Palabras
leídas por Diamela Eltit el 12 de Noviembre de 2002, en la Sala Manuel
Galich, y con las que inauguró la Semana de Autor(a) dedicada a
ella.
Mitad niño, mitad
perro. Animal pensante. Acezante. La novela Patas de perro,
del narrador chileno Carlos Droguett, diseñó una figura que me parece
lúcida y provocativa. Escribió la diferencia escurriendo por un cuerpo
obligado a debatirse entre los signos irreverentes de la jauría y una
solícita domesticación. Pero, claro, finalmente insumiso, hubo de
desaparecer tras la leva. Escogió diluirse entre los ladridos más
profanos de la leva, perdiéndose en la noche....
Evoco al
niño-perro, Bobby, pues me parece que se yergue como una metáfora que
hasta hoy nos desafía. Quiero aludir a su distancia, su resistencia.
Sí, la resistencia. Porque el niño- perro siempre percibió su
alteración canina como un más, como un atributo y un don que estaban
allí para acrecentar una potencia que se duplicaba extraordinariamente
humana y perruna a la vez.
.Y los obstáculos se precipitaron
sobre Bobby con un fanatismo indisimulado. Los poderes más decisivos
se inclinaron en su contra. Se dejó caer el prejuicio y una suma
incalculable de juicios. Lo enjuiciaron. Entre la espuma de una boca
demasiado proclive a la sed y sus dos patas poderosas, encaró el
hambre y los golpes. Su cuerpo se transformó en sede para la ejecución
de un castigo incesante. Pero él, protegiéndose a sí mismo, ya se
había escudado en el interior de su propio reclamo.
Comprendió, con una lucidez
determinante, que no existía la menor posibilidad de renuncia. Su
cuerpo, que fuera tachado de monstruoso, constituía un escándalo. Y,
sin embargo, él lo sabía, le pertenecía enteramente. Ahí estaba.
Bobby, transcurría.
Se enfrentó, poseído por una forma
de miedo no exento de serenidad, a la intransigencia dictaminada por
los programas oficializados. Tempranamente supo que algo en él
inspiraba sentimientos en los que se trenzaban la rabia y la culpa.
Una rabia y una culpa insertas en el interior de las propias
instituciones que lo expulsaban, porque, en verdad, él representaba un
deseo agudo que la hegemonía no se atrevía a consignar de sí misma.
Bobby encarnaba un consolidado sueño de insurrección que el sistema se
había prohibido anhelar hasta en sueños.
De esa manera, Bobby semejaba una
pesadilla que se cursaba a plena luz del día. Sólo los carniceros
parecían destinados reconocerlo y por eso le lanzaron, desde sus
mesones húmedos y enrojecidos, el pedazo de carne para humillarlo y
así poner de relieve la materia animal que tan bien conocían. Claro
que sí. Ellos, los carniceros.
Pero Bobby quedó inscrito como
emblema. Porque Carlos Droguett consiguió configurar su novela
apelando a una escritura imperiosa, deseosa, sin pausas, febril. Una
escritura que obliga a sus concentrados lectores a alterar su ritmo
respiratorio para así fundirse y confundirse con la letra.
Contaminarse en una lectura perrunamente acelerada.
La novela y su inquietante letra
permanecen allí, arrinconadas, quizás rezagadas en un estante
hipersólido, aunque seguramente menos ostentoso. El extraordinario
aporte de Carlos Droguett con su novela Patas de perro
continúa con su creativa, misteriosa y desafiante carrera para
indicarnos -a algunos de nosotros y a los otros- que sí, que sí, que
sí existe un cuerpo que, tal vez, no quiere ni debe filiarse porque
sí.
Quiero agradecer
al conjunto de los trabajadores de la Casa de las Américas y, muy
particularmente, a su presidente, Roberto Fernández Retamar el honor
que han conferido a mis libros al dedicarles su Semana de Autor. Y,
como no, a las amigas y los amigos críticos literarios su presencia en
esta ocasión única e irrepetible. En este espacio único e
irrepetible.
La
Casa de las Américas -lo sabemos- está inscrita ya en la imaginación
literaria del Continente como uno de los proyectos más consistentes e
insistentes en la promoción y producción de diálogos entre diversas y
plurales literaturas. Y, desde luego, no puedo dejar de expresar mi
admiración por el cubanismo barroco. Señalar que su red lingüística
más extremadamente cifrada es un hito irrenunciable. No sólo el
reposicionamiento gongoriano con la nueva desafiante aguda gesta
caribeña que el imprimió Lezama Lima -y que de manera sobresaliente
hubo de leer el divino Sarduy-, sino, además, el humor barroco
adherido y adherente que asalta resguardado tras una enmarañada
inteligencia para permitir el estallido de la carcajada que viene a
diluir el depósito de rencores.
Me
tomo aquí la libertad de anexar y evocar la creativa risa cubana de
Roberto Fernández Retamar. Legendaria para mí. Inolvidable. Y en la
orilla más severa, su poesía y su asentado aporte teórico. Entonces,
¿qué hacer, qué decir, qué escribir?, ¿con qué podría comparecer en
estas circunstancias? Resulta pertinente -digo- titubear, permitirme
el curso de algunas divagaciones, sin temor a revolver diversos y
hasta divergentes sentidos, asumiendo el riesgo de arribar, incluso,
al sin sentido.
Esta invitación que me parece demasiado generosa y la de mayor
prestigio en los ya extensos años que conforman mi actividad
literaria, resulta en extremo estimulante, pero también -tengo que
decirlo- es difícil de asumir. Como muy bien lo entendió Jorge Fornet,
toda declaración de autor bordea la absoluta irrelevancia. Entonces me
resguardo tras lo provisional y lo tentativo para intentar exponer
algunas de las problemáticas que, desde mi perspectiva, actúan como
detonantes en el acto de escribir literatura.
En
verdad, creo necesario precisar que cada libro que he conseguido
concluir ha sido producto de su particular letra, pues aun cuando sé
cuánto requirió de mi predisposición más intensa, siempre hubo de
portar su propia autonomía. Hablo de la letra y de su considerable
peso material.
Entonces, yo misma me siento, en parte, extranjera a esos libros que
dejan de pertenecerme de manera abrupta en ese minuto crucial e
ineludible en que se despegan de mi mano para irse con sus patas de
perro, salivosos, precipitándose hacia los pequeños lugares aledaños.
Se van, buscando un hueco o una fisura en la zona erial de un ojo que
los recoja.
Nunca me he sentido una escritora profesional. Más cerca de la
artesanía de la letra imperfecta, me asombra su imposibilidad, su fuga
irrebatible. Y eso cautiva. La trampa lúdica que tiende una letra que
se presenta como aparentemente disponible Y el desafío más alto radica
en seguir el dictado más tenso de esa letra, perseguirla con la lengua
afuera, empecinada en la búsqueda incierta de producir apenas un
destello estético y político.
Alguna vez me he referido a la posibilidad de establecer una política
de escritura, hacer de la letra un campo político, riesgoso quizás,
siempre en curso, por senderos laterales. Eso es. Parapetarse, allí,
en el recodo y no salir del recodo, quedarse, permanecer dando vueltas
y vueltas, prendida a la dudosa esperanza de habitarlo. Pero no. Se
trata de contener la esperanza. Se trata de centrarse en el deseo de
recodo.
Porque, en realidad, está el goce, ese goce intransferible y
sobresaltado que provoca la extrema cercanía con la letra, un goce que
reniega y rechaza la profesionalización de la escritura. Más bien el
horizonte parece completarse cuando se presenta el asomo del temblor o
el peligro latente de un naufragio que nunca va a terminar de
cursarse.
Entiendo, siempre he considerado, con extrema claridad, que es la
letra la que tiene que encontrar su lugar porque surge, de manera
incontrarrestable, la exactitud de un lugar para el lugar exacto de la
letra. Aunque comprendo la emergencia -y quizás necesidad- del autor
que maneja en cuerpo y alma su propia producción, más bien -y sin caer
en idealizaciones románticas- me interesa teórica y políticamente el
despropósito que porta la literatura, su capacidad de dispersión más
subversiva.
Pero, claro, hoy la letra está, quizás, así lo percibo, acorralado. De
la misma manera que la ley no conduce necesariamente a la justicia, la
literatura parece rehuir su trabajo oficioso con la escritura. Pero la
rehúye por un férreo mandato que dicta el ultracapitalismo encarnado
también en la industria editorial que productiviza el libro como una
fuente inagotable de entretención masiva. Pero no pretendo cuestionar
aquí la entretención o la legitimidad de una cierta frivolidad. Eso
está bien. El punto crítico se enclava en cómo el mandato de la
industria despolitiza la letra y la concierte en mera zona
referencial, en simple ilustración de una determinada oportuna
realidad que resulta conveniente y funcional al proyecto mercantil que
hoy nos cerca y comprime.
Desde luego -lo sabemos-, una extensa parte de la literatura ha
habitado siempre un campo minoritario. Y eso es interesante. Sólo que
hoy la irrupción triunfante del libro-mercado subsidiario del libre
mercado construye sensibilidades que rasan y alteran las problemáticas
más complejas, mediante la generación de estereotipos que, al
consolidarse, consolidan el sistema. Pienso que la instalación general
e indiscriminada del libro-mercado no es inocente ni menos aún casual.
Actúa, más allá incluso del seudocompromiso de sus contenidos, como
aliciente de un acrítico proyecto despolitizador de la
letra.
Puede ser que invocar la particularidad de la escritura en tanto
interrogación crítica al soporte del relato parezca extemporáneo. O,
dicho de otra manera, las sensibilidades dominantes construyen
actualmente su negación bajo el supuesto del anacronismo. No obstante,
renegar de la espacialidad y del espesor de la letra con toda su
dimensión material y la gama de relaciones intrincadas que convoca,
implica complicitarse con lo que Pierre Bourdieu denomina un proyecto
de "deshistoria", en este caso, literaria, para así posibilitar la
desocialización de la escritura, desocialización que es uno de los
instrumentos privilegiados en los que descansa el ultraneoliberalismo
para validarse.
No
es mi propósito emplazar las literaturas neoliberales, ni menos
cuestionar a sus autores. Más bien la idea que me moviliza es la
posibilidad, en los estrechos fronterizos espacios disponibles, de
atraer la letra hasta la letra sin más rentabilidad que su choque y su
infinita combinatoria interna. Me refiero a una productividad anclada
en el rigor apasionado de continuar pensando lo literario en términos
de un oficio acotado, y rebatir así la expectativa espectacularizante
que promueve el libre mercado cultural.
Porque me parece -y me reservo sin reservas el margen de error que
pueden portar mis impresiones- que si se renuncia a la vertiente
provocativa que porta la escritura, se propicia una hegemonía
semejante a la poderosa cadena televisiva CNN, que bajo el supuesto
del pluralismo, forma corrientes de opinión a costa de la represión,
supresión y deformación informativa.
Y
no puedo dejar de referirme en este espacio a los contextos que hoy
nos proporciona la historia. Una historia que -sabemos- siempre ha
portado una fuente inagotable de tensiones. Una historia que nos ha
demostrado hasta el cansancio más monótono cómo se esmera en evitar, a
toda costa, el propiciar algún tipo de tregua.
Sin
embargo, no es posible obviar cómo actualmente se conforma un
escenario social extremoso y turbulento que, por el momento, se
presenta como irrebatible. Un escenario que valida la violencia pura y
el éxtasis moral para así esconder y escamotear una gara bélica y
rapaz que horada el hueco para extraer (escudado detrás de un discurso
humanitario) las máximas reservas de petróleo y obtener el control
masivo sobre los gaseoductos.
Ahora mismo se han estigmatizado las mezquitas como un nuevo síntoma
de una colonización que sí tiene demasiados precedentes. Y, aun así,
se han estigmatizado las mezquitas. Tal como antaño fuera el oro el
soporte de un discurso desmantelador de los primeros habitantes de la
América que fueron sometidos a una analítica en la que se desechó su
condición humana, hoy la helada determinación que busca poseer de
manera ilegítima el petróleo y el gas hace del musulmán su presa. Qué
vergüenza.
Pero es más. Las complejas y agitadas geografías de Colombia y
Venezuela están claramente intervenidas. El prolongado sitiamiento a
Cuba. El castigo ejemplarizante que experimenta la
Argentina.
La
guerra del siglo XXI, producida con las mismas características del
guión de un filme hollywoodense, transcurre delante de los
espectadores de una pantalla mundial. Una pantalla que no puede ser
desactivada aunque cerremos los ojos. Aunque cerremos los ojos,
continúa ocurriendo y ocurriendo.
La
ciudadanía ha caído en picada. No somos sino espectadores. Sí, nos
hemos convertido en espectadores incluso de nuestro propio desolador
habitar. Porque las tecnologías de las comunicaciones, supuestamente
destinadas a promover una integración activa para participar
saludablemente en el mundo, sólo se reproducen y se comunican a sí
mismas, intensificando o moderando su espectáculo.
Y,
de esa manera, se cursa una realidad que termina por convertirse en
desechable. Un reciclamiento agudo nos empuja a la próxima secuencia.
Y al olvido de lo que será la próxima secuencia. La irrupción veloz a
Afganistán parece tan distante como si sehubiera desencadenado en un
tiempo que supera lo remoto.
¿Cómo habrá sido -me pregunto- el alucinante viaje de los prisioneros
talibanes que ahora mismo están tan cerca y, a la vez, más que
excluidos en la base de Guantánamo?
Y en otro
fragmento del telón, tal como si la pantalla fuese divisible, los
bombardeos a las casas palestinas, el estallido de esas casas de
parientes sospechosos de parientes, mientras Sharón transporta el peso
de su deformada humanidad -aunque no me gustaría burlarme de su
cuerpo- es el cuerpo de Sharón quien lo acusa en la pantalla de un
cristiano pecado capital: me refiero a la gula de Sharón. Su voluntad
ávida de apoderarse del desierto y gobernar hasta el menor grano de
arena del desierto y convertir en polvo del desierto al maltratado
pueblo palestino.
Cómo es posible que ahora mismo esté en curso esta paradójica
resolución dramática, cuando uno de los sucesos más conmovedores que
le pesan a la memoria histórica, lo constituye la deliberada
maquinaria de muerte que fuera operada contra el pueblo judío. Operada
por un nazismo que encontró su eco en el interior de un sistema
enfermo que se convenció de que una masacre así era posible. Digo, que
la hizo, en verdad, posible.
Pero ahora, profundizando las contradicciones, en un recuadro
simultáneo, Sharón y Bush se felicitan y posan para una posteridad que
ya es tardía en el frontis de la Casa Blanca.
Un
dejo medieval, una forma de alianza feudalista. Las épocas se montan
indiscriminadamente unas obre otras. Obligados a la pasión
inversionista, cuando la bolsa de valores tambalea, se suman
multitudinariamente cuerpos a incrementar la amplia línea de
pobreza.
Pero es que hay que fortalecer la buena salud de los mercados
agudizando el desprecio por las desafortunadas, rezagadas
multitudes.
Sin embargo,
aun entre considerables limitaciones, enmarcado en un horizonte
estrecho, Brasil el país más poderoso y numeroso de todo el
Continente, escoge como su Presidente a quien fuera un obrero
metalúrgico. No a un empresario, no, sino a quien antaño se
desempeñara como un obrero metalúrgico. Es estimulante, interesante,
cómo, en el interior de las formas más radicales de control, se
organiza una forma de fuga que desafía las lógicas y resquebraja los
parámetros.
Reconozco que ya he extraviado el rumbo de la letra, queme he excedido
de mi propio formato. Vuelvo entonces a establecerme en el terreno
literario. Pero, claro, cómo volver si los territorios literarios
están correlacionados con otros terrenos literarios y, también, conla
textualidad que,más que ofrecer, nos impone la historia. Me interné en
el campo narrativo mientras estaba en curso una feroz dictadura en
Chile. Porto, al igual que millones de compatriotas, una memoria
activa que conoce en cuánto se vulnera, no sólo el pensamiento, sino
también hasta el menor acto de la vida cotidiana cuando se legalizan,
de manera múltiple, diversas formas de violencia.
Y,
en este punto, podría ser oportuno, en el orden de las asimetrías y su
cuota de violencia, referirme a la problemática abierta entre género y
literatura. Ya el mercado se ha apropiado de esa disyuntiva. Bajo el
prisma de la diferencia, se ha rediseñado inteligentemente el gueto.
En realidad no se trata de literatura de mujeres -digo, el posible y
complicado desentrañamiento de su cifra-, sino más bien de producir
una literatura que sea apta para el consumo de mujeres, me refiero a
relatos que hagan viable la proliferación de sus modelos mercantiles.
Y así se vuelve a segmentar lo literario para mantener la hegemonía.
De esa manera permanecen incólumes la literatura (con mayúscula) y su
conservador programa. Y en otra orilla -que no puede sino ser
comprensiva- la aglomeración de lo que se entiende por literatura de
mujeres. Como apéndice. Así, sencillamente, apelando a la sociología
de la letra.
Asistimos a la biologización de la cultura. Esa cuota cosmética y
políticamente pertinente que requiere la segmentación y clasificación
de los mercados con el fin de intensificar sus ventas.
No
obstante, más allá de cualquier proyecto, continúa el enigmático
dispositivo de la letra.
Y
pienso que ese enigma es el objeto que está extraordinaria reunión
plantea y que, en esta ocasión, ha recaído en los libros que, hasta
cierto punto, tienen mi autoría. Unos libros, ya lo dije y lo reitero,
imperfectos, inestables.
Pero en algún lugar de mi cabeza, tengo la seguridad de que la
literatura anclada en la profundidad de la letra, nos da vida, nos
sostiene.
Resistimos.
Mitad niños, mitad perros.
Casa de las Américas.
enero-marzo de
2003