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Déjalos solos
Por Cristián Warnken
El Mercurio, 5 de Marzo de 2015
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En el país del consumismo, el lucro y el amor al dinero -del que han hecho gala en estos meses los honorables de la clase y dinastía política de manera impúdica y grosera-, los poetas -cuyo arte solo puede florecer desde la gratuidad y el don- no valen nada. No hay un lugar para su palabra y su modesto oficio. No ha lugar. Pero esa misma inexistencia a la que nuestra sociedad los ha condenado, esa invisibilidad es lo que los convierte en la gran reserva ética y estética en estos días. Tal vez sean los poetas los únicos que no han abdicado ante los cantos de sirena de la lógica del poder y del mercado (que hoy en Chile se han convertido en una misma cosa). Estoy hablando, claro está, de los grandes poetas, que no equivale a decir los más "famosos", pues muchos de ellos están sumergidos y "guardados".
En tiempos en que el lenguaje ha sido secuestrado por los sofistas y cantinfleros de turno -esos que nos hacen a estas alturas apagar el televisor para no seguir escuchando su sucia labia-, oír la voz de un poeta, escuchar la música de sus versos, nos salva. Nos salva de la desesperanza, de la decepción, de la bronca, de la honda molestia y hastío que rumiamos todos los ciudadanos en Chile hoy.
Uno de esos poetas de los que hablo es Ennio Moltedo, viñamarino irreductible, que se negó -hasta el final de sus días- a ir a rendir pleitesías al poder central de la capital, que optó por permanecer en la provincia, con todos los costos que ello pudiera significarle. Moltedo pertenece a esa especie en extinción de los insobornables. Modesto, invisible, lejos de las luces y las candilejas, fue editor de distintos sellos universitarios en Valparaíso y sus libros circularon en modestos tirajes y sencillas pero dignas ediciones locales. En Santiago, muy pocos lo conocen y lo han leído. Pareciera que él hubiera hecho todo para que ello fuera así. Moltedo se concentró en lo único fundamental para un poeta de oficio: en escribir. "Porque escribí estoy vivo", dijo otro insobornable, Enrique Lihn. "Porque escribí no estuve en la casa del verdugo/ ni el poder me pareció una cosa deseable/ porque escribí, me muero por mi cuenta/ porque escribí, porque escribí/ estoy vivo". Esos versos parecen resumir la vida de Moltedo. Moltedo es el Constantino Kavafis de la Quinta Región. Kavafis, poeta de Alejandría, nunca se movió de su ciudad y transitó entre su domicilio de la calle Lepsius 10 y un café al que permaneció fiel, y publicó sus poemas en tirajes limitados para sus amigos. Veo en ambos poetas -el chileno y el alejandrino- la misma sobriedad, la misma devoción por la amistad, la misma consagración al solitario oficio de pulir y pulir unos versos. Son los grandes "inútiles", los que se sustraen a la "carrera literaria", los que no van a la feria a vociferar sus poemas, sino los que los guardan para que envejezcan bien, sin esperar nada ni exigir nada a nadie. En estos días llegará a las librerías una antología de sus libros más significativos, con el título "Regreso al mar". La gran lealtad de Moltedo fue con el mar y sus orillas que caminó incansablemente como un guardián del horizonte. Él vio cómo el borde costero de su infancia era progresivamente devastado por la siniestra especulación inmobiliaria y la insensibilidad e inoperancia (o derechamente complicidad) de las autoridades locales. Releo a Moltedo y descubro en sus textos orientación para sobrevivir a la decepción y el desencanto. A propósito de los que sustentan el poder político y económico y se han apoderado del país como botín, Moltedo nos deja pautas para una acción y resistencia impecables y eficaces que suscribo plenamente: "Déjalos solos. No compitas. No asistas al desfile. No vayas a votar mientras tu marca carezca de vida. Ve a constatar algo valioso: el aire que sopla aún en la orilla del mar. Nada de discursos. Lee en silencio. No departas con el enemigo. Déjalos solos. Tuyo es el poema".