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ENTRE EL HIELO Y EL FUEGO

Por Edison Otero Bello
Publicado en La Panera N°75, Septiembre de 2016



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En la página 205 de la versión al español de su libro «Diario de la galera», el escritor húngaro Imre Kertész escribe: “En sus apuntes de los años cuarenta, Wittgenstein no se refiere ni una sola vez a la guerra. ¿Es de admirar o de extrañar?”. Lo que no es de extrañar es que Kertész se formule la pregunta. Después de todo, conoció en carne propia los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald. En tanto sabemos de los horrores que sumó la Segunda Guerra Mundial, incluyendo el cierre maléfico de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, por supuesto que cabe preguntarse cómo es que a Wittgenstein no le merecieron ni la más mínima alusión.

No es el único silencio al que uno puede referirse. Martin Heidegger no abrió la boca por esos mismos años y tampoco dijo palabra en los años que siguieron, considerando que en los años treinta había adherido entusiastamente al Tercer Reich. No deja de sorprender. Aclaremos que no se trata de que hayan faltado al manoseado compromiso del intelectual que infectó tantos escritos hacia la mitad del siglo. En los comienzos de su flamante carrera como filósofo europeo, Wittgenstein tuvo la simpatía, apoyo y admiración de los miembros del Círculo de Viena, conocidos como positivistas lógicos. De hecho, fueron los editores de su memorable «Tratado Lógico-Filosófico» (1921) y dedicaron muchas reuniones del círculo para analizar el texto del pensador. No pudo escapársele el hecho de que la mayoría de los miembros de ese grupo tuviera que salir de las garras del ascenso de los nazis al poder. ¿Sucede, más bien, que una persistente preocupación por la contingencia perturbe la dedicación filosófica? Es posible. Hacia fines de los años cincuenta, tan cerca de los olores, los sabores y los chirridos de la Segunda Guerra Mundial, el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty calificaba con dureza la obsesión por la contingencia política, caracterizando las acciones definidas en términos de tácticas, como esa “serie discontinua de actos sin mañana”. El extremo del fuego del compromiso está perfectamente representado en Jean Paul Sartre repartiendo panfletos en las calles de París, mientras militaba en un grupo maoísta, o en Georgy Lukács que dedicó su libro «El asalto a la razón» a José Stalin, mientras millones desaparecían en los territorios ilimitados de la Siberia soviética.

No es fácil imaginar a Sartre o a Albert Camus guardando silencio frente a la ocupación alemana de Francia o la guerra civil en Argelia, así como resulta impensable un Wittgenstein firmando declaraciones públicas contra la persecución nazi en las universidades intervenidas o repudiando la quema de los libros de la biblioteca de Sigmund Freud. Si las acciones de Sartre pudieran ser consideradas como un extremo inútil de inmersión en la contingencia, el silencio de Wittgenstein y Heidegger pueden ser considerados como un extremo de la insensibilidad y la falta de empatía por el dolor de millones.

No se está obligado a elegir entre el hielo y el fuego, entre otras cosas porque las temperaturas intermedias entre un extremo y otro tienen incontables matices. Y porque no siempre es posible identificar qué es lo sustantivo e importante, y qué es lo intrascendente. Cuestión que no sólo aqueja a los filósofos. Después de todo, la Iglesia Católica miró para el lado cuando los ejércitos de uno y otro signo pavimentaban de sangre la Europa de los años cuarenta y hasta se permitió firmar acuerdos con el Tercer Reich.

Aristóteles fue tutor de Alejandro Magno. Más allá de la anécdota, se trata de una relación difícil de calificar. Para muchos, Alejandro no fue más que un genocida. Eso hace más digna la reacción de Diógenes, cuando Alejandro acudió a conocerlo en Atenas. Haciendo gala de su poder, el Emperador le dijo que pidiera lo que quisiera. Instalado en su tonel –según cuentan algunas crónicas de la época–, Diógenes le pidió que se corriera un poco porque le estaba tapando el sol. Es el mismo Diógenes que salió a recorrer las calles en pleno día, con una antorcha encendida. Le preguntaron qué pretendía y respondió que buscaba hombres. De haberlo hecho en los años cuarenta del siglo pasado, Diógenes habría tenido serias dudas de identificar como tales a Wittgenstein y a Heidegger.

 

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Edison Otero Bello es Licenciado en Filosofía y profesor titular por la Universidad de Chile. Se ha especializado en las áreas de la epistemología, el desarrollo del pensamiento crítico y la teoría de la comunicación.




 

 

 

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ENTRE EL HIELO Y EL FUEGO
Por Edison Otero Bello
Publicado en La Panera N°75, Septiembre de 2016