PRESENTACIÓN DEL LIBRO
DE EUGENIA PRADO BASSI “OBJETOS DEL SILENCIO”
Dauno
Tótoro
Quizás la sentencia que marca y engloba el texto de Objetos del
silencio sea aquella que dice que “los niños no son ángeles, ni
seres asexuados, sino pequeños cuerpos habitados por una mente, una
lengua. Nacen allí sobre la tierra marcada por el sexo, bajo las insidiosas
miradas de sospecha de los adultos”.
Poncean los Pokemones y se frotan, ávidos, en los rincones más apartados
del living de la casa de la amiga, en parques, baños y patios escolares;
besos a diestra y siniestra, lengüetazos, salivazos, chupones,
succiones, mamadas al ritmo del perreo y el regatón.
Parlamentarios desazonados, desesperados, aterrados, alienados, proponen
en el Congreso rebajar la edad para votar a los 14 años. “Los pokemones
salvarán a la concertación”, aseguran los diputados promotores. La
tontera, la política convertida en moda, Gokú al poder.
Mientras tanto, la otra se lo chupa al otro en el banco de la plaza,
como antes hiciera su madre y antes su abuela, tampoco es algo nuevo,
no nos hagamos los giles. Los pokemones tienen celulares, van de las
cámaras al youtube; los secretos de infancia se desclasifican; la
CIA es pacata; el FBI vale hongo. ¿Recuerdan aquello de que los secretos
de infancia se guardaban bajo siete llaves en la memoria, hasta que
las llaves perdidas diluían el secreto en las marismas del falso recuerdo
y de la fantasía; y que otros y otras más archiveros, con tinta rosa,
con tinta violeta, anotaban sus secretos en diarios de vida con candado
que se abría con un simple clip?
Eugenia Prado, sin clip, sin celular, lengua-pluma viperina, desarchiva
de la memoria lúgubre las andanzas en alcobas, tinas, patios, zaguanes,
con desparpajo, con poesía. Abiertos, expuestos, palpitantes, los
secretos de infancia se nos presentan tan comunes, tan propios; el
dejá vu nos invade. Lorena, Benjamín, Adriana, Manuel, Ana, Javier,
La Catita, Carmen, José, Laura, el Hermano menor, el hermano mayor,
criaturas de un Dios ciego, sordo y mudo, todas y todos, y por sobre
las cabezas y pegadita a las entrepiernas: la madre, siempre la madre.
Con pluma esquizofrénica, Eugenia se transforma en el otro con aterradora
consistencia. Se inmiscuye, delata, reduce a escombros el silencio.
Todas las voces, una a una, en un desfile de intimidad culposa, resultan
convincentes, únicas; la personalidad múltiple de la autora se hace
cargo del malabarismo literario.
Hablantes adultos con lenguas de niños; historias relegadas a recónditos
rincones de la memoria que, al ser rescatados por Eugenia, hacen florecer
nuevamente las hablas infantiles. Regresiones, multiplicación de horrores
en forma de pasiones y pulsiones.
La ausencia y la soledad campean en los Objetos del Silencio, de
la mano de la pasión y del reconocimiento a la existencia del cuerpo,
de la culpa y del deseo, que no es privilegio de nadie en particular.
Calzones y calzoncillos mojados en casas de piso de tierra y en las
de cerámica italiana; manos nudosas de viejos con overol y de viejos
enchaquetados, frotando por igual. Ojos que no ven…
Culpa y deseo, confesión y secreto.
Habla Lorena cuando habla Eugenia:
- Seis años y ya eras una pervertidilla…
- Deseante me parece mejor. No sé por qué te cuento todo esto… Jamás
me sentí en peligro, todo lo contrario. Las primeras veces, cuando
nos quedábamos solos, cuando no estaban los grandes en la casa,
me quedaba horas al lado del viejo, pegada a él… recuerdo su miedo,
su angustia.
Habla Benjamín cuando habla Eugenia:
- Me sentía enfermo, como afiebrado… “Tócame”, dijo. Yo, sin saber
qué hacer, puse torpemente mi mano bajo su ombligo. Ella tomó mi
mano y la deslizó hacia abajo… Otra vez sentí ese calor. Esa noche
nos abrazamos y hasta nos dimos besos en la boca…. Y puede que mi
mamá haya sospechado algo, pero nunca dijo nada.
Habla Adriana cuando habla Eugenia:
- Se quedó viéndome como un pájaro extraviado. Mis pechos estaban
crecidos pero pequeños, ella los frotó suavemente, sus manos estaban
muy frías, sentía la piel ardiendo… Mi hermana empezó a sospechar.
Con frecuencia aparecía en la habitación de mi nana y empezamos
a tener problemas…
Habla Manuel cuando habla Eugenia:
- Mi padre me condenó a sentir placer y me condenó al silencio.
Me enseñó a ser precavido y por sobre todo a jamás comentar nuestros
juegos a los demás. No tenía alternativa… Y ahora me pregunto ¿qué
importa? Si al final da lo mismo. En todas partes suceden cosas
así. Nadie habla de ello, pero es muy normal, la mayor parte de
las veces son situaciones que no pueden evitarse.
Habla Javier cuando habla Eugenia:
- Me doy cuenta de sus intenciones. Miedo, placer, excitación,
todo mezclándose, también las ganas de que no se detenga… La culpa
es tan intensa que atenúa mis instintos. Puedo imaginar al tipo
frente a un niño inocente. Mi short rojo haciendo juego con el helado
y mis labios teñidos por los colorantes.
Habla La Catita cuando habla Eugenia:
- Me acerqué bien despacio asomándome por una ventana. El chiquillo
estaba muerto de risa y ella la muy fodonga se levantó el vestido
mostrándole sus cuadros. Entonces el cabro chico viene y se los
baja, y ella lo ayuda y se vuelve a levantar el vestido y se queda
toda peladita y el chiquillo la toma por la cintura y empieza a
darle besitos en la guatita y en el ombligo… y ahí sí que no aguanté
más y abro la puerta de golpe. ¡¿Qué se creen que están haciendo?!
Habla Carmen cuando habla Eugenia:
- Busqué una escalera y la puse frente al muro que separaba nuestros
patios. El quiltro, al verme, salta sobre mí. En ese momento quiero
ser como el Bony, igual a él, no quiero que el animal se detenga
por nada del mundo, soy yo misma quien lo aprieta violentamente
entre las piernas.
Y siguen así, uno tras otro, los relatos de adultos con lenguas de
niños y el siseo de la madre serpiente. Hay, en el libro de Eugenia,
una puerta abierta a los sentidos y sentimientos más contradictorios,
pero subyace, también, el sino de la ausencia y del abandono, la fría
máscara de lo perverso.
En su epílogo y apéndice, los Objetos del Silencio tocan la hebra
central, deshaciendo la madeja de la culpa, la vigilancia interrumpida
y el castigo como método. “La suspicacia producida por los sucesivos
ocultamientos”, escribe Eugenia, “somete el asunto a una penumbra,
donde se enseña a los niños a ser cautelosos, poniendo en riesgo su
propio desarrollo y evolución. La fuerza determinante de la sexualidad
infantil en el mundo adulto aparece en ocasiones en una criminología
que estalla, como lugar recargado de tensiones donde se cruzan el
lenguaje, la política, las economías y que pareciera estar relacionada
con el amplio mercado de las intensidades y la simultaneidad del sexo”.
Podría agregar que el castigo que normaliza, cuando no se basa en
entendimiento, conduce, invariablemente a la esfera siquiátrica y
a la crónica roja.
Para Foucault, el arte de castigar, en el régimen del poder disciplinario,
no tiende ni a la expiación ni aun exactamente a la represión. Utiliza
estas tácticas: referir los actos, establecer comparaciones, diferenciar
a los individuos, definir que es lo anormal y que lo normal. La penalidad
perfecta que atraviesa todos los puntos, y controla todos los instantes
de las instituciones disciplinarias, compara, diferencia, jerarquiza,
homogeniza, excluye. En una palabra, normaliza.
Cinco son, entonces, los principios sobre los que se asienta el poder
de castigar:
- Regla de la cantidad mínima: ‘Para que el castigo produzca
el efecto que se debe esperar de él basta que el daño que causa exceda
el beneficio que el culpable ha obtenido del crimen’
- Regla de la idealidad suficiente. ‘el castigo no tiene
que emplear el cuerpo, sino la representación’ ya que el recuerdo
del dolor debe evitar que vuelva a delinquir.
- Regla de los efectos (co)laterales: la pena debe incidir
no sólo en el delincuente sino también y sobre todo en las demás personas
con el objetivo de evitar su deseo de realizar un delito.
- Regla de la certidumbre absoluta: ‘Es preciso que a la
idea de cada delito y de las ventajas que de él se esperan, vaya asociada
la idea de un castigo determinado con los inconvenientes precisos
que de él resultan’.
- Regla de la verdad común: Poner en evidencia que el castigado
es culpable.
Nada es más material, más corporal que el ejercicio de poder.
Cuerpos rotos, almas en fuga, que a su vez rompen otros cuerpos,
poniendo en fuga otras almas. Crónica roja, pan de cada día.
Un disparo descerrajado en plena frente mientras ella duerme. La
almohada se empapa de sangre negra, espesa, callada; salpica la imagen
de la virgen piadosa que pende sobre el velador.
Cuando me tocas, siento que me muero. La pequeña muerte.
Siete cuchilladas certeras rebanan corazón, hígado, páncreas, duodeno,
tiroides, vesícula, mama. El pulmón se desinfla como globo pinchado
en fiesta colegial.
Martillo pesado, metal frío que trepana sin arte el lóbulo parietal.
Ella cae a los pies de él, que no siente el alivio esperado.
Él la ata por el cuello al tronco del árbol raquítico, la rocía
con parafina, está cara la parafina, masculla. Empapa el vestido floreado,
inmune a los gritos ahogados que imploran, a la mirada de perrita
asustada. Lanza el fósforo encendido, sin más.
“Y si vuelvo a nacer, yo la vuelvo a matar… Padre, no me arrepiento,
ni me da miedo la eternidad… Yo sé que allá en el cielo el Ser Supremo
nos juzgará”.
Es la misma pala, aquella que en trayectoria horizontal homicida
cercenó yugular, fracturó tráquea; es la misma pala con que ahora
cava en el patio trasero, el pequeño patio del lavadero en que ella
no volverá a fregar y despercudir los cuellos de las camisas blancas
de él.
No es aconsejable la situación de la dama, pero quién soy yo para
dar consejos.
Tres, cinco, siete, ocho cuerpecitos rotos se apilan en el socavón
calcinado. La colección crece, el hambre no se sacia. Él vuelve a
recorrer tristemente erecto las callejuelas más que pobres y ve a
la otra ella, la número nueve, mi número de la suerte, piensa. Venga
con papi.
Nadie quiere a nadie, se acabó el querer. El deseo lo es todo. Eugenia
ha abierto una puerta sellada a fuego; vaya a saber uno qué cosas
horrorosas, excitantes, saldrán de ahí. Primera medida para el curioso:
atisbar más allá del umbral, asomándose a las páginas abiertas y palpitantes
de estos Objetos del Silencio.