La historia de una mujer detenida en el Estadio Nacional tras el golpe de Estado de 1973, contada en 3 tweets diarios,
desde el 11 de septiembre hasta el 9 de noviembre de 2015.
@PresaEstadio 21 de sep. Los niños están bien con mi madre me repito una y otra vez para tranquilizarme. Estoy vendada, pero sé que estoy en una comisaría.
@PresaEstadio Un paco no se cansa de repetirme que soy una puta; “te han culiado todos los comunistas maraca”, me grita.
@PresaEstadio En la celda hay más mujeres, no hablamos. ¡Estas putas son rehenes de guerra, ya van a decir dónde están los mariditos!, grita otro paco.
@PresaEstadio 25 de sep. Ayer un oficial con quepí me separó del grupo: A vos te vamos a iniciar. En el sector de marquesinas me violaron todo el día.
@PresaEstadio Al atardecer, unos conscriptos me trajeron hasta los camarines de la piscina. La bienvenida fue conmovedora. No hacía falta hablar.
@PresaEstadio Hoy conversamos, me dan consejos para soportar la tortura, que no tome agua, que me saque los aros, a todas nos va a tocar
@PresaEstadio 3 de oct. Algunas sostienen que todo este sufrimiento es parte de una estrategia mayor, cuando salgamos contaremos, todos sufrirán el miedo.
@PresaEstadio Yo no sé si podría contar… Pienso en los niños, en Juan, en mi mamá… No sé qué podría contar.
@PresaEstadio Lucía no ha vuelto del interrogatorio, ya van dos días, todas tememos por ella, la angustia se siente
@PresaEstadio 1 de nov. Ya no soy cobarde para el dolor físico, me duele el dolor de las otras compañeras, verles los senos quemados con cigarrillos.
@PresaEstadio Y finalmente los golpes y la electricidad son nada comparado con la agresión sexual que estos carajos infligen a todas.
@PresaEstadio Alguna vez tendré que contar esta historia de horror, aún no es tiempo, pero esta historia del estadio tendrá que saberse.
Las ejecuciones generalmente ocurrían de noche o antes del amanecer, cuando los aterrados prisioneros eran sacados de camarines o escotillas por militares, carabineros o agentes desconocidos, que no eran los guardias militares de costumbre. Vendados y amarrados, eran empujados a ciegas por el pavimento y luego por el pasto, tierra, tropezando en zanjas, hundiendo los pies en el barro, hasta alcanzar un lugar del predio, alejado del coliseo, donde eran colocados contra una pared u obligados a arrodillarse de espalda a sus ejecutores. Sin embargo, también se mataba en el segundo piso, en los pasillos, en los baños y en la cancha misma.
"El pelotón de fusilamiento provenía del interior del estadio. A veces eran del Ejército y otra de la Fuerza Aérea, sin poder precisar grados ni nombre, ya que no los conocía. No teníamos acceso a saber ni siquiera los apodos de los oficiales que allí se encontraban. Además, se pintaban la cara como si estuvieran en guerra, todos en tenidas de combate," afirma el entonces cabo de Carabineros José Barría.
Todos los prisioneros, en distintos momentos y circunstancias, escucharon ráfagas o tiros en la noche, vieron retirar a detenidos que jamás volvían, y muchos supieron o presenciaron la muerte de alguno. Ocasionalmente, sus nombres seguían resonando por los altoparlantes días después, llamados a interrogatorio.
Por las noches, José Jorquera Indo, conscripto del Regimiento Esmeralda que servía de guardia, frecuentemente escuchaba disparos. "Se rumoreaba que eran ejecuciones de los detenidos políticos. En mi compañía se comentaba que el cabo Duarte participaba de las ejecuciones y que incluso les contaba esto a los conscriptos," afirmó.
Lo refrenda otro conscripto del mismo regimiento, Mario Romero Andrade:
"El cabo Duarte era un sujeto despiadado y cruel que se jactaba de haber ejecutado prisioneros frente al contingente, refiriéndose a esos episodios señalando textualmente: 'me eché otra rata'. Realizaba una marca en la culata de su fusil por cada persona que ejecutaba (...) En muchas oportunidades otros conscriptos fueron elegidos al azar o de manera voluntaria para participar en dichos fusilamientos," declaró.
Se trataba del cabo segundo Adolfo Duarte Cerda, de la dotación del Regimiento Esmeralda.
A Espinoza le irritaba profundamente el asunto de los fusilamientos, pero no necesariamente desde un punto de vista ético. No le era un problema ordenar a los conscriptos baldear con agua la sangre en los pasillos, ni despachar los cuerpos en cualquier vehículo vacío. Tampoco que un carabinero o soldado matara arbitrariamente de un disparo a un prisionero, o que dentro del frenesí un oficial le pegara un tiro o asesinara a golpes a un detenido. Era parte del estado de guerra en que se encontraba el país, según era su convicción. Las muertes, los callejones oscuros, las vejaciones sexuales, el permanente maltrato, las privaciones, el uso de lugares de castigo y la generalizada y arbitraria violencia por parte de la guardia, suboficiales y oficiales bajo su mando eran inherente al campo de detenidos, donde el "enemigo" era deshumanizado y los vencedores debían mostrar su convicción y fortaleza para combatirlo.
Lo que alteraba a Espinoza era tener que lidiar con un poder paralelo dentro de su propia jurisdicción que se encargara de la violencia más organizada y ante el cual no podía intervenir. En el olvido quedaron los códigos y reglamentos de las Fuerzas Armadas vigentes en 1973 que otorgaban al jefe de unidad el derecho y el deber de permitir o no un acto dentro de su propia unidad. Espinoza era el comandante del campo de detenidos, y por lo tanto tenía ese derecho y deber, pero en términos reales, no tenía control alguno sobre los servicios de inteligencia que operaban dentro del Estadio Nacional.
De todos los abusos, torturas y asesinatos, espontáneos o resueltos sin juicio previo, se enteraba y hacía la vista gorda el coronel Espinoza, máximo responsable de todo lo que ocurría en la unidad a su cargo. Permitió que su rango y posición fueran ignorados y no pudo imponer su mando, pero igualmente siguió encubriendo los crímenes.
Después de mi interrogatorio y otras experiencias más, me devolvieron a las graderías del Estadio. Nos sacaron de allí al caer el día. Se sentían disparos afuera. Al ir caminando hacia la piscina nos detienen de golpe, nos iluminan con unos focos y por un altoparlante gritan hacia afuera: “20 de ellas por cada uno de nosotros que caiga muerto”. Los disparos cesaron. Después de unos minutos nos hicieron seguir hacia los camarines de la piscina, casi gateando en el suelo. Al día siguiente nos castigarían con dos días sin salir al sol, sin salir del camarín. Por si alguna de nosotras había, de algún modo, avisado que a esa hora íbamos a pasar por ahí. En realidad, no sé qué películas se pasarían ellos.
Después de esos dos días de encierro, a mí y a otras interrogadas nos cambiaron de camarín, nos llevaron al que estaba al otro lado de la piscina. Llegaron de repente y dijeron: “¡Ya!, agarren sus cosas, ¡empiecen a movilizarse!”. Cuando vinieron a buscarnos, yo estaba tomando una ducha, la puerta de lata cubría solo la parte media del cuerpo: las piernas, de la rodilla hacia abajo, y la cabeza quedaban descubiertas. Desde una escalera que había cerca del ingreso se veía perfectamente la persona que se bañaba allí. Sentí unos pasos que se detuvieron a mitad de la escalera, era un militar joven que con una sonrisa maliciosa me pregunta: “¿Necesitas ayuda?”. Me pegué a la puerta temblando de miedo, pues estaba sola en el baño en ese momento, y mi ropa estaba encima de un lavatorio, afuera de la ducha, para que no se mojara. Sin embargo, saqué fuerzas para contestarle: “No, soy una prisionera de guerra y según la convención de Ginebra merezco respeto”,así nos había enseñado “La Condorito”. Esto era como un “¡detente!”. Mi carcelero dio media vuelta. Después trataría de buscarme cerca de la piscina, pero, gracias a Dios, saldría pronto de allí. No me alcanzó a encontrar, pero lo intentaba. Salí de la ducha ya vestida y algunas compañeras me dijeron que despertara a una niñita de 16 años, porque todavía no se levantaba. Me lo pidieron, porque decían que yo tenía “más suavidad”. Ella había sido torturada toda la noche, le preguntaban dónde estaba su padre. Me acerqué y le acaricié su ensortijado cabello y ella dijo: “Papá, ¿eres tú?”, mientras sonreía dulcemente.
Tras esto, por fortuna para mí, llegó el día del adiós a aquel inferno. Estuve poco, no recuerdo bien, pero creo que fueron unos ocho días o poco más. Básicamente, salí porque tenía un primo marino que intervino para que me liberaran. Después mi madre me contaría que él fue a hablar con un superior y se quedó sentado ahí hasta que lo consiguió. Parece que esto ocurrió justo en el momento en que yo estaba siendo interrogada, por eso el oficial salió de la sala.
Cumplo una promesa de hace varias décadas, como se verá en este libro. La hice antes que el libro fuera escrito.
Los recuerdos de Jorge Montealegre, jovencísimo en 1973, sobre sus ascéticos padecimientos desde el día del golpe y su forzada estada en el Estadio Nacional junto a miles de desprevenidas víctimas del golpe y la dictadura, tienen la frescura de su edad entonces y su continuada juventud hasta ahora.
Menudo y con nervios templados por sus experiencias de niño y adolescente, no abjura la delicadeza de su sensibilidad en los medios más siniestros, crueles e injustos. Supera los dolores y los transforma en alimento sano y bueno. Tiene una naturalidad cristiana de la que conozco pocos casos. Podría haber sido un pastor de ovejas de los tiempos de Cristo, que escucha en silencio, con encendida discreción, las palabras cargadas de sentido y emoción de ese maestro.
Esto es patente en las Frazadas del Estadio Nacional.
Inicialmente el título me dejó dubitativo; como que algo no calzaba entre ambos términos, frazadas, estadio. Pero me fui dando cuenta de la protección hogareña que las primeras fueron significando respecto al mundo terrible de la segunda, el Estadio en que el deporte consistía en hacer sufrir.
Si lo que ocurrió en ese lugar después del golpe de Estado es una metáfora de valor universal, las frazadas mal repartidas en el campo de cemento y alambradas constituyen la metáfora materna del sobrevivir pese a los sicarios de uniforme y sus colegas civiles —identificados por sus diversos zapatos...
Menos mal que unos pocos de uniforme mostraron humanidad; lo pagaron caro, con su propia muerte.
Muerto nocturno de pasto y piscina, campo de sangre, Haceldama.
Hay un subgénero de narración en prosa que se ha llamado testimonial. Creo que siempre tiene el interés de un documento personal y colectivo para fundar la historia que luego se haga sobre los hechos de un período crítico. Frecuentemente adopta trazos autobiográficos de orden subjetivo, social, nacional. Muestra distintas formas de ser chileno. Muchas veces conmueve.
Entre ellos hay un cierto número, más bien escaso, de valor literario. Para ello, es relativamente secundario el lapso o la intensidad de los dolores, humillaciones y nuevas experiencias sufridas y registradas. La capacidad de expresión literaria de quien escribe sus recuerdos con palabras, los hace obra de literatura válida. Por ejemplo, el libro Tejas Verdes de Hernán Valdés —uno de los primeros relatos publicados de emprisionamiento y tortura— resulta ser plenamente literario. Se trataba de un poeta y autor en prosa; aunque no es del todo necesario haber escrito literatura previamente, pues existen algunos que se descubren escritores al componer sus recuerdos por primera vez.
Montealegre halló su vocación literaria en el estadio y su experiencia en el subsecuente campo de concentración de Chacabuco por más largo tiempo. Comenzó, en esos trances, a los diecinueve años a escribir poesía como lo ha hecho desde entonces por treinta años más. También prosa, como en los diarios murales del campo de concentración.
Este libro actual, en el que combina diestramente sus recuerdos iniciales de su época crítica y sus experiencias mientras los rememora, es una obra literaria de calidad única.
Nos hace encontrarnos con la persona viva de su autor, madurando en su juventud a palos y transformándolos en frutos; y con la madurez de quien ha aprendido a conocer todas las limitaciones de la realidad. Es un poeta, un artista que conserva, a la vez, la riqueza del niño que lleva adentro. Sin niño dentro, no hay poeta. Y éste lo es, envuelto en sus frazadas.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Campo de concentración Estadio Nacional.
1973.
Testimonios