujo ausente de lo  materno.
         Estos dilemas de representar lo femenino  desde la derogación tienen en la tercera novela de Diamela Eltit, El cuarto mundo, una poderosa metáfora: la familia es aquí  la escena primaria transgredida, y su desprogramación es la propuesta de una  ética solidaria radical. Como en un mito postmoderno (retazos de un relato  remoto) la novela empieza en la concepción de la pareja heroica: hermano y  hermana, mellizos, los primeros habitantes de un nuevo mundo sudamericano  (desocializado, virtual). Tabula rasa de  Occidente y primer día (primera página) de una nueva gestación. Leemos:
        
          "Un 7 de abril mi madre amaneció afiebrada. Sudorosa y extenuada  entre las sábanas, se acercó penosamente hasta mi padre esperando de él algún  tipo de asistencia. Mi padre, de manera inexplicable y sin el menor escrúpulo,  la tomó, obligándola a secundarlo en sus caprichos. Se mostró torpe y dilatado,  parecía a punto de desistir, pero luego recomenzaba atacado por un fuerte  impulso pasional... Ese 7 de abril fui engendrado en medio de la fiebre de mi  madre y debí compartir su sueño. Sufrí la terrible acometida de los terrores  femeninos" (11).
        
        La violencia del padre y la enfermedad de la madre presiden esta  crisis del nacimiento, que marca en los "terrores femeninos" el  comienzo mismo del habla. En el vientre materno, el narrador toma la palabra:  lee los sueños de ella como revelaciones somáticas de una "gloriosa  ceremonia". Pero afirma también su identidad en contra de su madre y de su  hermana melliza. Explora, discierne, evalúa; y padece ansiedades y temores,  víctima de las "narraciones" (sadomasoquistas) de la madre.
         La  primera parte de esta novela, cuya escritura más directa es la de un informe  clínico, está narrada por el hermano, por su necesidad de reordenar los hechos  y esclarecerlos; su lógica analítica busca reafirmar su identidad por la  diferenciación sexual, más tarde, sin embargo, ambigua y trasvestida. En cambio,  la segunda parte está narrada por la hermana, por su conciencia de culpa y  necesidad de expiación; el lenguaje de la histeria se funde en las  alucinaciones del incesto. La primera pareja podría ser la última: su identidad  de hijos es borrada por su transgresión del tabú, por su intercambio de roles  sexuales, y por la radicalidad de su "sacrificio"; se trata, en  efecto, de un ritual expiatorio: la pareja suscita la  "autodestrucción" de sus papeles diferenciados para gestar la  "fraternidad" que el Otro ("mendigo", "sudaca")  demanda como "homenaje", como resistencia común frente a "la  nación más poderosa del mundo".
         Desde  la abyección, desde la agonía sadomasoquista, esta pareja fundadora vive el  ciclo antiheroico de su des-fundación: grado cero de la familia, con esta  pareja la historia recomienza como respuesta de la diferencia  "sudaca" en contra del mercado de este fin de siglo que es un fin del  mundo latinoamericano. En la universalización del mercado, donde los hombres se  venden unos a otros, sólo los mendigos, sólo los hermanos del ostracismo,  pueden enunciar la pureza radical de un sacrificio fraterno, de una destrucción  de "la familia", de la "persona" y su "lugar  social". Son estos discursos positivistas de lo "social" con su  racionalidad "humanista" y "liberal", los que son puestos  en crisis por la lucidez alucinada de este texto subvertor. Con la pasión  deliberativa de Bataille, la racionalidad prolija de Sade, y desde la libertad  enunciativa ganada por su necesidad de un arte nuevo, Diamela Eltit nos  confronta con un relato perturbador, nada complaciente de sus propias fórmulas,  visionario y enigmático; esta es una novela escrita desde una mirada fija, absorta,  sobre el escenario pesadillesco de una humanidad disconforme y urgida de una  palabra que no sólo la redima sino que la redefina en términos de su  fraternidad por hacerse. Pocos textos postmodernos como éste convierten la  negatividad de estos tiempos en un ardiente reclamo, crítico y poético, por  otro relato y un distinto correlato.
         En El  cuarto mundo  se  reivindica, en la lógica de las reapropiaciones que distingue la práctica  narrativa de Eltit, otra metáfora de la deyección: la noción de  "sudaca", que reemplaza a sudamericano en la España de hoy, y que es  un término discriminatorio, equivalente al de "espalda mojada" con  que en los Estados Unidos se descalifica a los trabajadores migrantes. Pues  bien, este "sudor" es una marca racial, un estigma económico, una  derogación política. La novela lo asume por ese valor de orfandad: el emblema  del ostracismo adquiere así un valor de redefinición política en las evidencias  y las carencias pero, a la vez, en la necesidad de gestar, de generar, una  nueva respuesta desde la diferencia latinoamericana. No otro fue el gesto de reapropiación  del Inca Garcilaso de la Vega cuando se llamó a sí mismo, y a boca llena,  "mestizo". Al final, el nacimiento de la nueva hija se produce en  medio de la ocupación de la sociedad por el mercado (127); y no es casual que  esa "hija" sea la misma novela que, al concluir, "irá a la  venta" (128). Desde la crítica negativa, la novela reafirma la lucidez  agónica de su registro alucinatorio. El Tercer Mundo, más recusado que nunca  por la violencia de todo orden, se transforma en este texto en un virtual  "cuarto mundo"; desocializado, apocalíptico y escandaloso, capaz de  recusar en su raíz las fundaciones del saber y el hacer de Occidente. Esta  valerosa parábola responde al ostracismo con la fuerza y la transparencia de su  sedición.
         Los procesos de la autorrevelación del sujeto parecen seguir, con  oblicua ironía, la tipología prevista en el discurso psicoanalítico para  situar sus instancias de malestar y definición. Ese repertorio se despliega en  la novela, impecable y tópico, sin énfasis caricaturesco pero no sin evidenciar  la retórica de una disciplina que pretende la legibilidad de lo hermético.  Eltit, como es claro, prefiere materializar esos procesos, y devolverles el temblor  y el drama de la zozobra psíquica. La ironía subraya el relato, y se hace a  veces patente: "María Chipia, mi hermano mellizo, escuchó la cita  excluyente y, por una debilidad fisiológica, hizo una neurosis, imitó una  sicosis perfecta. Realizó a continuación una bella escena ritual en la que se  tornó rubio, árido" (89). Por cierto que la diferenciación sexual se da,  dentro del vientre materno, como una alegoría de la función del espejo. Dijo  Lacan: "La función del estadio del espejo se nos revela entonces como un  caso particular de la función de la imago, que  es establecer una relación del organismo con su realidad" (Escritos, 14). En la novela un mellizo es espejo  del otro: la imagen no es el yo pero representa y define al yo. O más bien,  rehace al yo en la indeterminación del otro. Este espejo cóncavo pone en duda  las evidencias, la diferenciación, los roles supuestos; y, en este proceso, la  representación misma es puesta en entredicho: en una hipérbole de la alienación  (como "personajes" de Beckett que retrazaran sus biografías  equivalentes) están confinados a la familia ("Estamos salvajemente  preparados para la extinción. Un pequeño e iluminado grupo familiar  maldito" 101). De modo que, se diría, pasan de sicópatas a sociópatas: el  mundo exterior tendría que ser rearticulado para ser otra vez habitable; sólo  que los "héroes" del fin de la familia han deshabitado toda posibilidad  de espacio, al extenuar su propio lugar en los discursos dados; y la niña del  final, donde la propia autora se declara como madre, es no sólo la novela sino  el relato de una otra lectura.
         Desde su monólogo, desde sus primicias del cambio, el sujeto femenino  hermana los lazos del cuerpo virtual. Desde el relato de la incertidumbre  demanda, sobre las ruinas discursivas de la tradición humanista, por un mundo  otro y cierto.
        
            
        
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        OBRAS CITADAS
        - Brito, Eugenia. "La narrativa de  Diamela Eltit: un nuevo paradigma socio-literario de lectura", en su Campos minados, Literatura post-golpe en  Chile. Santiago:  Editorial Cuarto Propio, 1990.
          - Castro-Klarén, Sara. Escritura, transgresión y sujeto en la literatura latinoamericana México, Premia Editora, 1989.
          - Eltit, Diamela. Lumpérica. Santiago: Las Ediciones del Ornitorrinco,  1983.
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          Por la patria. Santiago: Las Ediciones del Ornitorrinco,  1986.
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          El cuarto mundo. Santiago: Planeta, 1988. 
          ------"Diez noches de Francisca  Lombardo", en Julio Ortega, ed., El muro y la intemperie. El nuevo cuento  latinoamericano. Hanover,  New Hampshire: Ediciones del Norte 1989,149-163.
  ------ El padre mío, testimonio. Santiago: Francisco Zegers  Editor, 1989. 
  - Ortega, Julio. "Resistencia y sujeto femenino: entrevista  con Diamela Eltit", en 
          La  Torre, IV,  14, abril-junio 1990,229-241.
          - 
          Richard,  Nelly. La  estratificación de los márgenes, Sobre arte, cultura y política. Santiago: Francisco Zegers Editor, 1989.