Texto leido por Natalia Roa Vial, en el homenaje realizado a Eliana Navarro en la Biblioteca del Congreso Nacional, por sus compañeros de trabajo, el 14 de junio de 2007.
Quiero comenzar agradeciendo la invitación a compartir esta tarde en homenaje y recuerdo de Eliana Navarro a quien no sólo admiré, sino a quien quise y quiero muchísimo y por quién me sentí profundamente acogida.
Debo confesar que, si acepté esta invitación, que me parece particularmente emocionante pues nace de quienes fueron sus compañeros de labores durante años, y eso no ocurre siempre, no fue pensando en que podría aportar algo en relación a su poesía, pues son muchos los aquí presentes que la conocen mejor que yo, para qué decir en esta mesa; sino pensé más bien, en que —parafraseando esa frase evangélica, en que Cristo dice a sus apóstoles que cuando dos o más de ellos se reúnan en su nombre, él estará en medio de ellos— esta fría tarde de invierno sería una ocasión propicia para volver a encontrarme con ella, para conversar como en tantas otras, en torno a la mesa de Carlos Martel.
La poesía de Eliana se parece a ella, es dulce, frágil, delicada, por momentos juguetona como un niño; en otros infinitamente melancólica. Es una poesía que no rehúye el costado doloroso del existir, pero que lo acoge con la serenidad de quien sabe que aún en medio de ese dolor, está protegida en el abrazo de ese Dios a quien siempre supo ver sin importar la oscuridad del día o de la noche. Y es también, una poesía que canta la belleza de todo lo creado. Lo particular, creo yo, de este himno que recorre toda su creación, es que, para cantarlo, va en busca de cada uno de los seres que lo pueblan: el viento, la fuente, el caracol, la montaña, las achiras, el cascabel, la cortina raída, los pellines, la niebla, el agua de la vertiente y tantos otros, como si cada uno fuera esencial. Y esto tiene que ver, creo, con una característica de Eliana; para ella no había personas, en general; había esta o aquella persona, con su modo de ser, con su historia única e irrepetible. A cada una le dedicaba tiempo y afecto, y lo mismo cabe decir de su relación con los elementos. Así como ella miraba a los seres humanos en su valor intrínseco, sin reparar en diferencias económicas, religiosas, ideológicas, de clase o de cultura, lo mismo hacía con el entorno, donde todo era digno de ser mirado como un objeto poético. Así, la poesía de Eliana Navarro corre tras los elementos, los abraza y los encadena a través de la palabra. Nunca he podido imaginarla escribiendo, sino serena, quitada de bulla, desnuda de toda vanidad, en palabras de ella, tejiendo —y aquí me detengo porque es una de las primeras sincronías que tiene que ver con una imagen que apareció en este documental que yo no había visto— la imagino tejiendo esa tela de araña que Konrad Lorenz describía como una de las siete maravillas del mundo natural, a la que confluyen, sin quedar apresadas, la lluvia, el ave, el bosque y el viento para transformarse en poesía. Como Atenea, que traspasando la cortina que velaba esos ojos glaucos, conocía entrando en el otro y en lo otro. Así Eliana Navarro entraba muy despacio, con esa delicadeza suya, en lo más profundo de los elementos, como quien entra en un santuario para detenerse en la contemplación.
Amaba profundamente a su familia, a la naturaleza, a Dios; amaba la música y una tarde de conversación junto al fuego. Tenía un firme compromiso político con la verdad y con la justicia y de todos esos amores hizo también poesía.
De su poesía, entre otras muchas cosas, se ha dicho que es profundamente religiosa y que se inscribe en lo lárico. Y esos son los dos contenidos que yo elegí para referirme, muy brevemente, hoy.
Quiero partir por lo lárico. Si entendemos por lárica una poesía que rescata los objetos simples, los significados nostálgicos de la infancia, los paisajes olvidados, por cierto que cabe predicarlo de su obra, en la que “el viento es el huésped nocturno al que recibe cuando llega cansado para que la casa se vuelva danza”. Pero, a mi modo de ver, esta poesía de Eliana Navarro, va mucho más allá de lo lárico, y se emparenta, más bien, con esa búsqueda del “arkhé”[1] que movía a los presocráticos. Arkhé que, probablemente, para ella estaría dado por la presencia de Dios, diseminado en su creación como una suerte de caleidoscopio; de modo que, rescatado cada uno de sus elementos esenciales, la imagen de ese Dios pudiera reconstruirse como en un vitral. En ese sentido, creo que hay un hondo misticismo en esta poesía, que oyendo hablar a cada trozo del universo, descubriéndolo, mirándolo en su belleza originaria, va fusionándose trozo a trozo con su Dios, como si tras lo simple y lo pequeño se cobijara el secreto de esa presencia. Así, la naturaleza esconde a Dios y es la voz de la poesía la que puede develarlo, porque ella lo ve y es capaz de escuchar su voz en aquellos espacios donde a otros pasa inadvertido. Así, por ejemplo, en Ronda de Plenilunio:
En los duraznos floridos
tiemblan plegarias ingenuas
Y en los almendros, de blanco,
están comulgando estrellas,
y en el copón de la noche,
humedecido de perlas,
la luna es hostia de paz
sobre el altar de la tierra.
Por eso, quizás, dice ella en alguno de sus poemas, que Dios está en el paisaje, que el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y al releer sus poemas, pareciera que, efectivamente, esa presencia amorosa se hubiera encarnado en ella y en todos los portadores del amor y la belleza que pueblan sus versos. Ese es, tal vez, el antídoto con que Eliana Navarro enfrenta el desgarro de saberse exiliada del paraíso.
El dolor del hombre, de saberse finito y temporal, dice Pedro Vicuña en un artículo[2] y yo agregaría, el de saberse irremisiblemente sola, viviendo esa soledad que irrumpe, de repente, en una noche de fiesta en medio del gozo.
Gran amiga suya es, en esos momentos, la poesía que ayuda tanto, cito, porque recoge las lágrimas y las cuelga de las lámparas. Y es una imagen que yo sigo encontrando preciosa porque tiene que ver también con la Eliana niña que juega.
Eliana Navarro fue una enorme poetisa, alejada de las modas y de la figuración pública y fue, sobre todo, una mujer excepcional. En su manera de ser, destacaba muy particularmente el escuchar, el silencio amable con que atendía a los que amaba.
Ahí, en esa sensibilidad, cuya intensidad llegaba al dolor, estaba, creo, la clave con que atendía también al universo, con que veía y valoraba el detalle que a otros pasaba inadvertido. Desde su silencio escuchaba la voz muy baja en que susurra el viento, el cantar del oleaje, el vuelo ligero de ciertas aves.
La felicidad, decía Hawthorne, es como una mariposa que está siempre fuera de nuestro alcance mientras se la persigue, pero si te detienes y te sientas en silencio, podría posarse encima de ti. Así imagino yo que ella convocaba a la poesía.
Si el dolor color tuviera, decía Eliana Navarro, sería negro; si se escuchara, sería ronco y acallaría mi voz. Dolores, y de los más hondos, no se compadecieron de ella, la visitaron con frecuencia, pero nunca lograron acallar su voz.
En esta tarde quiero visualizarla, porque los que no tenemos el privilegio de esa fe que ella tenía, queremos tocar y ver a los seres a los que hemos querido y perdido.
Quiero imaginarla, y por eso agradezco tanto la oportunidad de estar acá, quizá en ese extraño paraje donde buscaba los ojos de su padre, jugando con su sombra, y la estoy citando, sobre la arena pálida, dibujando figuras sobre sus aguas, en un lugar donde el viento canta y canta y desde donde, creo yo, velará las horas oscuras de todos aquellos que tanto la quisimos, plantando en medio de este invierno almendros en flor, de los que tanto le gustaban, para dulcificarnos el camino hasta el día ese en que volvamos a encontrarla.
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Natalia Roa V. Psicóloga clínica, Abogado y Magíster en Literatura.
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Notas
[1] Arkhé: el principio que buscaban los filósofos presocráticos.
[2] Vicuña, Pedro. El Sentido de la Religiosidad en la Poesía de Eliana Navarro. Taller de Letras Nº 40, pág. 193. Revista de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile.2007
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LA POESÍA DE ELIANA SE PARECE A ELLA
Texto leido por Natalia Roa Vial, en el homenaje realizado a Eliana Navarro en la Biblioteca del Congreso Nacional,
por sus compañeros de trabajo, el 14 de junio de 2007.
(Publicado en Sech.cl, junio de 2021)