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        Oralitura mestiza
        Por Eli Neira
        
        
        
          
        
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        El slam o poesía hablada tiene  en Chile raíces indígenas, raíces mapuches, qué duda cabe. Oralidad y  ritualidad de un tiempo fantasmagórico que pervive entre los restos de una  modernidad fracasada, incompleta, violenta y violadora que quiere acallar todo  lo demás, pero que no le resulta porque el latido sincopado del kultrún y la  trutruca se escuchan para el que quiera oírlo en todos los rincones de cada  ciudad contaminada de esta angosta faja de tierra llamada Chile.
          
                  Oralidad y ritualidad traspasan  las delgadas capas de ilustración que este pueblo campesino y minero ha logrado  darle a través de los siglos a sus clases dirigentes, las que por otro lado  jamás se han dignado a mirar su suelo, a olerlo, a reconocerse en él,  sino que han permanecido como estatuas de  sal,  mirando estériles hacia una Europa  que las desprecia.
  
                  Oralitura para un país  semianalfabeto donde hasta el día de hoy la educación es privilegio de las  clases altas. 
   
                  Oralidad para una cultura  mestiza que recuerda en sueños los tiempos donde todo lo que la palabra  nombraba era sagrado, donde la posibilidad de la retórica no existía. 
  
                  Oralitura en Nicanor Parra, en  Violeta Parra, en Victor Jara, en Mauricio Redolés,  en Roberto Bolaño, en Enrique Lihn, en los  poetas del pueblo que no sueltan la guitarra ni para sentarse a comer.
  
                  Oralitura para un país que grava  con impuesto al libro.
  
                  Oralitura para una policía que  no sabe escribir pero que si sabe pegar y muy bien.
  
                  Oralitura mestiza, rítmica,  gutural,  ritual, musical, hipnótica en  la poesía mapuche, en el rap de la calle, en el rap de la micro, en la paya  chilena, en el canto a lo humano y lo divino,   en el lamento chileno, en la rabia chilena que cada cierto tiempo hace  estallar las vitrinas de los comercios.
  
                  Oralitura en David Aniñir, Jaime  Huenun, Graciela Huinao, Roxana Miranda Rupailaf, Alan Paillán, Lionel Lienlaf,  Elicura Chihualaf. Oralitura en la poesía obrera de Pablo de Rokha, en las  panteras negras, en la Legua York, en la cueca brava.
  
                  Porque en este país el libro  siempre fue caro, siempre fue escaso y siempre fue de mala calidad, exceptuando  claro está el corto, precioso y traumático periodo de la UP donde se creo una  editorial para el pueblo, Quimantú, que luego desapareció como todo lo demás.
  
                  Oralitura incluso en Neruda,  gangoso y comunista que cantó esta América negra en libros extensos que tantas  veces y tan gloriosamente ha sido musicalizado.
  
                  Poesía oral en el país isla,  donde no hay salida posible porque al este chocas con la cordillera de los  Andes, al norte con el desierto de Atacama, al sur con la Antártica y al oeste  con el Océano Pacifico.
  
                  En Chile la oralitura es el  lenguaje de la tribu, una tribu dispersa, maltratada, colonizada,  esquizofrénica y descastada, huérfana y  perdida, pero tribu al fin y al cabo y al final del día, en la pobreza y en la  enfermedad.  Tribu que se reconoce tal  cada 20 años después de un terremoto y un maremoto que lo borra todo menos esta  hermandad de palabra hablada.
  
                  Oralidad como otra manera de  rezar, de seguir rezando. ¿A que Dios? 
  
                  Mi abuela, analfabeta, madre de  mi madre, seminanalfabeta, tocaba la guitarra en funerales y  bautizos en el campo chileno y sabía las  palabras redobladas, fórmula mágica religiosa que servía para pillar al diablo  y ganarle el precio de tu alma en un ajuste de cuentas que se basaba en un  rápido e ingenioso pin pon de palabras donde ganaba el más astuto con la rima y  la idea. Mi abuela, analfabeta, madre de mi madre semianalfabeta, nunca quiso  enseñarme las palabras redobladas, según ella para que no me metiera en  wevadas.