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Prólogo de «Narrativas interculturales para la inclusión. Antología de historias sobre la (in)migración»
(p. 16- 24)

Por Eric Salazar



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Durante este año hemos pensado una y otra vez en el viaje, pero en uno muy especial: el que han realizado nuestros estudiantes extranjeros. Un viaje que se ha gestado por diversos motivos, pero que sin excepción los ha llevado a recorrer los pedregosos caminos que unen los países, las nubes y sus figuras imaginarias en el firmamento, incluso el océano distante cuyo horizonte atemorizaba a los navegantes.

Y así fue como partieron, cruzando las inexploradas rutas que abren la oportunidad, los escondidos parajes que conjugan el destino. La vida anterior se transformó en un recuerdo, pero en uno que sobrevive al paso del tiempo, que no pierde su color a pesar de las semanas, meses y años que transcurren, un recuerdo que aparece todos los días en la vida de Peterson, “como un susurro que me llama desde la lejanía”.

Llegaron a Chile buscando aquello que en sus países ya no podían encontrar: seguridad, trabajo, una vida mejor. Pero aquí se vieron enfrentados a múltiples obstáculos, a puertas cerradas, a miradas de desprecio, a comentarios que no hicieron más que perdurar el dolor; “[c]omo si migrar fuera un delito” o así lo piensa Daniel Junior a la hora de reflexionar sobre la exclusión.

La retórica que constituye el relato (in)migrante es una muy específica, que se encuentra trazada, en su mayor medida, por el sufrimiento, por la falta de oportunidades, por los mismos lugares de enunciación de los cuales pretendían escapar. Por ello nos preguntamos sobre nuestro rol como educadores en el nuevo Chile, que es tan venezolano como argentino, tan haitiano como peruano, tan colombiano como boliviano, en fin, tan nuestro como de otros.

En este sentido, el libro que tienen en sus manos es el resultado de una serie de encuentros con los estudiantes extranjeros de la EPJA del Colegio Darío E. Salas de Talca, los cuales nos permitieron conocer de primera fuente el rostro más amargo de la migración, pero a la vez su parte más esperanzadora, que nos lleva a pensar en un futuro mejor, en un cambio de paradigma, en la emergencia de una nueva forma de entender el mundo.

Las puertas se abrieron de par en par a la interculturalidad, no como una discursividad, sino como acciones concretas que nos permitieran hacer frente a esta realidad, avanzando hacia el cumplimiento del deseo de nuestros estudiantes, que bien sintetiza Fortuna St Lot: “aprender a vivir en comunión, en respeto, a tratar a los demás como nos gustaría que nos traten a nosotros”.

Al alero del proyecto “Conversar, escribir, borrar, corregir: Narrativas Interculturales para la inclusión”, el cual contó con financiamiento estatal, obtuvimos los recursos necesarios para la compra de material pedagógico que fue entregado a todos los estudiantes extranjeros sin excepción, además de otros implementos que nos permitieron desarrollar un trabajo sistemático que impactó positivamente en la comunidad escolar.

Durante varios meses se extendieron invitaciones para los “encuentros de inclusión”, noción simplificada con la cuál comenzaron a llamarse estas sesiones, en las que los estudiantes extranjeros eran convocados para conversar y escribir sobre la experiencia de ser (in)migrante en Chile, creando así un espacio que les permitió compartir sus deseos, miedos y saberes.

En estos encuentros conocimos la historia de Daibelliw y Yerderson, una pareja de venezolanos que llegó a Chile para cumplir su sueño: ser padres, lo que finalmente ocurrió y tuvieron una hija en “la tierra de los milagros”. O María Andreina y Giancarlo, cuyo hijo nació lejos de su patria y ahora tiene un abuelo que lo ve desde el cielo cada noche antes de dormir.

En muchas ocasiones el relato solo estuvo acompañado por el silencio. Y es que nadie pudo emitir palabras luego de escuchar la historia de Charles Hobert en Puerto Natales y del improvisado refugio que tuvo por hogar. Sentimos el frío de sus noches en el sur y escuchamos el viento que amenazaba con echar a volar el plástico que servía de techo y cobijo.

Le pedimos perdón a Charmare por haberla hecho conocer la cara más terrible de la sociedad. En su historia el micrero la mira con desprecio, con desdén, como si ella “fuera culpable de algo”, como si haber llegado a Chile “fuera lo peor” o así lo replica Daniel Duces, Marie Lourdie y Marlon Louis al referirse a la discriminación que viven los haitianos cada día.

También repara en ello Castel Stevenson: “muchos haitianos sufren aquí”, aludiendo al rechazo que sienten cuando caminan por las calles o van en busca de algún trabajo. Los hechos de discriminación se acentuaron para aquellos cuyas nociones de español eran nulas, pues se vieron imposibilitados de relacionarse, lo que incidió negativamente en el acceso y en las condiciones de vida, como se ve en las historias de Jean Ronel y Ketline.

Un día Rosa nos habló de su viaje desde el Perú y del último beso que le dio a su hijo antes de partir. Es un niño que nos recuerda también al de Miguel, que dejó “hace un año” en Venezuela y que no sabe a dónde está su padre, no sabe cuándo regresará, no sabe si algún día regresará. Por eso lleva marcado con tinta a su pequeño, para tenerlo aquí más cerca de él.

Nuestros corazones se aceleraron al escuchar sobre la hija de Michee. Por un instante la imaginamos de adulta leyendo este libro, enterándose a través de estas páginas que su padre le pide perdón, pues al igual que otros, como Noris, Desir Kaltz o Briggete, el viaje no es una cuestión personal, sino que implica también el bienestar de los que vinieron con ellos y de quienes se quedaron.

Este es uno de los dolores de nuestros estudiantes: dejar a los suyos para venir a buscar una oportunidad, la misma que comenta Yaritza. De ahí que las narraciones de los (in) migrantes siempre estén presididas por el “me fui sin querer irme” de Alejandra, o por las lágrimas de despedida de familias como la de Wislyn o Jeanguylaire, que a pesar del tiempo no superan el dolor de la partida.

La historia de Davideson revela el miedo que siente el haitiano ante la posibilidad de que algo malo ocurra y vuelva a ocurrir. Escenario completamente distinto al de Fraymar y su “pedacito de esperanza”, o al de las puertas abiertas de Rogilma y Shadia, para quienes una llamada de teléfono es suficiente para recobrar la esperanza y continuar adelante.

De esta manera, el libro que hemos compilado se sostiene en una premisa básica: el lenguaje hace pervivir la memoria. Y nos queda claro que es así al leer el ensayístico fragmento de Guillermo, o al develar el dolor que implica para Catalina recordar y que no le permite esbozar más que un principio, pues cada vez que lo intenta, las lágrimas caen por sus mejillas.

La divagación sobre el retorno también estuvo presente. Yvon Monuma anhela volver a su país, estar con los suyos, abrazarlos, decirles que nunca más se tendrán que separar. Los momentos felices en sus países de origen vinieron a la memoria de Manel, y llevaron a Kenson y Wilner a recordar “el azul y rojo de la bandera” de Haití, la patria que esperan nunca sea olvidada.

Para muchos Chile representa el “bienvenido a una mejor vida” de Kleyda, un lugar en que los “sueños y oportunidades” de Jhoselin y María de los Ángeles se pueden hacer realidad. Pero que entra en conflicto con los aspectos negativos que llevan a Sopin a concluir que el “país de la “luca” (…) No es solo miel y leche, sino sangre y lágrimas”.

Un día conversamos sobre la fe. Emmanuel nos contó que quería escribir sobre su hijo, Isaac, nombre que le recordaba el viaje de los hebreos a la libertad, un viaje que los obligó a recorrer años y años el desierto para llegar a la tierra prometida. Un lugar completamente distinto del Haití que describe Mackenson L’herisson, en el que “nadie está seguro”.

La fe también se hizo presente en los relatos de Almost e Ivane, quienes vieron en Dios su refugio y su fortaleza. La imagen divina les permitió hacer frente a la indolencia de los gobiernos, que Luiselys y Fredelin señalan como los responsables de la crisis y que nos interpela indirectamente a nosotros, pues está de fondo la pregunta por el rol de la educación y sus políticas.

Y así fue como la vida cambió, con mucha premura en algunos casos y en otros, como el de Anais, “después de un café”. Ese fue el instante cuando “la lluvia de sensaciones” de Fernando apareció, la misma que durante semanas nos llevó a transitar por el miedo, la tristeza y la preocupación, pero también por la alegría, en historias como las de Jean Nicole y Brígida.

De este modo, los textos que han escrito 51 de nuestros estudiantes extranjeros son historias de valentía, de convicción, relatos que nos enseñan lo que significa vivir en este “largo y angosto país” que María Elena llama “hogar”, aun sabiendo que aquella noción pervive más allá de las montañas, mares, ríos y desiertos que rodean a Chile.

Creemos que estamos forjando los cimientos para un proyecto intercultural y nos llena de orgullo saber que en parte lo hemos logrado. Sin embargo, esta gratitud que expresa Marinot, es en realidad una gratitud mutua. Nosotros somos quienes les decimos a ustedes “gracias”, pues han aceptado compartir con esta comunidad una parte de sí, la más brillante o la más oscura, antes que se ponga el sol en Chile, Haití, Perú, Venezuela o cualquier parte del mundo.

Narrativas interculturales para la inclusión. Antología de historias sobre la (in)migración. Santiago: Feyser, 2021.

© Fundación Educacional Colegio Darío Salas de Talca



 

 

 



 

 

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